miércoles, 18 de diciembre de 2019

Libros en Londres


En el centro de Londres, en una de sus callejuelas cercanas al río Támesis y a la catedral de San Pablo, vivía un señor muy viejo. Nadie conocía su edad, pero sabían que era muy viejo. Sus vecinos lo llevaban viendo toda la vida, desde que eran pequeños. Las madres, ahora abuelas la mayoría, les contaban a sus hijas que desde que tenían uso de razón lo habían visto. Y así continuamente, de generación en generación.

No salía casi de casa: solo se dejaba ver a las cinco de la tarde aproximadamente, en la cafetería Beas of Bloomsbury. Esta había sustituido a otra. La nueva era de magdalenas y bollos. La antigua había sido muy distinta: la cafetería se mezclaba con una biblioteca. Se pasaba horas y horas leyendo allí junto a William, el propietario. Desgraciadamente, cuando murió, sus hijos vendieron el local. Pasaron dos años hasta que el señor volvió a salir a la calle. Algunas personas pensaban incluso que se había muerto. Nadie vivía con él, por lo que era difícil enterarse si había muerto de verdad.

El viejo se llamaba Bert. Era muy mayor, ni él sabía cuántos años tenía. Le dolía todo, pero milagrosamente no tenía ninguna enfermedad. Residía en su casa de Londres. Hacía mucho tiempo que no se mudaba, muchísimo tiempo. En esa casa había pasado cientos de años, más de lo que solía quedarse en cualquier casa. Se solía mover para buscar bibliotecas, pero en este barrio había muchas. Además, la casa era perfecta: estaba encima de unas oficinas silenciosas, como necesitaba. A pesar de todo esto, el barrio no le terminaba de agradar, pues no le gustaba la catedral ni el Támesis. No le paraban de recordar su misión: encontrar un libro. Os preguntaréis ¿qué libro? Ni él lo sabía, para eso tenía a una especie de demonio que le avisaba cuando uno podía ser. Todos ellos los tenía guardados en su biblioteca propia: a veces los robaba, otras veces los compraba. Su biblioteca era grande, tanto que solo dejaba espacio para su dormitorio y una cocina eléctrica.

Debido a su misión tenía que estar leyendo mucho rato. Le gustaba, y lo hacía con entusiasmo. Reflexionaba cada palabra, porque podía ser la puerta para volver a su mundo. Ya se estaba terminando los libros de la última biblioteca cercana, así que se mudaría pronto. Después de tanto tiempo sin hacerlo, no recordaba casi cómo se hacía. No le preocupaba el precio: no lo pagaba él. En verdad, no sabía quién lo pagaba. Probablemente sería el demonio ese, que, de una forma u otra, daría el dinero al dueño. Tampoco le importaba.

Salió a andar una tarde de noviembre. Hacía aire y el cielo estaba cubierto por la típica niebla londinense. Se veía poco. Él iba andando por la orilla del río. Había caminado demasiado, estaba muy cansado. Ese día, la cafetería cerraba, por lo que no podía ir. Tampoco quería ir a la catedral, pues no creía en Dios (en realidad, sabía que no existía).

Se cruzó con una mujer. Él la observó detenidamente, apoyado en su bastón. Vestía una ropa muy extravagante: casi toda morada, salvo las botas que eran de color fucsia. Para completar su vestimenta llevaba puesto un sombrero y unas gafas de sol (sí, con niebla, menuda tontería). Pero lo que le llamó la atención fue lo que tenía debajo del brazo: un libro oscuro, con los bordes dorados, bastante grande.

-Sabes que es ese -dijo el demonio, que había aparecido apoyado en su hombro derecho.

-Siempre dices lo mismo, pero luego nunca lo es -realmente la criatura llevaba la razón, aquel libro le llamaba y mucho.

-Tú sabrás -se esfumó rápidamente, como si nunca hubiese estado allí.

Le sudaban las manos. Estaba muy nervioso, creía que por fin había descubierto el libro. Aquel que durante años llevaba buscando. Una fuerza mágica, repentina, le empujó corriendo hacia la señora. Dejó el garrote atrás, había rejuvenecido muchos años en ese momento. Según se iba acercando a la mujer, esta se asustaba más y más. Cuando se cruzaron, ella no sintió nada. Literalmente nada. Le había desaparecido el libro de debajo del brazo. Suspiró y siguió caminando. Después de unos pasos, desapareció como el demonio, bajo el manto de la niebla.

La larga carrera le dejó agotado. A pesar de esto, subió a su piso velocísimo. Abrió la puerta de su casa y se sentó en el sillón de la biblioteca. Respiró hondo un par de veces y abrió el libro. Cerró los ojos, notó cómo ascendía. Por fin de vuelta a su mundo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al abrir los ojos, se sorprendió. El poder de los libros siempre le fascinaría.

Alberto Nieto Zuya
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 13 de noviembre de 2019

Vacío


Miro a mi alrededor. Estoy rodeado de unos grandes muros de piedra, fríos y silenciosos. No hay absolutamente nada aquí dentro aparte de oscuridad y soledad. Tampoco percibo ningún olor, lo cual me desconcierta bastante. Me siento muy pequeño en este espacio, un diminuto ser encarcelado dentro de lo que parece ser una simple torre sin ninguna utilidad. Grito con todas mis fuerzas y, para mi sorpresa, no se oye nada. No es que no haya eco o que esté ronco, es que simplemente de mi garganta no sale ningún sonido. Me empiezo a poner nervioso y busco el foco de luz que me está permitiendo apreciar algunos de los detalles de esta gran prisión, pero tampoco lo encuentro. ¿Cómo es posible que haya luz, por muy tenue que sea, y no tenga un foco de emisión? Es como si no hubiese manera alguna de salir de aquí, pero de alguna forma habré entrado. Todo parece tan irreal que empiezo a pensar que estoy soñando, de modo que comienzo a golpearme contra el suelo para comprobar si siento dolor, y ocurre algo que termina por desconcertarme del todo. Percibo los golpes en mi cuerpo y si me concentro mucho en ellos, noto el dolor que me producen. Sin embargo, mi cabeza los aísla, es como si no pudiera sentir nada, y no porque el dolor no esté ahí, sino que ese dolor golpea fuera de la torre.

De repente se oye un gran estruendo bajo mis pies y los muros se derrumban y desaparecen a mi alrededor, dejando a la vista un único objeto frente a mí. Es un reloj gigante. Miro la hora. Son las 19:25, llegó tarde a entrenar. Me visto y salgo de casa corriendo. El aire frío me sorprende al salir a la calle despejándome la cabeza y, mientras corro hacia el campo, pienso en lo que acaba de suceder. Es la primera vez que me ocurre algo así y en cambio intuyo que no será la última: una gran espiral ha entrado en mi cabeza y no va a ser fácil echarla de ahí.

Gabriel Abanades Díaz
Estudiante de Bachillerato


miércoles, 23 de octubre de 2019

La conversación en la era de la comunicación


Tres niños hablan sentados en un banco. Comentan lo que está pasando delante de sus narices y cada uno aporta su punto de vista. Pero hay algo que no cuadra, algo que los niños hacen de manera involuntaria, con lo que pierden, sin quererlo, toda forma de conversación.

Su mirada no está puesta en las caras de las personas con las que se están relacionando, sino que está en otro lado. En un teléfono móvil. Cada uno tiene el suyo en la mano, y aunque no están continuamente mirándolo, saben de sobra lo que ocurre en sus pantallas en todo momento. Gesticulan con las manos para complementar los argumentos que salen de su boca, pero sin soltar el teléfono. Es un miembro más en su cuerpo. Y mientras charlan, uno de los teléfonos suena. De golpe se corta la conversación para prestar atención al aparato que ha emitido el sonido. Este controla sus cerebros con un sencillo sonido. Y lo más peligroso es que ni los niños ni nadie se da cuenta de todas estas cosas. Pero vuelvo en un minuto, tengo que contestar una llamada.

Pablo Táuler Ullívarri
Estudiante de Bachillerato


miércoles, 16 de octubre de 2019

Dos amigos muy verdes


En una tarde de un otoño recién empezado, más allá de unas colinas, se oye desde una plaza a dos hombres robustos conversar. Uno es un poco más alto que el otro. El mayor, para cubrir su cabeza, lleva una boina verde, viste un jersey de un verde resplandeciente, unos pantalones caquis y unos náuticos marrones. El pequeño le imita los pantalones y los zapatos pero, sin embargo, en vez de un jersey, lleva una camisa de flores verdes y amarillas. En mitad del silencio que se percibe, se escucha una conversación:

PEQUEÑO: Bueno, ¿y qué has hecho este verano?

MAYOR: ¿En serio me lo preguntas, estúpido? Llevamos todo el verano reuniéndonos a hablar en la plaza de este pueblo: es obvio que no me he movido de aquí.

PEQUEÑO: Ya lo sé, si era por hablar de algo.

MAYOR: Para decir eso, prefiero escuchar a los pájaros, en esta época les vamos a tener muy cerca.

PEQUEÑO: Tienes razón. Por cierto, a ver si encontramos algún trabajo, porque para esta Navidad me gustaría darles a mis hijos algo más que la ropa que me queda pequeña -se ríe.

MAYOR: Sinceramente yo me preocupo más por nosotros, los niños pueden vivir perfectamente en cualquier lado. Además, en la escuela a la que les hemos enviado no pasarán frío. Sin embargo, nosotros nos vamos a congelar. Espero no tener que vender mi ropa como el año pasado para poder comer.

PEQUEÑO: No me lo recuerdes. Pero bueno, pase lo que pase, no nos vamos a aburrir, podemos darnos conversación -le sonríe.

MAYOR: Todos los años dices lo mismo. Algún día uno de los dos se irá a un lugar mejor en el que vivir, o nos terminarán echando a ambos, como a mis primos que vivían enfrente.

PEQUEÑO: En eso razón no te falta, pero espero que vivamos unos pocos años más, al menos hasta que nuestros hijos echen raíces aquí y les podamos dejar solos.

MAYOR: Eso es otro problema. Puede que nosotros nos vayamos y nuestros hijos estén aquí tranquilamente unos pocos años, pero llegará un momento en el que la contaminación les llegue y no quiero ese futuro para ellos.

PEQUEÑO: Le das mucha importancia, has estado escuchando otra vez a esos tipos de camisa y corbata hablando del cambio climático, ¿verdad?

MAYOR: Eso es lo de menos, el caso es que aquí, como yo lo veo, no hay futuro para nadie. Espero que la gente se dé cuenta algún día e intente hacer algo para cambiarlo.

PEQUEÑO: Ten fe, las personas pueden cambiar a partir de sus errores.

MAYOR: Algunas ya han empezado a cambiar. ¡Mira! El jardinero ha venido a podarnos, que ya iba tocando.

José Miguel Leralta Martínez
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 9 de octubre de 2019

Relato corto de un monje


NT: El siguiente texto ha sido traducido del latín tardío por el profesor Giovanni da Lucca, catedrático de Historia de Roma en la Universidad de Bolonia.

Mi nombre es Arcadio. Soy eremita en imitación del teólogo Jeremías y San Paulo de Tarso. Me retiré a lo más profundo de los montes Apeninos en el invierno del año de Nuestro Señor 454, tras la muerte del general Flavio Aecio, durante el reinado de Valentiniano, el tercero de su nombre.

Las últimas noticias que recibí del Imperio fueron no mucho tiempo después, sobre el saqueo de Roma llevado a cabo por el vándalo Genserico y sus hombres. El horror que me causó este hecho fue terrible. Medité y oré durante cinco días sin descanso y alimento, solo parando a beber de una pequeña fuente cercana cada docena de horas. Mi exhausto cuerpo no podía aguantar más y ya bien entrada la noche del sexto día me tumbé a rezar, cerca del pequeño altar, al Cristo que coloqué dentro de una angosta cueva. Casi al instante, me sumí en un profundo sueño. En este, vi el rostro de Cristo, inefable y radiante, coronado por un gran arco de constelaciones que rotaban sobre su sien. En sus ojos vi la maravilla de la Creación, y encapsulados en sus pupilas fluían ríos y crecían grandes robles, alcornoques y palmeras de todas clases, acompañados por un coro de criaturas que componían una sinfonía en honor a Dios.

Extendió su mano hacia mi rostro y contemplé con infinita pena sus heridas en sus palmas, recordatorio del Sacrificio del Cordero de Dios. Creí pasar meros segundos en este exquisito trance y, de repente, desperté de forma violenta, incorporándome en un estado muy agitado. Fui a buscar mi icono, pero lo hallé tremendamente desmejorado, apenas distinguiéndose la figura del Cristo Entronizado en la madera barnizada. Lo metí en la bolsa que llevaba conmigo y anduve de vuelta a Roma para reunirme con el Obispo León, al que pedí audiencia antes de mi partida.

Al poco tiempo, me sorprendí al ver que el paisaje había cambiado -considerablemente- desde que me decidí ser ermitaño. Los amplios bosques que rodeaban los Apeninos, como un verde manto protector, habían desaparecido, sustituidos por sobrios campos hasta donde alcanza la vista, extrañamente desprovistos de hogares y labradores. Me dirigí por una calzada de tierra hacia el suroeste, donde estaba situado mi destino.

Tras unas cuantas horas de viaje, al anochecer, decidí descansar a los pies de un pino cerca del camino que recorría. Tuve otro sueño esa noche, aún más desconcertante que el anterior. En la más absoluta oscuridad surgió un manuscrito blanco como la nieve y se rompió el sello que lo cerraba, desintegrándose el escrito en el proceso. De las cenizas del manuscrito surgió un fuego y de él, una ciudad. De sus altas torres ondeaban estandartes engalanados con coronas doradas y la palabra MAMMON, y bajo estas torres, una tremenda inmundicia empapaba las calles y callejuelas. Cuando reparé en este hecho, un sonido grave rompió el silencio en el que se sumía la escena. Era el bramido de una trompeta y fue tan atronador que la ciudad cayó sobre sí misma como Jericó, y desperté de esta forma en estado similar al anterior. Más asustado y agitado que cuando partí a Roma, me puse en marcha poco antes del amanecer.

Escribo esto al atardecer y ahora me hayo frente a un extraño espectáculo. Frente a mí se cierne un edificio sobrio y grisáceo, con varios carteles que desprenden una enorme cantidad de luz cegadora, de docenas de tintes diferentes, con letras de un alfabeto que no reconozco pero que me es familiar. En el suelo, no hay ni piedra ni tierra, sino una extraña grava oscura que llega hasta el horizonte en el este y se pierde en las montañas al oeste. Temo por mi vida, ya que esta gente que ocupa el lugar, que afortunadamente no ha reparado aun en mi presencia, hablan en un idioma bárbaro y malsonante, como una macabra burla del latín. Trataré de rodearles en silencio para huir lo antes posible de este lugar y preguntaré al Obispo sobre esta nueva invasión.


NT: Este escrito se encontró en las manos de un hombre de mediana edad con barba oscura y cabeza rapada, ataviado en una ropa negra sencilla. Estaba en el suelo, muerto por el impacto de un coche que no reparó en su presencia en una parada de servicio en la Autostrada A1, a tres kilómetros de Roma. Los paramédicos determinaron que su muerte fue inmediata. Esto pasó en gran medida desapercibido por los medios y se le enterró en una tumba sin nombre en un pequeño cementerio en el pueblo de Tívoli. Un conocido mío, que se hizo eco de la historia por la policía local, consiguió una copia del manuscrito original que portaba el fallecido y dediqué un par de horas muertas a traducirlo para los carabinieri. Me cautivó la historia de Arcadio y viajé al punto de los Apeninos que describió, con una curiosidad morbosa, junto a las autoridades, pero lamentablemente no hallamos nada. Tengo en mi posesión el icono que describe y, hace una semana, uno de mis compañeros de trabajo confirmó que era original del siglo V. Quienquiera que fuera este pobre loco, ha conseguido introducirse en mi cabeza y no paro de pensar en sus palabras, planteándome y debatiéndome sobre la veracidad de su completamente fantástica historia. Sea cual sea la verdad, que descanse en paz Arcadio, el verdadero último romano.

Alberto González Jiménez
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 2 de octubre de 2019

Crecer


Todos hemos sido niños,
¿lo hemos sido alguna vez?
Rápido pasaba el tiempo,
nos lo pasábamos bien.
¿Por qué el tiempo no nos quiere
a la infancia devolver?
¿Si yo quiero ser pequeño,
por qué no lo puedo ser?
En el baúl del olvido,
sé que vamos a caer.
¡Qué otro remedio nos queda,
si no es callar y perder!

Alberto Nieto Zuya
Estudiante de Bachillerato




miércoles, 25 de septiembre de 2019

El viaje


Seguramente sería la última vez que viese la cara de Roy. Este último año habíamos compartido tanto tiempo juntos, que habría valido como cinco en una vida normal. Éramos más que hermanos.

Dentro de la camioneta reinaba el silencio, solo se escuchaban de fondo los neumáticos arrastrando la tierra y las hojas secas, y de vez en cuando los botes que daba el coche cada vez que había un bache, que hacía vibrar los asientos produciendo así un sonido metálico. Era de noche. Se oían grillos al borde de la carretera y en esos momentos todos envidiábamos la vida simple y feliz de esos inocentes grillos. Yo estaba rodeado de hombres, hombres con la mirada perdida, callados y con la cara sucia y llena de heridas. No olía especialmente mal, pero para nada se asemejaba al olor del hogar. Ahora mismo todos estábamos muy lejos de él.

Todos llevábamos las manos ocupadas, cada uno llevaba su juguete y la mochila estaba a reventar de más. Era ya parte de nosotros, era una extremidad más, y si lo perdías, tu vida se perdía con él.

-Es un infierno -dijo Roy para sí. Estaba tan concentrado en lo que tenía en su cabeza, que ni se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta. Nos habían dado abundantes charlas explicándonos la importancia del valor y de la fuerza, pero por muchos argumentos que nos contaran, nadie nos quitaba la idea de la cabeza, íbamos directos al infierno.

Pablo Táuler Ullívarri
Estudiante de Bachillerato



sábado, 14 de septiembre de 2019

La pasta de café


Un pitido insoportable estalló de repente rompiendo el agradable y pacífico silencio de la mañana. Era el despertador y las siete menos cuarto de un jueves. Javier sabía que tenía que levantarse pero estaba muy cansado. Siempre se acostaba muy tarde y siempre se decía a sí mismo que ese día se iría a dormir más pronto, pero nunca lo hacía. Se levantó perezosamente de la cama y poniéndose sus zapatillas de estar por casa, cogió la ropa y se dirigió a la ducha.

Una vez en ella, la abrió y justo después de que el agua cayera sobre él, dio un salto hacia atrás. El agua estaba congelada. Pasado un tiempo lo volvió a intentar y ya se había calentado el agua. Después de la ducha se vistió, cogió los zapatos y fue al salón. Miró por la ventana y todavía era de noche. Cuando se calzó, entró en la cocina para desayunar. Se hizo un café y se lo tomó acompañado de unas pastas. Al acabar tenía más hambre y no sabía si tomarse otra pasta o no. Finalmente lo hizo. Después cogió su mochila del colegio y salió de su casa. El ascensor tardaba más de lo normal y tuvo que bajar por las escaleras. Ya eran las siete y media pasadas y no sabía si le iba a dar tiempo a coger el autobús. Mientras bajaba vio a su vecina sujetando la puerta del ascensor y peleándose con sus hijos para que entraran. Por eso tardaba tanto, pensó.

Al salir del portal se dirigió a la parada de autobuses. Todavía no había llegado el bus. Mientras estaba andando vio cómo se acercaba y tuvo que salir corriendo. A solo unos metros de la parada, las puertas del autobús se cerraron. Javier pegó unos golpes en la puerta, pero el conductor ni le miró y se fue alejando. Ahora sabía que llegaría tarde, todo por culpa de su hambre y de la pasta de café de más.

Pablo Parreño Parajón
Estudiante de Bachillerato



martes, 23 de julio de 2019

Verano


Ha acabado el curso y te enfrentas a lo mismo de todos los años. Estás aterrado y para prepararte buscas inspiración en las grandes batallas de la Antigüedad.

Imaginas ser uno de los trescientos espartanos que detuvieron el avance de los persas en las Termópilas. Pero recuerdas que tu profesor de Griego siempre ha intentado quitarle epicidad a esa batalla: “los espartanos fueron mucho más que trescientos hombres y los persas ni la mitad de los que salen en la película”. 

Por ello, tu mente se va a otro lugar. Con tu gladius imaginas estar en la llanura de Zama. Vas a presenciar un choque entre dos de los grandes generales de la Antigüedad. Te ves allí, peleando, decidiendo el destino de Roma.

Pero algo falla. Envuelto en sudores fríos te das cuenta de que no hay comparación. Por mucho que te prepares, no saldrás vivo de esta: tendrás que recoger tu habitación mañana.

Raúl Aragoneses Centeno
Estudiante de Bachillerato





sábado, 1 de junio de 2019

Rutina


Yo siempre hago lo mismo,
tú siempre haces lo mismo.
Todos hacemos lo mismo.
¿Y se puede salir de ahí?

El aburrimiento existe,
se ve en todos los lados,
pero aburrirse no es triste,
sí lo es no tirar los dados.

La rutina es como un cinturón,
te aporta mucha ayuda,
no deja lugar a la duda
y le quita la emoción.

Lo seguro es lo ordinario,
lo fácil es el horario.
Sin embargo lo divertido 
no está nada medido.

Pablo Táuler Ullívarri
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 24 de abril de 2019

Otro jueves más

Otro jueves más Perkeo en la biblioteca. De nuevo te encuentras ante todo ese grupo de gente. Piensas en lo raros que son algunos. Últimamente te preguntas para qué vas, si al fin al cabo has asistido durante siete meses y no has publicado nada. Y encima hoy han llevado unas piedras de sílex o algo así. Te cuentan que son del Paleolítico, como si eso fuera algo atractivo. Para colmo te piden escribir sobre ellas. Puf, vaya tostón. Cuando vas a empezar te das cuenta de que te quedan dos horas de clase. Lengua e Inglés. Y recuerdas que no tienes en casa merienda, se te han acabado los chocoflakes.

Para inspirarte das un trago a ese extraño té que han traído hoy. Té negro con chocolate. Esperas que no sepa igual que huele. Si donde esté Tetley...

Luego coges una campurriana y, a pesar de que la notas un poco dura, estás pensando en cómo salir del paso y te la metes en la boca. No sabes por qué pero se te ha clavado en medio del paladar. El dolor te hace pensar que igual lo que te has comido era una de esas piedras.

Si es que quién te manda a ti meterte en un taller de escritura...

Raúl Aragoneses Centeno
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 3 de abril de 2019

Culpa


Es de noche, paseo por la calle, un simple paseo nocturno para quitarme de la cabeza aquello que me impide dormir. Comienza a llover, cojo un camino que lleva debajo de un puente para resguardarme. Pasada una media hora parece que amaina, así que decido salir y proseguir mi paseo…

De repente siento una presencia, algo o alguien me observa desde la distancia, la suficiente para que no lo vea, la suficiente para que no me preocupe, pero es demasiado tarde. Acelero el paso, noto su aliento en la nuca, frío como el hielo. Me giro bruscamente creyendo que lo tengo a escasos centímetros de mí, pero no hay nadie.

‒Tranquilízate ‒me digo en voz alta mientras reanudo mi camino, ya de vuelta a casa.

Paso de nuevo por debajo del puente y vuelvo a notar la presencia de aquello que me perturbaba. ¿Qué cómo se que era él de nuevo (porque definitivamente tenía que ser una persona)? Muy sencillo: si fuese un animal peligroso ya me habría atacado. Vuelvo a acelerar el paso y me resbalo con un periódico que había en suelo. Hace un momento eso no estaba allí… Al parecerme tan raro decido leer el titular de la portada: “Hombre es asesinado bajo un puente, se sigue buscando al culpable”. Todo eso me parecía muy extraño: la presencia que me perturba, el acoso que siento… ¿Sería ese el puente por el que ahora paso?

Me entra miedo y algo aparece por mi derecha, tengo el tiempo suficiente para observarlo: es un hombre no muy alto, con la ropa hecha jirones, ensangrentada, con la cara desfigurada. Solo me mira, de arriba abajo, examinándome como si se tratara de un depredador antes de abalanzarse sobre su presa. El desconocido rompe el silencio con un “por qué”. Me extraño, me pregunto por qué me hace esa pregunta y caigo en la cuenta de lo que ocurre…

Él está muerto y yo fui su asesino, pero esto es demasiado extraño. Siento miedo y salgo corriendo.

‒Está muerto, está muerto, está muerto –me repito una y otra vez sin frenar.

Cuando recorro unos quinientos metros decido pararme a descansar y, cuando alzo la cabeza, me lo encuentro mirándome fijamente, a mi lado. Grito. Salgo corriendo a mi casa, subo rápidamente por las escaleras, abro la puerta, la cierro con llave y me encierro en mi habitación. Miro por la ventana y no lo veo por ninguna parte. Salgo y me dirijo a la cocina y cuando entro me encuentro de bruces con él. No puede ser. Miro hacia su mano, tiene un cuchillo, no soy lo bastante rápido para pararlo, me resisto pero soy incapaz de evitar las puñaladas, me lo clava una vez tras otra hasta que se apaga la luz de mis ojos…

Todo esto acabó en las portadas de los periódicos del día siguiente en los cuales aparecía cómo un hombre se había quitado la vida con un cuchillo hiriéndose repetidas veces. Muchas fueron las hipótesis, pero nadie supo jamás que es lo que había ocurrido.

Diego Morín Calle
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 27 de marzo de 2019

Tres


Dicen que emociones como el orgullo o el odio perturban al hombre, volviéndolo algo que no merece la pena ser llamado como tal. En esta ocasión voy a hablar de una de esas veces en las que yo no lo fui, con la esperanza de que tú nunca imites mis pasos.

Era verano de 2007 y en aquellos momentos yo era plenamente feliz. La había vuelto a encontrar y esta vez, las cosas eran distintas.

Estábamos juntos. Nada de encuentros fortuitos, nada de exprimir cada momento por si acaso era el último, nada de urgencias, sólo los dos.

Yo estaba enamorado hasta la médula, por fin tenía a alguien a quien amar. Estaba convencido de que era mía y que lo sería para siempre. Ese fue mi primer error.

Dejé de relacionarme con todos, abandoné a todo aquel que no fuera ella y, lo que es peor, exigí que ella hiciera lo mismo.

Exigí cada vez más y más compromiso, sin querer ver el daño que eso le ocasionaba, la presioné hasta el extremo, le negué la libertad que la hacía única. En definitiva, la intenté transformar en algo que no era y casi la mato en el proceso.

Hasta que un día me digné a mirarla a ella y no a lo que yo quería que fuera. La figura que se encontraba ante mí no se parecía en nada a aquella que me visitó de niño. Era la figura de una moribunda, silenciosa, fría y angustiada.

¿Pero que había hecho, por el amor de Dios? Aún se me revuelve el estómago cada vez que pienso en aquella escena. Recuerdo que la abracé y sólo pude sentir dolor y el aroma dulzón de quien se está ahogando. En ese momento supe lo rastrero que era, el engendro en el que me había convertido, en lo tóxico que resultaba para ella.

Sabía que debía alejarme de ella para que fuera feliz y que sólo alguien mejor que yo merecería la suerte de estar a su lado. Me disponía a alejarme de ella para siempre, auto convenciéndome de que nunca volvería a verla, por su propio bien.

También me equivoqué en esa ocasión, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
Estudiante de Literatura General



sábado, 9 de marzo de 2019

Un viernes lúgubre en la cafetería de la facultad


Son las dos y cuarto de la tarde de un viernes lúgubre y frío de diciembre. La profesora de Latín, también cansada y con la cabeza puesta en el fin de semana, da la sesión por terminada y abre la puerta de clase. Esta se abarrota. Algunos huyen ensimismados y con ansia al contemplar por la ventana el horizonte que se les plantea: la libertad, por fin dos días lejos de la universidad. Pero mis amigos y yo somos diferentes. La verdad es que nosotros preferimos celebrarlo. En la cafetería, bajo el murmullo general y el chocar de los platos y el griterío de los cocineros, las pintas de cerveza se elevan todas hacia arriba en perfecta armonía. ¿Y qué celebramos? Celebramos, cada uno en su interior, los lazos que nos unen. Discutimos acerca de la gramática universal de Chomsky, de la síntesis escolástica de Tomás de Aquino, del bálsamo del espíritu de Séneca en sus Cartas a Lucilio, de la sublime belleza del rapto de Proserpina de Bernini, del sentido casi espiritual que alcanza el Requiem de Mozart interpretado por los serafines y querubines al final del otoño de la vida, de la existencia de algún dios cuya mirada nos demuestre el amor que tiene por cada uno de nosotros. Y lo mejor es que ante esos mismos lazos, ante esos mismos vínculos, ante esas mismas preguntas, siempre planteamos diferentes respuestas. Intentamos unir el camino bifurcado que conduce a la verdad. Eso es amistad.

Ricardo Muñoz Ruiz-Dana
Estudiante de Historia y Filología Clásica



miércoles, 23 de enero de 2019

Cosas del tiempo...


Hoy es el pasado de nuestro mañana,
y ayer fue futuro del anterior,
el presente rápido siempre escapa,
quién pudiera encerrar su resplandor.

Si quisiera acogerme en sus entrañas,
gozaría ante su paz de traidor,
pero mientras vuelo en sueños ya marcha,
y sigo siendo el mismo soñador.

Ven a mí, por favor, está lloviendo,
dame eso que calma el frío dolor.
Ven a mí, se sigue escapando el tiempo,
será tarde aunque oiga el despertador.

Tengo algunas arrugas imborrables,
y sí, soy joven, pero mayor,
porque el tiempo va dejando sus huellas,
tiempo que roba y da toda ilusión.

Alberto Díaz-Moreno Sánchez
Estudiante de Bachillerato