martes, 26 de abril de 2016

Jaque

¿Hasta cuándo seguiremos quietos? Hay nerviosismo en las filas. El alfil me golpea obligándome a mirar adelante. A cinco casillas se encuentra un igual; la misma altura, el mismo armamento, la misma subordinación resignada a la mitra que asoma por encima de su cabeza. Sólo una diferencia nos separa: el bando. Y por haber nacido de una manera u otra, sin posibilidad de elegir, estamos condenados a enfrentarnos, no por nuestros ideales sino al servicio de un rey al que ni siquiera podemos ver.

Nadie se mueve, la tensión es palpable. De pronto mi compañero de la izquierda avanza dos casillas, desatando el caos. Todo comienza a moverse. Un caballo se coloca delante de mí pisándome. Odio a los caballos, creen que por poder saltar están equiparados a la nobleza e intentan mirar entre las almenas de las torres.

La partida progresa, pero los peones no sabemos de qué manera. Recibo la orden de movimiento y adquiero perspectiva. El panorama es devastador. Los restos de un alfil cubren las casillas centrales. Ataco a un peón enemigo y su sangre rocía mi rostro cegándome durante unos segundos. Sé que la muerte está cerca, pero no ocurre nada. Deben haberme cubierto la retaguardia o quizá el enemigo considere que no represento una amenaza. No tengo manera de saberlo. Cada turno que pasa merma el número de tropas.

Vuelvo a avanzar y distingo entre el polvo una cruz negra. Me maravillo ante la altura y el aspecto regio del rey enemigo. Contra esa pieza poco podemos hacer. O tal vez nuestro rey sea igual. No lo sé. Me paro a pensar en la injusticia de luchar en primera fila, pudiendo solo avanzar adelante y no saber siquiera por quién lucho.

Mis pensamientos se materializan en las palabras de otro peón enemigo, que puesto delante de mí, produce un bloqueo de ambos. Me habla de paz y felicidad, de negarse a seguir luchando, de oponerse a la cruel autoridad. Casi empiezo a creerle, a estar dispuesto a seguirle, cuando se ahoga con una lanza clavada en la parte baja de su cuello. Una torre da fin a la conversación y al bloqueo. Cuando se retira, avanzo una casilla sobre el cadáver del peón negro. Y entre el olor de la sangre, sudor y vísceras percibo algo más. Una columna abierta deja avistar el fondo del campo de batalla a solo tres casillas. Se desvanecen los deseos de paz, el sentimiento revolucionario; si llego ascenderé de categoría social.

Una casilla. Y otra. Puedo verme vestido con los ropajes del alfil, o incluso coronado por las almenas de la torre.

Un grito, quizás de aviso, se pierde entre el fragor. Avanzo y respiro aliviado; estoy salvado. Unos leves pasos y el sonido de los pliegues de un vestido de seda me llaman la atención. Una bella dama aparece a mi izquierda. Me sonríe. Le intento devolver la sonrisa pero apenas llego a esbozar una mueca. No siento. No respiro. Muero.

Marcos Rouces
Bachillerato



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