viernes, 31 de marzo de 2017

La última espada

La eterna caminante, envuelta en la umbra, vagaba. Hiciera frío o calor, por desiertos o montañas, por los mares y por los cielos. Siempre en silencio caminaba, corría, nadaba... Con frecuencia se daba un paseo por el vacío, visitaba lejanas galaxias o cosechaba algunos soles. Normalmente iba en solitario, solo en extrañas ocasiones, cierto dios del caos con demasiados nombres para recordarlos todos, la acompañaba.

Y así, desde el inicio de los tiempos, vagó. Pasaron segundos, minutos, horas, días, años, épocas y eones. No existía confín del universo que no hubiera visitado por lo menos un billón de veces. Contempló civilizaciones surgir. Y por supuesto, también perecer.

En algún momento durante su largo viaje reposó en un planeta desolado. Aunque una vez floreció con esplendor, hacía ya mucho tiempo que ese planeta había perdido la capacidad de albergar vida. Sin los recursos y condiciones necesarias, solo algunas extrañas y ruinosas estructuras y unas gigantescas, semienterradas y colosales figuras humanoides, hechas de algún raro y extraño metal, que podían verse de vez en cuando dispersadas sobre la corteza terrestre, hablaban de los vestigios de un glorioso pasado. Pero el pasado es el pasado y el presente es, en efecto, el presente.

La razón por la que se detuvo eran muchas, y a la vez ninguna en particular. Era solo que vislumbró una solitaria espada, tan gigantesca como las ya antes mencionadas figuras, y lejanos recuerdos acudieron a su memoria. Sin embargo los recuerdos en realidad no importaban, solo un capricho era la razón verdadera para su pausa.

Entonces, durante un largo, largo tiempo, contempló la espada. Con el paso de innumerables soles por el firmamento, la espada, forjada con algún material extraordinario pensado para perdurar, empezó a presentar cada vez más motas de óxido sobre la superficie de su hoja. En ocasiones el viento incandescente que asolaba la desértica superficie del planeta la sumergía completamente en arena, y con el paso de aún más soles, el mismo viento volvería a descubrir su anciano filo oxidado.

Observó la espada hasta el día en el que se convirtió en polvo, después, miró hacia el cielo y volvió a desvanecerse en los confines del espacio. Como acostumbraba a hacer, sin verdadero propósito o rumbo alguno, otra vez continuó vagando.

Ella era solitaria, triste, y en cierto sentido más hermosa de lo que uno pudiera imaginar. Era la amante más cruel, pero al final era la única en la que de verdad se podía confiar, pues, algún día y con absoluta certeza, iría a buscarte. Ella te trataría con justicia y con equidad.

La muerte vagó por el vacío, portando una corona de estrellas apagadas y dejando una estela de mundos olvidados. Esperando eternamente el día en el que este universo llegue a su fin y así, por fin, la propia muerte pueda morir.

Fernando García Caraballo
Grado Superior


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