miércoles, 4 de marzo de 2020

Tuareg


El tuareg estaba gravemente herido y sediento, y sus pies plagados de callos y ampollas le impedían dar un paso más sin aullar de dolor. Su kaftán turquesa característico de su gente ahora estaba tan lleno de polvo y barro como su propia cara tostada por el sol. Se desplomó bajo un árbol de argán y esperó su muerte en aquellas montañas y precipicios áridos propios del Alto Atlas. Pensó en la voluptuosa mujer morena que jamás amaría y en el hijo que ya no tendría nunca. Pensó también en su mísera alma abandonada en la inmensidad vacía del desierto y en cómo el Profeta -que la Paz sea con Él- le maldecía con sorna desde aquel Paraíso que nunca alcanzaría. El nómada, extraño en una tierra extraña, cerró los ojos por última vez y esperó a que la gélida brisa de las noches marroquíes le matase. La cúpula celeste, como dándose cuenta del espectáculo que sucedía bajo ella, se transformó en una bellísima mortaja para el moribundo. Una franja perfectamente roja como el azafrán cubría ahora las cimas de las colinas rocosas del horizonte, seguida por un verde suave coronado por un negro cielo salpicado de estrellas.

Alberto González Jiménez
Estudiante de Bachillerato



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