miércoles, 23 de noviembre de 2022

Romance de las palomas

Cuando entraron las palomas,
hallaron al niño muerto.
Ansias mustias y afiladas
rasgaban su blanco pecho.
El aire, entre suaves lágrimas,
ya mecía sus cabellos,
cuando entraron las palomas,
cuando sonaban recuerdos.
–¡Mira, que nuestros puñales
se han abierto como hierro!
¡Mira, que el arpa ha cantado
podredumbre de sus besos!
 
Entre las cadenas blancas
se enturbiaban los anhelos.
Del cuello amargo del niño
manaban jazmines ciegos.
–Dejadme salir, palomas,
de este silencio tan negro,
de esta plata que me asfixia,
de estos ardientes alientos.
Yo no quise cabalgar
la rosa de espuma y fuego.
 
Cuando entraron las palomas,
hallaron al niño muerto.
Bailó la brisa por siempre
y se enterraron sus huesos.
Gritaban hacia la noche
gusanos de mudo fuego,
cuando se agitó su sangre,
cuando lloró el cielo negro.
Soledad de blancor dulce
y muerte de nombre hueco.
Entraban palomas rotas
para ver al niño muerto.
 
Isidro Molina Martínez
Estudiante de Bachillerato





miércoles, 9 de noviembre de 2022

Ni cardo ni decumanus

Calles enigmáticas, encriptadas, hambrientas de antiguos recuerdos. Ansiosas de evocar viejos olores con nuevos significados. Vías ausentes de calor humano, pero no de historias custodiadas como reliquias. Victimas indirectas de nuestra involución, de las lluvias pasadas y de los días perdidos en la memoria; mártires creyentes de la sencillez y de los placeres banales. Avenidas que recuerdan los pasos que las descubrieron lloran ahora al comprender que sus ruinas jamás serán griegas. Balcones reunidos en coloquio contemplando ante sí su propia decrepitud callan secretos con alma pero sin piel.

Sin embargo, en esos aislados momentos donde las aceras hablan de nuevo, donde los torrentes fluviales bailan en las plazas y donde las moscas vuelven a ser el foco de exasperación conjunta, los pueblos sonríen de nuevo al rememorar su bulliciosa juventud:

-Dime, ¿cómo puedo arreglarte? -preguntó él.

Ella le contestó llorando que ni con el mejor de los materiales podría construirla de nuevo. Entonces este le susurró:

-No pretendo construirte de nuevo. Te amo, desde tus cimientos hasta tus ruinas.

Sergio Parrondo Calero
Estudiante de Bachillerato


jueves, 27 de octubre de 2022

El plan del ganso

Érase una vez un país donde todos los animales del mundo vivían en paz y armonía. El rey de aquel reino era el león, que, aunque fuese estricto y un poco gruñón, era muy querido por sus ciudadanos los animales. Hipopótamos, panteras, tigres, patos, ranas… todos servían al rey, el león, con gusto. En aquel país no existían los delitos: nadie jamás robaba nada, pues cuando alguien necesitaba algo, siempre le ayudaban el resto de animales. Todos vivían muy felices allí, todos salvo el ganso.

El ganso odiaba profundamente al león. Por muy buen rey que fuese, el ganso siempre encontraba motivos para criticarle: que si había cultivado pocos rábanos aquel año, que si las nuevas obras en el puente eran innecesarias… Incluso intentó varios golpes de estado, ninguno con éxito. Un día, el ganso encontró algo en la espesa jungla, algo que le hizo ver cómo acabar al fin con el reinado del león.

El rey solía pasearse por los alrededores de su palacio en el corazón de la selva. Como nunca se había cometido un crimen, no tenía guardia personal, ni existía policía alguna. El león vio cómo, a lo lejos, se iba acercando el ganso. Se alegró mucho, porque pensó que este vendría a hacer las paces con él. Jamás sospechó que el ganso, con un hacha bastante rudimentaria, le golpearía el cráneo hasta hacerlo pequeñas muescas. Los sesos se habían desparramado por el pavimento del castillo, y la sangre brotaba a borbotones de la mutilada cabeza del pobre león. El ganso, antes de un blanco níveo, ahora tenía las plumas empapadas de la roja sangre del león.

El resto de animales, anonadados ante tal crimen, se arrodillaron ante el ganso, pasmados de miedo. Los animales, acostumbrados a una vida utópica, sin tristeza ni mal, acababan de conocer el miedo, el sufrimiento, la crueldad propia del ser humano. El ganso, tras su infame crimen, se autoproclamó dios y señor de todos los animales del planeta.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 19 de octubre de 2022

Una luz en el abismo

Allí se hallaba el Rey, entre grises y amargas paredes, en la profunda penumbra de aquella sala, bajo el incómodo yugo de la corona, de hierro viejo y pesado, sobre un trono de negra y dura piedra. En aquel silencio de tóxicos y oscuros tonos, el Rey reflexionaba.

Ante aquella asfixiante realidad, el Rey no podía evitar la nostalgia de pensar que un mundo lo aguardaba tras las puertas de su fortaleza, más allá de las grises murallas, dibujadas las verdes praderas tachonadas de flores, derrochando color y aroma, sobre las bravas olas del picado océano, los escarpados recovecos perdidos en las montañas, las huellas de otras vidas tan distintas a la suya…

Pero, no obstante, allí estaba. Un gran rey, alto hombre entre los hombres, señor de muchos, siervo de nadie. Allí estaba el más poderoso de los mortales vivos; atormentado, miserable, derrotado. Capaz de moldear el mundo a su antojo, cambiar miles de vidas con solo chasquear los dedos. Sin embargo, era su regia vida la que se pudría en la más profunda amargura. Se hallaba atrapado en aquella cárcel anegada de riqueza y poder, entre barrotes de oro y joyas, vestido con harapos de seda y cadenas de plata en sus muñecas.

El Rey, cabeza gacha por el peso de la corona, agazapado en lo alto del trono, cantaba sus desgracias en silencio, a un fiel vacío que nunca lo traicionaría, al mudo abismo de su imaginación.

Allí sentía el viento golpeando su rostro, ensordeciéndolo, mientras los cascos de su caballo golpeaban con una furia acorde a su velocidad, cruzando las praderas, cuyas flores lucían de vivos colores, bajo un cielo de amable y generoso azul.

Allí las bravas olas se lanzaban contra su navío, presa de una tempestad negra y cruel, que azotaba su embarcación golpeando con furiosos mandobles de viento. Seguía el horizonte a través de la vorágine, mientras reía y manejaba su navío como si a su propio cuerpo perteneciera.

Allí las montañas no tenían secretos para él, no había hueco ni escisión que no conociera. Los riachuelos eran su fuente de vida, la sombra de los árboles, su descanso.

En la penumbra de la sala, inmerso en la oscuridad, el Rey, con los ojos cerrados, exhalaba un efímero suspiro de alivio, una sensación breve pero intensa de paz. El Rey se hallaba ajeno a la negrura que lo aguardaba en silencio, lejos de abrir de nuevo los ojos y regresar de vuelta a su triste realidad.

Marcos Fernández Marinas
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 5 de octubre de 2022

Trenzas de laurel

Mira cómo se agitan
sus trenzas de laurel,
¡mira!
 
Mira estas palomas
pálidas, atravesadas
por la tarde que susurra,
¡mira entrecortarse
al aliento de la roca!
Mira estas manos
de llanto y pergamino,
¡mira retorcerse
a las pútridas flores!
 
Mira cómo se agitan,
perdiéndose en la miel,
¡mira!
 
Mira cómo escuece
el amargo azúcar
en la carne quebrada,
¡mira cómo mata
el Sol al alejarse!
Mira estos besos,
suaves, huecos,
¡mira cómo grita
la azul ausencia en ellos!
 
Mira cómo se agitan
sus trenzas de laurel,
¡mira!
 
Isidro Molina Martínez
Estudiante de Bachillerato

 


 


jueves, 28 de abril de 2022

Pérdida

Año 1580. Como cada día, Hikari Okazaki volvía a Kanazawa, su encantador pueblo localizado en la prefectura de Ishikawa, en Japón. Los cerezos comenzaban a florecer, marcando el despertar de la primavera. El sol se ponía por el horizonte y dibujaba en el cielo un atardecer hermoso. Tras una larga jornada de trabajo, Okazaki estaba ansioso por ver a su familia. Al llegar a las inmediaciones del lugar tuvo un mal presentimiento, que se hizo certero cuando vislumbró la columna de humo alzarse en la zona y contempló su peor pesadilla: el pueblo estaba en llamas. Desesperado, se dirigió instintivamente a su casa con la esperanza de que su familia estuviese a salvo. Sin embargo, era demasiado tarde. Su hogar había sido consumido por el fuego, y cerca de la entrada yacían sin vida los cuerpos de su esposa y sus cuatro hijos, que habían sido brutalmente asesinados. Okazaki no daba crédito a lo que sus ojos veían. Sentía que su corazón estaba roto.

Tras enterrar los cuerpos de su familia y rezar por ellos, salió de la casa y divisó a lo lejos a un moribundo superviviente de aquella masacre, que estaba tendido en el suelo luchando por su vida. Se acercó a él y trató de ayudarle, pero el esfuerzo fue en vano. Intentó preguntarle sobre lo sucedido, sin obtener respuesta. Justo cuando se iba escuchó al hombre musitar dos letras: “KY”, antes de que diese su último suspiro. Okazaki se quedó petrificado. Sabía a quién hacían alusión aquellas letras: Kurayami Yamanaka, el gobernador de la región. Lo que muy pocos sabían era que él y Okazaki habían sido grandes amigos durante muchos años, antes de que sus caminos se separasen.

 

Okazaki se encontraba atónito y afligido. Había perdido lo que más quería en su vida. Su familia, amigos, hogar… todo le había sido arrancado para siempre. Sin embargo, todavía había algo que le atormentaba: las últimas palabras de aquel moribundo. Motivado por el deseo de vengar a sus seres queridos, Okazaki decidió recorrer a pie los ciento noventa y dos kilómetros que lo separaban de la bulliciosa capital, Kioto, donde Yamanaka vivía en su lujosa mansión a las afueras de la ciudad. Antes de partir, dio un último adiós a lo que una vez fue su hogar, y que había sido reducido a cenizas. Viajó por un sendero poco transitado y salvaje, rodeado por un frondoso bosque de sugis. Tras dos semanas de viaje, llegó a la impresionante ciudad. Ataviado simplemente con la túnica ceremonial blanca que su difunta mujer le había regalado, Okazaki se dirigió a la mansión de Yamanaka y, cuando se dispuso a llamar a la puerta, se vio sorprendido por el propio Kurayami, acompañado por su guardia personal. Vestido con una lujosa túnica negra, le miró fijamente a los ojos y le preguntó:

 

-¿Qué haces tú aquí? -había una nota de desprecio en su voz.

 

-Lo sabes perfectamente -respondió Okazaki-. He venido para vengar a mi familia y a mi pueblo. Si aún hay algo de dignidad en ti, aceptarás combatir contra mí en un duelo de Shotokan.

 

Mirándole con desprecio, Yamanaka aceptó el reto. No podía mostrar debilidad ante sus subordinados. Se dirigieron al patio trasero del lugar, que contenía un campo de entrenamiento perfecto para el duelo. Sin apenas mirarse, cada uno se situó en un extremo. El sol se estaba poniendo por el horizonte. No se escuchaba ni un solo ruido por la zona, y el viento acariciaba los rostros de los contrincantes. Tras el saludo reverencial, Yamanaka decidió atacar primero asestando una patada lateral. Sin embargo, no esperaba los increíbles reflejos de Okazaki, que paró el golpe sin problemas, le inmovilizó la pierna y realizó un barrido, derribándole en un abrir y cerrar de ojos. En apenas unos segundos de combate, Yamanaka yacía rendido a sus pies pidiendo clemencia, y secretamente impresionado por la habilidad y destreza mostradas por su rival. Justo cuando se disponía a dar el golpe final, Okazaki se dio cuenta de que todo este tiempo había estado equivocado. Se había convertido en aquello que había jurado destruir. Recordó los buenos momentos que había pasado con su familia y, mucho tiempo atrás, con el propio Yamanaka, y pensó que su muerte no iba a cambiar el pasado. Apenado por lo que casi llega a hacer, le perdona la vida y le libera de su bloqueo. Decidido a retirarse a las montañas Akaishi para nunca volver jamás, se da la vuelta para alejarse de aquel horrible lugar. De repente, siente un ardor que le atraviesa la espalda y llega hasta el pecho. En sus últimos instantes de vida se da la vuelta y ve el rostro triunfante de Yamanaka, que había escondido en su vestimenta un pequeño cuchillo antes de que comenzase el combate. Una lágrima recorre la mejilla de Okazaki, antes de caer de rodillas al suelo, sin vida. Lejos de allí, la última flor del cerezo que había plantado en el jardín de su casa cae. Su último pensamiento es el hecho de que podrá reunirse con su familia de nuevo.


Jesús Romero Moreno
Estudiante de Bachillerato




miércoles, 16 de febrero de 2022

La visión

Había perdido la noción del tiempo después de tantas horas vagando por aquel laberinto musgoso, lleno de espinas y enredaderas que dificultaban mi paso. Afortunadamente, comencé a escuchar un tenue sonido similar al de unos pequeños cristales chocándose, aunque me fue imposible ubicar de dónde provenía. No supe entonces cómo salir de allí hasta que visualicé una débil luz blanca atravesar un agujero de la rocosa pared. Decidido, introduje mis manos por el hueco y comencé a hacer fuerza para abrirme paso. Cuando lo hube logrado, me sacudí el polvo de la ropa y entré a una enorme y antigua biblioteca repleta, por supuesto, de libros escritos en todos los idiomas y dialectos que han existido jamás. Pero había uno en concreto que estaba colocado encima de un atril de madera de abeto cubierto de hojas.

El manuscrito irradiaba un aura misteriosa que incitaba a abrirlo a todo aquel que pasara cerca de él. Era tanto el tiempo que llevaba quieto que en el filo de sus páginas podía notarse un tono amarillento. En el cuero que lo protegía se observaba el extremado uso que le dieron en sus días. Por el ancho del tomo, era obvio que contenía una abundante cantidad de información que había sido pasada de generación en generación. Lamentablemente, son tantos los años que ha permanecido en el mueble que sus hojas están pegadas entre sí por una espesa y densa mugre que hace imposible abrirlo sin romperlo. Atraído por él, acerqué mi mano lentamente, con la mirada clavada en el relieve con forma de cabeza león de su cubierta. Mientras tanto, una voz distorsionada iba subiendo el volumen, susurrando:

 — Aléjate, aléjate, aléjate.

 En cuanto la yema de mi anular rozó la tapa dura, un destello fulminante me azotó en los ojos y, al intentar abrirlos, observé el cosmos en todo su esplendor. Las estrellas nacían y explotaban innumerables veces. Los asteroides y los cometas viajaban a toda velocidad por el vacío. Algunos incluso eran absorbidos por las órbitas de los hermosos planetas que yacían suspendidos en el gélido espacio. Y entre todo aquel bello caos, discerní una silueta femenina, violeta y celeste, que permanecía estática. Todo aquello duró apenas tres segundos porque, nada más intentar acercarme a ella, un agujero negro me estiró cual fina tela de araña y consumió mi cadáver en un instante. Lo próximo fue apartar mi mano del libro y salir por patas, despavorido.

Marcos Gutiérrez Baladrón
Estudiante de Bachillerato