miércoles, 4 de noviembre de 2020

Alas cortadas

Por las noches, muy alto en el cielo, mientras todos duermen, se dice que están las almas de todos los seres humanos reunidas, soñando en conjunto con un mundo mejor. A veces, ves algunas caer con sus alas partidas: estrellas fugaces. Se han encontrado con la pesadilla del mundo real, esfumándose por cumplir los sueños de los que, a pesar de todo, mantienen la fe.

 

Cada vez que duermo sueño con un mundo donde cada uno es capaz de hacer lo que le plazca, un sitio donde nadie es juzgado. Es el lugar perfecto: tu situación económica no importa en absoluto, tienes siempre el dinero que necesitas, no hay que preocuparse por pagar el alquiler… Puedes darte el lujo de ir al cine cuando te plazca. Me veo en un ático en el centro de Madrid, disfrutando en mi balcón del sonido del bullicio en las terrazas de los bares durante una bonita velada de marzo. Y pienso que podríamos ser todos felices y que me gustaría ayudar a dirigir ese mundo donde las máximas son la sinceridad, la bondad, la alegría y el amor.

 

Me levanto del sueño pensando que simplemente soy feliz. Y, por tonto que parezca, me hace aún más feliz. Es esta la causa de que por las mañanas me levante enérgico, mientras tarareo la versión acústica de Take on me, sin importarme que seguramente mi voz sea horrenda. Subo las persianas y abro las ventanas esperando que la naturaleza me asombre un día más con la hermosa figura del sol y el bello ímpetu del viento.

 

Entro rápido al baño para evitar tener que esperar a que terminen mis hermanas, cerrando la puerta velozmente e ignorando sus maldiciones. Lo primero que hago es pesarme, aunque me da igual lo que marque la báscula. Que si he engordado, que qué bien sabía esa tarta; que si he perdido peso, que si me estoy poniendo fuerte… todo eso no me importa en absoluto.

 

Paso a sentarme en la mesa de la cocina con mi bol de cereales integrales preparado con amor por mi madre, acción que agradezco con un simple “¿cómo estás?”. Después de devorar los cereales, dejando como siempre las virutas de chocolate para el final, me lavo los dientes al ritmo de Thunderstruck.

 

Me pongo mis chinos como siempre, dudando unos minutos qué camisa queda mejor con el pantalón. Ato bien los cordones de mis zapatos, cojo la mochila y el móvil y me despido de mi familia. Salgo a la calle bajando los escalones de dos en dos, resbalo en el último y temo un momento por mi vida. Al recomponerme, comienzo a reírme de lo estúpido y torpe que soy. Mi madre siempre dice que lo mejor de mí es mi autoestima y mi alegría. Será por mis dotes naturales.

 

Llego a la parada de autobús a las 8:05, como siempre. Tengo la mala manía de no llevar nunca cascos, pues me gusta escuchar lo que dice la gente y los ruidos de la calle. Cuando llega el autobús, crece la tensión (haciéndolo más divertido) por saber si tendré un sitio para sentarme o tendré que ir de pie y acabar mareado. Esas incógnitas dan emoción al día a día.

 

Una vez asegurado mi asiento, empiezo a observar a cada uno de los pasajeros en busca de una cara, de una boca, de unos ojos. Y me llevo su mirada. Se me acelera el corazón, y saco el libro de Pablo Neruda Veinte poemas de amor y una canción desesperada, comparando el rápido latido de mi corazón con los versos del célebre poeta. Pero un sonoro “¡hijo de puta!”, proveniente de una señora al fondo del autocar, me saca por completo de mi ensoñación. Le acababan de decir que iba a ser despedida. Perdidas totalmente las ganas de continuar leyendo, me pongo a mirar por la ventana. Un accidente de tres coches para el tráfico. Avanzamos lentamente, pero tenemos que parar por completo cuando las sirenas de una ambulancia comienzan a resonar por toda la carretera.

 

Llego tarde al instituto, y a ver quién soporta las seis horas de clases que tengo. Consiguen que me anime un poco más conociendo una parte de la vida de Cicerón, desgranando uno a uno los documentos de la Conferencia de San Francisco para la creación de la ONU, leyendo piedras para saber quién quería tanto a la persona enterrada como para estar tallando un enorme monolito cerca de la Acrópolis ateniense, leyendo algo de Ortega y Gasset y terminando con una charla sobre el ser personal.

 

Vuelvo a meterme en el bus y esta vez decido mirar el teléfono para no desesperarme con los problemas al volante. Me meto en un periódico digital y las primeras noticias son sobre un atentado con 198 muertos y 1037 heridos en una iglesia en Irak. Siguiendo el encabezado, dos o tres artículos de opinión que critican al Gobierno. Cambio a Twitter y todo son insultos al azar lanzados sin ninguna intención constructiva. Al llegar a mi parada, voy a bajarme cuando tropiezo sin querer con un señor muy bien trajeado (con sombrero incluido); me llevo tal retahíla de insultos que al girar la esquina aún se seguían escuchando. Al fondo de la calle un señor mayor pide ayuda porque le han robado. Subo a mi casa un poco entristecido, saludo a la señora mayor que pasa a mi lado. Me apeno aún más cuando no recibo ninguna respuesta.

 

Paso la tarde con los deberes y con el estudio de las asignaturas correspondientes, mientras tomo un riquísimo zumo de arándanos, pero con el sabor amargo del mal del mundo, convirtiéndose en mi mente en un vaso de sangre. Por fin me tumbo en la cama para descansar. Abro el Whattsapp para hablar con un amigo. Desgraciadamente, no puede hablar porque acaban de hospitalizar a su padre. Ceno cabizbajo y me meto en la cama desganado. Me tapo entero con el edredón y aprieto los ojos, intentando con todas mis fuerzas empezar a soñar. Porque los sueños son mejores que esta realidad. Al final acabo dormido con una sonrisa dibujada en los labios, con unas alas desplegadas en mi espalda, sintiéndome en aquel balcón del centro de Madrid tomándome un zumo de arándanos, esta vez color amor.

 

Alberto Nieto Zuya

Estudiante de Bachillerato