jueves, 28 de abril de 2022

Pérdida

Año 1580. Como cada día, Hikari Okazaki volvía a Kanazawa, su encantador pueblo localizado en la prefectura de Ishikawa, en Japón. Los cerezos comenzaban a florecer, marcando el despertar de la primavera. El sol se ponía por el horizonte y dibujaba en el cielo un atardecer hermoso. Tras una larga jornada de trabajo, Okazaki estaba ansioso por ver a su familia. Al llegar a las inmediaciones del lugar tuvo un mal presentimiento, que se hizo certero cuando vislumbró la columna de humo alzarse en la zona y contempló su peor pesadilla: el pueblo estaba en llamas. Desesperado, se dirigió instintivamente a su casa con la esperanza de que su familia estuviese a salvo. Sin embargo, era demasiado tarde. Su hogar había sido consumido por el fuego, y cerca de la entrada yacían sin vida los cuerpos de su esposa y sus cuatro hijos, que habían sido brutalmente asesinados. Okazaki no daba crédito a lo que sus ojos veían. Sentía que su corazón estaba roto.

Tras enterrar los cuerpos de su familia y rezar por ellos, salió de la casa y divisó a lo lejos a un moribundo superviviente de aquella masacre, que estaba tendido en el suelo luchando por su vida. Se acercó a él y trató de ayudarle, pero el esfuerzo fue en vano. Intentó preguntarle sobre lo sucedido, sin obtener respuesta. Justo cuando se iba escuchó al hombre musitar dos letras: “KY”, antes de que diese su último suspiro. Okazaki se quedó petrificado. Sabía a quién hacían alusión aquellas letras: Kurayami Yamanaka, el gobernador de la región. Lo que muy pocos sabían era que él y Okazaki habían sido grandes amigos durante muchos años, antes de que sus caminos se separasen.

 

Okazaki se encontraba atónito y afligido. Había perdido lo que más quería en su vida. Su familia, amigos, hogar… todo le había sido arrancado para siempre. Sin embargo, todavía había algo que le atormentaba: las últimas palabras de aquel moribundo. Motivado por el deseo de vengar a sus seres queridos, Okazaki decidió recorrer a pie los ciento noventa y dos kilómetros que lo separaban de la bulliciosa capital, Kioto, donde Yamanaka vivía en su lujosa mansión a las afueras de la ciudad. Antes de partir, dio un último adiós a lo que una vez fue su hogar, y que había sido reducido a cenizas. Viajó por un sendero poco transitado y salvaje, rodeado por un frondoso bosque de sugis. Tras dos semanas de viaje, llegó a la impresionante ciudad. Ataviado simplemente con la túnica ceremonial blanca que su difunta mujer le había regalado, Okazaki se dirigió a la mansión de Yamanaka y, cuando se dispuso a llamar a la puerta, se vio sorprendido por el propio Kurayami, acompañado por su guardia personal. Vestido con una lujosa túnica negra, le miró fijamente a los ojos y le preguntó:

 

-¿Qué haces tú aquí? -había una nota de desprecio en su voz.

 

-Lo sabes perfectamente -respondió Okazaki-. He venido para vengar a mi familia y a mi pueblo. Si aún hay algo de dignidad en ti, aceptarás combatir contra mí en un duelo de Shotokan.

 

Mirándole con desprecio, Yamanaka aceptó el reto. No podía mostrar debilidad ante sus subordinados. Se dirigieron al patio trasero del lugar, que contenía un campo de entrenamiento perfecto para el duelo. Sin apenas mirarse, cada uno se situó en un extremo. El sol se estaba poniendo por el horizonte. No se escuchaba ni un solo ruido por la zona, y el viento acariciaba los rostros de los contrincantes. Tras el saludo reverencial, Yamanaka decidió atacar primero asestando una patada lateral. Sin embargo, no esperaba los increíbles reflejos de Okazaki, que paró el golpe sin problemas, le inmovilizó la pierna y realizó un barrido, derribándole en un abrir y cerrar de ojos. En apenas unos segundos de combate, Yamanaka yacía rendido a sus pies pidiendo clemencia, y secretamente impresionado por la habilidad y destreza mostradas por su rival. Justo cuando se disponía a dar el golpe final, Okazaki se dio cuenta de que todo este tiempo había estado equivocado. Se había convertido en aquello que había jurado destruir. Recordó los buenos momentos que había pasado con su familia y, mucho tiempo atrás, con el propio Yamanaka, y pensó que su muerte no iba a cambiar el pasado. Apenado por lo que casi llega a hacer, le perdona la vida y le libera de su bloqueo. Decidido a retirarse a las montañas Akaishi para nunca volver jamás, se da la vuelta para alejarse de aquel horrible lugar. De repente, siente un ardor que le atraviesa la espalda y llega hasta el pecho. En sus últimos instantes de vida se da la vuelta y ve el rostro triunfante de Yamanaka, que había escondido en su vestimenta un pequeño cuchillo antes de que comenzase el combate. Una lágrima recorre la mejilla de Okazaki, antes de caer de rodillas al suelo, sin vida. Lejos de allí, la última flor del cerezo que había plantado en el jardín de su casa cae. Su último pensamiento es el hecho de que podrá reunirse con su familia de nuevo.


Jesús Romero Moreno
Estudiante de Bachillerato