miércoles, 16 de febrero de 2022

La visión

Había perdido la noción del tiempo después de tantas horas vagando por aquel laberinto musgoso, lleno de espinas y enredaderas que dificultaban mi paso. Afortunadamente, comencé a escuchar un tenue sonido similar al de unos pequeños cristales chocándose, aunque me fue imposible ubicar de dónde provenía. No supe entonces cómo salir de allí hasta que visualicé una débil luz blanca atravesar un agujero de la rocosa pared. Decidido, introduje mis manos por el hueco y comencé a hacer fuerza para abrirme paso. Cuando lo hube logrado, me sacudí el polvo de la ropa y entré a una enorme y antigua biblioteca repleta, por supuesto, de libros escritos en todos los idiomas y dialectos que han existido jamás. Pero había uno en concreto que estaba colocado encima de un atril de madera de abeto cubierto de hojas.

El manuscrito irradiaba un aura misteriosa que incitaba a abrirlo a todo aquel que pasara cerca de él. Era tanto el tiempo que llevaba quieto que en el filo de sus páginas podía notarse un tono amarillento. En el cuero que lo protegía se observaba el extremado uso que le dieron en sus días. Por el ancho del tomo, era obvio que contenía una abundante cantidad de información que había sido pasada de generación en generación. Lamentablemente, son tantos los años que ha permanecido en el mueble que sus hojas están pegadas entre sí por una espesa y densa mugre que hace imposible abrirlo sin romperlo. Atraído por él, acerqué mi mano lentamente, con la mirada clavada en el relieve con forma de cabeza león de su cubierta. Mientras tanto, una voz distorsionada iba subiendo el volumen, susurrando:

 — Aléjate, aléjate, aléjate.

 En cuanto la yema de mi anular rozó la tapa dura, un destello fulminante me azotó en los ojos y, al intentar abrirlos, observé el cosmos en todo su esplendor. Las estrellas nacían y explotaban innumerables veces. Los asteroides y los cometas viajaban a toda velocidad por el vacío. Algunos incluso eran absorbidos por las órbitas de los hermosos planetas que yacían suspendidos en el gélido espacio. Y entre todo aquel bello caos, discerní una silueta femenina, violeta y celeste, que permanecía estática. Todo aquello duró apenas tres segundos porque, nada más intentar acercarme a ella, un agujero negro me estiró cual fina tela de araña y consumió mi cadáver en un instante. Lo próximo fue apartar mi mano del libro y salir por patas, despavorido.

Marcos Gutiérrez Baladrón
Estudiante de Bachillerato