miércoles, 9 de octubre de 2019

Relato corto de un monje


NT: El siguiente texto ha sido traducido del latín tardío por el profesor Giovanni da Lucca, catedrático de Historia de Roma en la Universidad de Bolonia.

Mi nombre es Arcadio. Soy eremita en imitación del teólogo Jeremías y San Paulo de Tarso. Me retiré a lo más profundo de los montes Apeninos en el invierno del año de Nuestro Señor 454, tras la muerte del general Flavio Aecio, durante el reinado de Valentiniano, el tercero de su nombre.

Las últimas noticias que recibí del Imperio fueron no mucho tiempo después, sobre el saqueo de Roma llevado a cabo por el vándalo Genserico y sus hombres. El horror que me causó este hecho fue terrible. Medité y oré durante cinco días sin descanso y alimento, solo parando a beber de una pequeña fuente cercana cada docena de horas. Mi exhausto cuerpo no podía aguantar más y ya bien entrada la noche del sexto día me tumbé a rezar, cerca del pequeño altar, al Cristo que coloqué dentro de una angosta cueva. Casi al instante, me sumí en un profundo sueño. En este, vi el rostro de Cristo, inefable y radiante, coronado por un gran arco de constelaciones que rotaban sobre su sien. En sus ojos vi la maravilla de la Creación, y encapsulados en sus pupilas fluían ríos y crecían grandes robles, alcornoques y palmeras de todas clases, acompañados por un coro de criaturas que componían una sinfonía en honor a Dios.

Extendió su mano hacia mi rostro y contemplé con infinita pena sus heridas en sus palmas, recordatorio del Sacrificio del Cordero de Dios. Creí pasar meros segundos en este exquisito trance y, de repente, desperté de forma violenta, incorporándome en un estado muy agitado. Fui a buscar mi icono, pero lo hallé tremendamente desmejorado, apenas distinguiéndose la figura del Cristo Entronizado en la madera barnizada. Lo metí en la bolsa que llevaba conmigo y anduve de vuelta a Roma para reunirme con el Obispo León, al que pedí audiencia antes de mi partida.

Al poco tiempo, me sorprendí al ver que el paisaje había cambiado -considerablemente- desde que me decidí ser ermitaño. Los amplios bosques que rodeaban los Apeninos, como un verde manto protector, habían desaparecido, sustituidos por sobrios campos hasta donde alcanza la vista, extrañamente desprovistos de hogares y labradores. Me dirigí por una calzada de tierra hacia el suroeste, donde estaba situado mi destino.

Tras unas cuantas horas de viaje, al anochecer, decidí descansar a los pies de un pino cerca del camino que recorría. Tuve otro sueño esa noche, aún más desconcertante que el anterior. En la más absoluta oscuridad surgió un manuscrito blanco como la nieve y se rompió el sello que lo cerraba, desintegrándose el escrito en el proceso. De las cenizas del manuscrito surgió un fuego y de él, una ciudad. De sus altas torres ondeaban estandartes engalanados con coronas doradas y la palabra MAMMON, y bajo estas torres, una tremenda inmundicia empapaba las calles y callejuelas. Cuando reparé en este hecho, un sonido grave rompió el silencio en el que se sumía la escena. Era el bramido de una trompeta y fue tan atronador que la ciudad cayó sobre sí misma como Jericó, y desperté de esta forma en estado similar al anterior. Más asustado y agitado que cuando partí a Roma, me puse en marcha poco antes del amanecer.

Escribo esto al atardecer y ahora me hayo frente a un extraño espectáculo. Frente a mí se cierne un edificio sobrio y grisáceo, con varios carteles que desprenden una enorme cantidad de luz cegadora, de docenas de tintes diferentes, con letras de un alfabeto que no reconozco pero que me es familiar. En el suelo, no hay ni piedra ni tierra, sino una extraña grava oscura que llega hasta el horizonte en el este y se pierde en las montañas al oeste. Temo por mi vida, ya que esta gente que ocupa el lugar, que afortunadamente no ha reparado aun en mi presencia, hablan en un idioma bárbaro y malsonante, como una macabra burla del latín. Trataré de rodearles en silencio para huir lo antes posible de este lugar y preguntaré al Obispo sobre esta nueva invasión.


NT: Este escrito se encontró en las manos de un hombre de mediana edad con barba oscura y cabeza rapada, ataviado en una ropa negra sencilla. Estaba en el suelo, muerto por el impacto de un coche que no reparó en su presencia en una parada de servicio en la Autostrada A1, a tres kilómetros de Roma. Los paramédicos determinaron que su muerte fue inmediata. Esto pasó en gran medida desapercibido por los medios y se le enterró en una tumba sin nombre en un pequeño cementerio en el pueblo de Tívoli. Un conocido mío, que se hizo eco de la historia por la policía local, consiguió una copia del manuscrito original que portaba el fallecido y dediqué un par de horas muertas a traducirlo para los carabinieri. Me cautivó la historia de Arcadio y viajé al punto de los Apeninos que describió, con una curiosidad morbosa, junto a las autoridades, pero lamentablemente no hallamos nada. Tengo en mi posesión el icono que describe y, hace una semana, uno de mis compañeros de trabajo confirmó que era original del siglo V. Quienquiera que fuera este pobre loco, ha conseguido introducirse en mi cabeza y no paro de pensar en sus palabras, planteándome y debatiéndome sobre la veracidad de su completamente fantástica historia. Sea cual sea la verdad, que descanse en paz Arcadio, el verdadero último romano.

Alberto González Jiménez
Estudiante de Bachillerato



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