viernes, 18 de diciembre de 2020

Cigarrillos

No sabías si era un sueño o si realmente estaba sucediendo. Algo trastocó tu conciencia y obnubiló tu alma de tristeza.

Despertaste de la cama entre un largo quiero y no puedo. Cuando por fin ganaste esa batalla contra tus débiles párpados, te diste cuenta y tu mente se activó de golpe. Nada más abrir los ojos, dos objetos llamaron tu atención de inmediato: la gran maleta que yacía llena a rebosar a los pies de tu cama, y la botella de alcohol que reposaba en tu mesita de noche, junto a aquel cenicero lleno de cigarros consumidos.

Era muy temprano, serían las siete de la mañana, el sol estaba asomando junto a ti y su fuerza era tan leve que prácticamente no proporcionaba calor alguno. Tus dos hijos, de nueve y seis años respectivamente, estaban vestidos y aseados; y tu mujer, tan preciosa como la recordabas. Esta situación te extrañó, pero no le quisiste dar mucha importancia y al mirar de nuevo el reloj y ver que solo habían transcurrido dos minutos desde las siete, decidiste echarte de nuevo.

Volviste a despertar al rato, pero esta vez te resultó mucho más fácil poder abrir los ojos y repetiste el mismo procedimiento que la primera vez: miraste el reloj, eran las nueve y treinta y dos de la mañana, ahora el sol sí tenía la fuerza suficiente para crearte esa sensación de desazón que tanto odiabas en tu rostro. Te volvió a asaltar la duda de por qué esa botella de alcohol seguía ahí, junto a aquellos cigarrillos, cuando sabías perfectamente que tu preciosa y atenta mujer siempre las tiraba a la basura todos los días al levantarse. Pero sin duda, lo que te dejó perplejo fue no ver la maleta, ya no estaba. Comenzaste a creer que tus peores pesadillas podrían estar volviéndose una realidad.

Bajaste a desayunar con la idea de encontrar el monótono, pero idílico panorama de todos los fines de semana: ver a tus dos hijos y a tu mujer desayunando juntos. Sin embargo, lo que contemplaste al bajar las escaleras y observar ese amplio salón vacío, se convirtió en la perfecta alegoría de tu alma. Te diste cuenta, y aunque no quisiste asumirlo, la impotencia comenzaba a penetrar en tus huesos y la tristeza conquistó por completo tu mente. Tu cuerpo, marioneta de esa desesperación, se vio dispuesto a hacerlo. Pese a tu débil estado mental, lo tenías más claro que nunca. Cogiste una gran cuerda que guardabas en el sótano y la ataste con más tristeza que cuidado, siendo completamente consciente de lo que estabas a punto de hacer.

Te subiste a una de las sillas del salón, en concreto en la que se solía sentar siempre tu mujer, a la cual siempre amaste pese a las vastas reprimendas —o “correctivos”, como te gustaba denominarlos— que le propinabas. Tu cuello se sumergió en la soga —qué triste que este olor a sótano viejo fuera a ser el último que vaya a oler— pensaste.

Cuando abriste los ojos pensando en si finalmente tu destino había sido el cielo o el infierno, una agradable voz te devolvió de nuevo a la verdadera realidad —cariño, aquí te traigo tu café, con hielo, como a ti te gusta—. Miraste a tu alrededor, la botella y los cigarros seguían ahí, pero esta vez, era real. La alegría que sentiste en ese momento era indescriptible, incluso te pellizcaste para ver si aquello era real o simplemente seguías en esa pesadilla de la que por fin habías despertado.

Esa misma noche, mientras bebías de la botella de siempre, te pusiste a pensar en esa pesadilla y de cómo la conciencia te estaba avisando de que, si seguías por ese camino, ese mal sueño que tanta pesadumbre te traía, se volvería cierto, y que las múltiples amenazas de tu mujer, asegurándote que se iba a ir de casa y que no la volverías a ver, acabarían sucediendo. Entonces decidiste tomar una decisión drástica: otra vez, ibas a empezar a dejar de fumar.

Ignacio Prieto Muñoz
Estudiante de Bachillerato