miércoles, 27 de marzo de 2019

Tres


Dicen que emociones como el orgullo o el odio perturban al hombre, volviéndolo algo que no merece la pena ser llamado como tal. En esta ocasión voy a hablar de una de esas veces en las que yo no lo fui, con la esperanza de que tú nunca imites mis pasos.

Era verano de 2007 y en aquellos momentos yo era plenamente feliz. La había vuelto a encontrar y esta vez, las cosas eran distintas.

Estábamos juntos. Nada de encuentros fortuitos, nada de exprimir cada momento por si acaso era el último, nada de urgencias, sólo los dos.

Yo estaba enamorado hasta la médula, por fin tenía a alguien a quien amar. Estaba convencido de que era mía y que lo sería para siempre. Ese fue mi primer error.

Dejé de relacionarme con todos, abandoné a todo aquel que no fuera ella y, lo que es peor, exigí que ella hiciera lo mismo.

Exigí cada vez más y más compromiso, sin querer ver el daño que eso le ocasionaba, la presioné hasta el extremo, le negué la libertad que la hacía única. En definitiva, la intenté transformar en algo que no era y casi la mato en el proceso.

Hasta que un día me digné a mirarla a ella y no a lo que yo quería que fuera. La figura que se encontraba ante mí no se parecía en nada a aquella que me visitó de niño. Era la figura de una moribunda, silenciosa, fría y angustiada.

¿Pero que había hecho, por el amor de Dios? Aún se me revuelve el estómago cada vez que pienso en aquella escena. Recuerdo que la abracé y sólo pude sentir dolor y el aroma dulzón de quien se está ahogando. En ese momento supe lo rastrero que era, el engendro en el que me había convertido, en lo tóxico que resultaba para ella.

Sabía que debía alejarme de ella para que fuera feliz y que sólo alguien mejor que yo merecería la suerte de estar a su lado. Me disponía a alejarme de ella para siempre, auto convenciéndome de que nunca volvería a verla, por su propio bien.

También me equivoqué en esa ocasión, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
Estudiante de Literatura General



sábado, 9 de marzo de 2019

Un viernes lúgubre en la cafetería de la facultad


Son las dos y cuarto de la tarde de un viernes lúgubre y frío de diciembre. La profesora de Latín, también cansada y con la cabeza puesta en el fin de semana, da la sesión por terminada y abre la puerta de clase. Esta se abarrota. Algunos huyen ensimismados y con ansia al contemplar por la ventana el horizonte que se les plantea: la libertad, por fin dos días lejos de la universidad. Pero mis amigos y yo somos diferentes. La verdad es que nosotros preferimos celebrarlo. En la cafetería, bajo el murmullo general y el chocar de los platos y el griterío de los cocineros, las pintas de cerveza se elevan todas hacia arriba en perfecta armonía. ¿Y qué celebramos? Celebramos, cada uno en su interior, los lazos que nos unen. Discutimos acerca de la gramática universal de Chomsky, de la síntesis escolástica de Tomás de Aquino, del bálsamo del espíritu de Séneca en sus Cartas a Lucilio, de la sublime belleza del rapto de Proserpina de Bernini, del sentido casi espiritual que alcanza el Requiem de Mozart interpretado por los serafines y querubines al final del otoño de la vida, de la existencia de algún dios cuya mirada nos demuestre el amor que tiene por cada uno de nosotros. Y lo mejor es que ante esos mismos lazos, ante esos mismos vínculos, ante esas mismas preguntas, siempre planteamos diferentes respuestas. Intentamos unir el camino bifurcado que conduce a la verdad. Eso es amistad.

Ricardo Muñoz Ruiz-Dana
Estudiante de Historia y Filología Clásica