jueves, 27 de octubre de 2022

El plan del ganso

Érase una vez un país donde todos los animales del mundo vivían en paz y armonía. El rey de aquel reino era el león, que, aunque fuese estricto y un poco gruñón, era muy querido por sus ciudadanos los animales. Hipopótamos, panteras, tigres, patos, ranas… todos servían al rey, el león, con gusto. En aquel país no existían los delitos: nadie jamás robaba nada, pues cuando alguien necesitaba algo, siempre le ayudaban el resto de animales. Todos vivían muy felices allí, todos salvo el ganso.

El ganso odiaba profundamente al león. Por muy buen rey que fuese, el ganso siempre encontraba motivos para criticarle: que si había cultivado pocos rábanos aquel año, que si las nuevas obras en el puente eran innecesarias… Incluso intentó varios golpes de estado, ninguno con éxito. Un día, el ganso encontró algo en la espesa jungla, algo que le hizo ver cómo acabar al fin con el reinado del león.

El rey solía pasearse por los alrededores de su palacio en el corazón de la selva. Como nunca se había cometido un crimen, no tenía guardia personal, ni existía policía alguna. El león vio cómo, a lo lejos, se iba acercando el ganso. Se alegró mucho, porque pensó que este vendría a hacer las paces con él. Jamás sospechó que el ganso, con un hacha bastante rudimentaria, le golpearía el cráneo hasta hacerlo pequeñas muescas. Los sesos se habían desparramado por el pavimento del castillo, y la sangre brotaba a borbotones de la mutilada cabeza del pobre león. El ganso, antes de un blanco níveo, ahora tenía las plumas empapadas de la roja sangre del león.

El resto de animales, anonadados ante tal crimen, se arrodillaron ante el ganso, pasmados de miedo. Los animales, acostumbrados a una vida utópica, sin tristeza ni mal, acababan de conocer el miedo, el sufrimiento, la crueldad propia del ser humano. El ganso, tras su infame crimen, se autoproclamó dios y señor de todos los animales del planeta.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 19 de octubre de 2022

Una luz en el abismo

Allí se hallaba el Rey, entre grises y amargas paredes, en la profunda penumbra de aquella sala, bajo el incómodo yugo de la corona, de hierro viejo y pesado, sobre un trono de negra y dura piedra. En aquel silencio de tóxicos y oscuros tonos, el Rey reflexionaba.

Ante aquella asfixiante realidad, el Rey no podía evitar la nostalgia de pensar que un mundo lo aguardaba tras las puertas de su fortaleza, más allá de las grises murallas, dibujadas las verdes praderas tachonadas de flores, derrochando color y aroma, sobre las bravas olas del picado océano, los escarpados recovecos perdidos en las montañas, las huellas de otras vidas tan distintas a la suya…

Pero, no obstante, allí estaba. Un gran rey, alto hombre entre los hombres, señor de muchos, siervo de nadie. Allí estaba el más poderoso de los mortales vivos; atormentado, miserable, derrotado. Capaz de moldear el mundo a su antojo, cambiar miles de vidas con solo chasquear los dedos. Sin embargo, era su regia vida la que se pudría en la más profunda amargura. Se hallaba atrapado en aquella cárcel anegada de riqueza y poder, entre barrotes de oro y joyas, vestido con harapos de seda y cadenas de plata en sus muñecas.

El Rey, cabeza gacha por el peso de la corona, agazapado en lo alto del trono, cantaba sus desgracias en silencio, a un fiel vacío que nunca lo traicionaría, al mudo abismo de su imaginación.

Allí sentía el viento golpeando su rostro, ensordeciéndolo, mientras los cascos de su caballo golpeaban con una furia acorde a su velocidad, cruzando las praderas, cuyas flores lucían de vivos colores, bajo un cielo de amable y generoso azul.

Allí las bravas olas se lanzaban contra su navío, presa de una tempestad negra y cruel, que azotaba su embarcación golpeando con furiosos mandobles de viento. Seguía el horizonte a través de la vorágine, mientras reía y manejaba su navío como si a su propio cuerpo perteneciera.

Allí las montañas no tenían secretos para él, no había hueco ni escisión que no conociera. Los riachuelos eran su fuente de vida, la sombra de los árboles, su descanso.

En la penumbra de la sala, inmerso en la oscuridad, el Rey, con los ojos cerrados, exhalaba un efímero suspiro de alivio, una sensación breve pero intensa de paz. El Rey se hallaba ajeno a la negrura que lo aguardaba en silencio, lejos de abrir de nuevo los ojos y regresar de vuelta a su triste realidad.

Marcos Fernández Marinas
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 5 de octubre de 2022

Trenzas de laurel

Mira cómo se agitan
sus trenzas de laurel,
¡mira!
 
Mira estas palomas
pálidas, atravesadas
por la tarde que susurra,
¡mira entrecortarse
al aliento de la roca!
Mira estas manos
de llanto y pergamino,
¡mira retorcerse
a las pútridas flores!
 
Mira cómo se agitan,
perdiéndose en la miel,
¡mira!
 
Mira cómo escuece
el amargo azúcar
en la carne quebrada,
¡mira cómo mata
el Sol al alejarse!
Mira estos besos,
suaves, huecos,
¡mira cómo grita
la azul ausencia en ellos!
 
Mira cómo se agitan
sus trenzas de laurel,
¡mira!
 
Isidro Molina Martínez
Estudiante de Bachillerato