miércoles, 23 de diciembre de 2015

Gunnar Gunnarsson, "Adviento en la montaña"

Traducción Teodoro Manrique Antón, Ediciones Encuentro, Madrid, 2015.

Adviento en la montaña es la primera obra del islandés Gunnar Gunnarsson que se traduce al español. Fue publicada originalmente en Alemania en 1936, país en el que, junto con Estados Unidos, goza de gran popularidad; al año siguiente apareció en danés, y en la lengua natal del autor en 1939.

La historia es bien sencilla. Un pastor, Benedikt, acomete su tradicional aventura, que comienza el primer domingo de Adviento, para salvar de la nieve a las ovejas extraviadas y que están destinadas a una muerte segura en el invierno que comienza. Acompañado tan solo de su fiel perro y un carnero manso, se adentra en las heladas montañas del noroeste de Islandia.

El lector desprevenido esperaría encontrar un relato típico de esfuerzo y lucha contra una naturaleza extrema, con un protagonista que resuelve las dificultades gracias a su fortaleza y experiencia… No es un relato de aventuras, sino un viaje interior, en íntima armonía con la creación.

Desde las primeras líneas, Gunnarsson se hace con el lector. Sencillamente, le hace presenciar lo que está sucediendo. Sobra describir a los personajes: realmente se ven en sus actos, en sus palabras, siempre breves. En cambio, no tiene reparos en presentar ampliamente la naturaleza helada y las cambiantes tonalidades de la luz fría del invierno, los pasos altos y los collados batidos por la ventisca y las tormentas que sepultan la luz del escaso sol del invierno islandés.

La naturaleza es un personaje más, un ser vivo con el que Benedikt se relaciona verdaderamente. Es uno de los grandes aciertos del relato: la defensa de la naturaleza desde el amor por la tierra, sin discursos, desde la felicidad del que ha encontrado su sitio. “Sintió una paz plena, una certidumbre que se extendía hasta lo más íntimo de su alma, que todo lo abarcaba, una paz infalible. Al fin había llegado a su rincón predilecto”.

En todo el relato late una intención poderosa: el sentido de la encarnación. En esta nuestra época tan racionalista, donde lo objetivo exterior, no es fuente de conocimiento, Gunnarsson nos regala un relato donde lo real -vecinos, el perro fiel, las montañas, un buen abrigo, la luz del amanecer…- da felicidad. Transparentan esa sencilla dicha los personajes que viven en armonía con la naturaleza, no así los interesados y egoístas. Aquellos traslucen una vida en paz: el sosiego de la verdad.

Quizá se puede destacar, por último, el sentido trascendente, en absoluto moralista o esquemático. También aquí esa verdad en la relación con un Dios cercano y personal, aporta grandeza al relato. Aparece aquí el sentido de la vida como misión, sin razonamientos teológicos, sino fruto de la experiencia, por lo que se revela como misterio. Benedikt no afirma, se pregunta: “¿No está ahí el enigma, en el hecho de que la fuerza creadora viene de dentro, de la negación de uno mismo, y en el de que toda vida que no es sacrificio no es más que una forma de injusticia que nos aboca la destrucción?”.

Francisco Andrés del Pozo
Licenciado en Filología Hispánica


jueves, 10 de diciembre de 2015

Quizás sea cierto

Dicen, y es verdad, que solo el amor y la rabia hacen del hombre algo que merece la pena ser llamado como tal. Me dispongo a relatar los momentos en los que fui, aunque solo durante un periodo efímero, algo parcialmente cierto.

Ocurrió una tarde de 1994 y el mundo, como tenía ya por costumbre, se esforzaba por no sucumbir ante el próximo invierno.

Yo cedía mi alma y mi tiempo a una novela de Zafón, de esas que te llenan la memoria de ideas, el corazón de sueños y el estómago de rabia contenida. Dejaba correr las horas, contento de perder mi tiempo y mi vista ante la susodicha novela cuando escuché que mi madre me llamaba con ese tono de urgencia y compostura reservado a las visitas. Me levanté de mi rincón de lectura, mi mecedora, y casi llorando por dentro aparté la vista de la novela y me recompuse la ropa, intentando sin éxito alejar mi apariencia de un personaje de Lovecraft. Abrí mi habitación con la sensación que tendría un profanador de tumbas al entrar en un sarcófago cerrado siglos atrás. Esperaba que, como siempre que había visitas en casa, mi madre hiciera el papel de anfitriona, relegando toda mi participación a un saludo cortés y a una sonrisa forzada a medias antes de volver a mi novela, esgrimiendo, por supuesto, una excusa medianamente creíble. Y, sin embargo, nunca me sentí tan feliz de cometer un error, pues al fin y al cabo, fue esa visita la que me hizo ser por un momento algo digno de mención.

Ante mí se encontraba la criatura más bella con la que jamás podría haber soñado y eso, viniendo de alguien cuyo mundo se encuentra a medio camino entre Sykem, Narnia y la Comarca, es mucho decir. Aún ahora, años después, no sabría decir si aquel ser era real o la más perfecta de mis fantasías. Tendría más o menos mi edad, aunque no me hubiera sorprendido de que fuese eterna, pues la belleza dura mil vidas habitando siempre en los corazones ajenos. Sus ojos, de un color marrón apagado, eran tristes y a la vez tan atrayentes como el último acto de Romeo y Julieta. Tanto es así que no pude fijarme en nada más en todo el tiempo que pasé con ella, aunque para mí todo el tiempo del mundo habría pasado como un suspiro. Nunca me dijo su nombre y yo no tuve el coraje de mirar a otra parte que no fueran sus ojos, pero lo que sí recuerdo es que, en ese instante, me enamoré de ella y que me juré que volvería a encontrarla. Y así fue, pero esa es otra historia.

Alfonso Pizarro
2º Bachillerato



jueves, 3 de diciembre de 2015

Corazón de luz y ruido

Antes de nada, quiero que sepas que te quiero. Tú me acogiste, te mostraste tal y como eres y por eso me acabé enamorando.

Pero necesito que sepas algo. Echaba de menos compartir el silencio mientras paseábamos, el dejar que la naturaleza hiciese su aportación. También me moría por decirte que toda la luz que emite tu innegable belleza, me obligaba a despedirme de las estrellas, siempre presentes pero apagadas.

Esto no es un “para siempre”, simplemente es la promesa de dos buenos amigos de volver a verse, olvidando aquello que los separó. Porque recuerda que antes del amor, nos unió la amistad, capaz de unir dos almas solitarias.

Contigo he vivido momentos de gran pasión, de insufrible tristeza, y eso mi corazón jamás lo podrá olvidar. Esas cicatrices ya forman parte de mí. Bien sabes cómo soy, cómo pienso. Jamás ninguna otra podría haber hecho que te traicionara. Después de ti, sólo la soledad quedará para ahogar mi sufrimiento.

Tu luz y voz no pueden ser más hermosas, pero a la vez bloqueaban a mi encerrada imaginación, que gritaba desesperada por volar con el viento entre las palomas. Te quiero y siempre te querré, pero el tiempo me ha mostrado la ceguera que acompañaba a tu pasión, y no puedo vivir con ella; aunque sea de tu mano.

Adiós a la que será siempre la ciudad que enamoró a un artista.

Víctor Ortego
Estudiante de Periodismo y Comunicación Audiovisual


martes, 1 de diciembre de 2015

Con el pelo en llamas

Con el pelo en llamas conocí a esa niña. No empezamos con buen pie pero pronto la tranquilidad nos conquistó. Pasamos del humo de frambuesa que no dejaba ver nuestras verdades, al muro donde clavamos nuestras inquietudes e ideologías. Un muro resguardado por una pantalla.

Con el pelo en llamas la vi. Y al verla por dentro supe sentir la bonita poesía que embaucaba sus días y noches. Al mirarla bien, con detenimiento, pude reconocer que sus pecas, juntas, formaban un milagro llamado sonrisa sobre un fondo blanco.

Con el pelo en llamas la comprendí entre jocosas risas y sinceras realidades. Supo enseñarme la relajación y naturaleza con la que hay que tomarse la ruptura de un corazón ilusionado. Con amistad me aconsejó. Y con amabilidad me regaló un objeto vulgar pero mágico para un guitarrista, una púa.

Con el pelo en llamas cantamos. Su dulce timbre acarició mi rota voz. ¡Qué arte!

Con el pelo en llamas, ahora, la admiro. La observo y noto que una parte de mi quisiera adoptarla en mi vida. Creo que sólo con mirarme sabe qué me ocurre. Perdidos en un mar de bromas y hundidos en un charco de momentos inolvidables, nos une una amistad forjada en no mucho tiempo.

Con el pelo en llamas la conocí. Con el pelo en llamas la conozco. Por favor, nunca me separen de ella.

Aarón Toral
1º Bachillerato


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Historias en mi piel

Caerán sobre mi piel gotas de tinta, elaboradas con recuerdos de mi pasado. Recuerdos que se quieren y se plasmarán en mi cuerpo, dejando una marca en su camino. La mayoría, por no decir todas, tratarán de amargos recuerdos: pérdidas, caídas, lecciones… Marcas en mi vida que me golpearon con fuerza y cambiaron mi maquinaria. Los engranajes de mi mente, que se volvieron tercos y pesados, me hacen bajar la cabeza más de una vez al día. Miro al suelo, donde me veo reflejado con la imagen borrosa en un charco de lágrimas grises y negras. Cada gota de tinta que aparezca en mi cuerpo traerá consigo una historia, un porqué de querer aferrarse a mí.

La primera de ellas se instalará en mi antebrazo izquierdo. Pergamino antiguo. Sobre éste habrá una frase sellada a fuego: “Siempre escuchas el sonido de mi voz”. Me recordará que siempre estás ahí, machacándome, mi querida conciencia. Tú, que me avisas de lo malo y hago oídos sordos. Que me avisas de lo bueno y no te hago ni caso. Te desesperas conmigo, me susurras, me gritas, te mueves y me agitas los pensamientos, que a veces están de fiesta y, otras, despistados con cualquier sueño. En algunos casos terminas odiándome y me dejas de lado, pero en seguida vuelves, para aconsejarme una vez más en esto de la vida.

Otra gota de tinta caerá en mi hombro izquierdo. Una rosa negra, marginada de los rosales convencionales que envidian su belleza. Buscaba el calor de alguien para poder sobrevivir. Me vio caminando un día y desde entonces me ha estado buscando por rincones y callejuelas, donde solía observarme llorando frente a un espejo roto, tirado en el suelo. Es diferente a las de su familia, a las de su propia casa. Igual que yo. Me hará ver que la diferencia no es mala, sino curiosa. Puede tener un mal aspecto, ser del color al que no estamos acostumbrados a ver. Pero es hermosa. La rosa más bonita que habré visto en mi vida.

La tercera gota se asentará en mi pecho, justo encima de mi corazón. Será rabia, furia, un símbolo de una bestia. Mi bestia interior. Esa bestia que tenemos todos, gobernadora de nuestras pasiones, ambiciones, miedos, rabias… Cuando se la molesta puede hacer mucho daño a la gente que la rodea. Sin embargo, si se la trata bien y se la respeta, puede verse en sus ojos algún ápice de amor o algún rastro de amor perdido.

En mi gemelo derecho aparecerá otra gota. Un lobo. Lobo que aúlla a la Luna tras una partida de caza persiguiendo musas para mis cuadernos. Lobo solitario que necesita grandes tierras donde poder estar tranquilo, al igual que el cuarto de un poeta, un narrador o un compositor. A veces el mejor remedio que tenemos para curarnos de nuestras heridas es la soledad, donde podemos pensar con paciencia aquellas situaciones que inquietan nuestro interior. Aquellas que realmente nos agitan el alma y nos sacan a nosotros mismos tal y como somos al exterior.

La quinta gota llegará la última, al igual que su significado: la muerte. Una calavera que yacerá en mi hombro derecho. Pero no una calavera blanquecina, fría y estremecedora. Será una calavera adornada, colorida, con una pequeña sonrisa de alegría en sus mandíbulas. La muerte puede no parecer bonita. No pretendo pintarla así. Pero, ¿por qué temer a la muerte? Después de todo es ella quien nos libra de las penas de este mundo. Nos libra del dolor, nos aleja de las barbaridades del hombre. Aunque también nos aleja de nuestros seres queridos. Pero de una forma u otra seguimos anclados a esas almas, escuchando sus consejos en el silencio de una noche, o despidiéndose en sueños de aquellos que no tuvieron la oportunidad de hacerlo mientras morían. De todas formas lo peor que le puede suceder es que se conviertan en ángeles, que nos ven y velan por nosotros. Siempre nos preguntamos el porqué de las cosas y no vemos que son ellos los que desatan esos lazos que tanto adoramos y que, por delante, nos están preparando una sorpresa todavía mayor que la que nos dieron anteriormente.

Nacho Sanz
1º Bachillerato


domingo, 25 de octubre de 2015

Danza en la arena

Tan solo oigo mi respiración, se acelera. Solo él está en mi cabeza. Quiero verle. Mi mente me lo pide. Mi cuerpo me lo pide. Quiero bailar.

Los tambores y las trompetas anuncian su llegada. Le noto, él me nota. Le recibo de rodillas como rey que es, el rey de la dehesa. Me santiguo y me consagro a la Virgen de los ruedos.

Bailamos juntos, pegados, despacio... como si no hubiera ni ayer ni mañana. El tiempo se ha parado y estamos los dos solos en la arena. Un silencio chirriante inunda la plaza.

Seguimos danzando, esta vez al compás del pasodoble.

Pasión. Arte. Torería.

El pueblo de Madrid embravece, el tendido se tiñe de blanco. Y la gran puerta que lleva a la gloria se abre.

Borja Elejalde
2º Bachillerato


viernes, 16 de octubre de 2015

Amor y odio de palabras

Existen dos tipos de amores en este mundo: el amor entre las personas y el amor entre las palabras. El amor entre las personas lo conocemos todos perfectamente, y el que no lo conoce es que no es una persona.

El amor entre las palabras surge de las bocas de los enamorados. Es un amor en el que, entre ellas, entrelazan sus curvas y sus trazos. A veces forman palabras nuevas o se separan de unas y se juntan a otras…

Pasean por las páginas agarradas de los espacios. Cuando les entra la pájara se meriendan letras que la tinta del bolígrafo no soltó por despiste; y cuando tienen hambre, se comen tildes que están encima de letras que no son la suya. Otro despiste del bolígrafo…

Si las juntas y se llevan bien pueden llegar a formar poemas, cuentos, historias, fábulas… Si se escucha con atención, se pueden oír llorar a las tragedias y ver caer la tinta en gotas por las lágrimas de las palabras tristes. También se puede apreciar las risas de las comedias, donde las palabras se pueden llegar a descolocar por la fuerza de las carcajadas…

Se pueden ver palabras muertas, asesinadas por las bandas más buscadas por el borrador: “He conocido a otro” y “No quiero vivir” son las más peligrosas del libro policíaco.

Otras veces ellas mismas son las que narran su propia vida, sus experiencias, lo que han visto, oído o sentido a través de una autobiografía.

Las palabras pueden parecer poca cosa, pero saben que son las más duras del barrio, las que pueden causar más dolor. Las que pueden destruir una civilización entera; matar a una persona en un segundo; marginar a cualquiera; dejar seca una zona verde y colorida por las flores.

A veces las malas palabras aparecen al ser escritas por bolígrafos sin corazón, o por manos que no saben escribir con cuidado y usando la cabeza.

A diferencia de las buenas palabras, que al caer sobre las hojas llegan con alegría, amor y paz. Éstas son las más queridas por los escritores de buena mano.

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Pero en mil palabras se expresa con pelos y señales lo que en una imagen solo son píxeles o pintura.

Nacho Sanz
1º Bachillerato


lunes, 12 de octubre de 2015

Frías esperanzas

La tempestad había amainado y su silueta se recortaba contra el sol de la mañana. La nieve crujía bajo sus pies mientras retornaba a duras penas al refugio. La altitud y la falta de oxígeno hacían parecer eterno el camino.

Miguel, que así se llamaba el montañero, había perdido toda esperanza de alcanzar la cumbre. A su alrededor todo se repetía en sucesión infinita, las peligrosas simas, la roca desnuda en la cara sur y los restos de la avalancha en la norte. Aquella misma avalancha que ahora le había dejado solo, separado de su mujer y de los guías.

Pensar en su mujer fue el único motivo que llevó a Miguel a seguir adelante. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y se congelaban en su barba encanecida por la nieve.

Conoció a Elena años atrás. Miguel aún recordaba la fonda del Himalaya donde se vieron por primera vez. El fuego, las risas y voces, las apuestas de los montañeros le causaron aún más nostalgia. Habían pasado años ya, pero ella no había cambiado. Probablemente ya no la volvería a ver. Sus ojos castaños y su pelo negro estaban grabados en su retina de forma indeleble.

Miguel cayó al suelo. El dedo congelado le hacía tropezar continuamente. Ya no podía levantarse. Entonces, oyó su voz, alzó la mirada, se puso en pie y continuó.

Marcos Rouces
1º Bachillerato




miércoles, 7 de octubre de 2015

La liberación de un oprimido

Nunca podré olvidar que le vi. Su cara, normalmente anodina, se había transformado en una máscara de hierro fundido. Si lo que dicen es cierto y lo que vi fue un reflejo de su alma, significaría que había perdido el miedo a la vida, a la muerte, y a todo. Sus ojos reflejaban la mirada de un héroe, muy alejada del epiquismo barato que nos intentan hacer pasar por verdadero valor, era la mirada de alguien dispuesto a matar y morir por cualquier causa que juzgara como justa, capaz de remover la tierra hasta sus cimientos con tal de conseguir su objetivo. Y recuerdo con total nitidez que, por primera vez desde que le conozco, le vi sonreír.

Alfonso Pizarro
2º Bachillerato



jueves, 24 de septiembre de 2015

La deshumanización del trabajo

El declive de la sociedad occidental se está desarrollando en paralelo a una fuerte crisis de valores. A menudo, vemos y oímos noticias relatándonos al detalle los problemas que asolan a Europa, y de forma especial, a España. Escuchamos en la radio cómo aumenta el número de parados, leemos en el periódico artículos desalentadores sobre la educación, y contemplamos tristemente en la TV cómo el país se desmiembra. En definitiva, nuestro mundo tal y como lo conocemos hoy está derrumbándose poco a poco. Además, existe una enfermedad que está corroyendo a la sociedad actual de forma especial, y que no cuenta con espacio alguno en los medios de comunicación. Esta enfermedad se conoce como la deshumanización del trabajo.

Permitidme que me explique mejor. Seguro que en vuestra oficina y en vuestro despacho, en vuestro taller y en vuestras aulas, pululan cientos de personas afectadas por la deshumanización del trabajo. Gentes que solo trabajan porque desean pagar las letras del coche, compañeros que laboran más de 8 horas diarias (en algo que no les gusta) para permitirse unas buenas vacaciones, o que hacen turnos de guardia con el objetivo de costearse una nueva piscina. Los occidentales ya no trabajamos para mejorar la sociedad en la que vivimos, ni para dignificarnos como personas, y esto es una de las bases sobre las que se sustenta la decadencia. El materialismo se ha adueñado de nuestras vidas y ha logrado que el empleo no sea ya una fuente de ilusión, sino una fuente de ingresos.  

La misma situación se ha trasladado de manera preocupante a los colegios. Los alumnos no estudian matemáticas porque amen a Pitágoras, sino porque las matemáticas les proporcionan sueldos más altos. Las universidades están plagadas de futuros médicos, abogados o ingenieros sin vocación. Estudiantes que jamás se deleitarán trabajando, por mucho dinero que ganen y por muchos lujos de los que disfruten.

Muchos se preguntarán cómo se puede solucionar la deshumanización del trabajo. La solución radica, sin lugar a duda, en educar a los jóvenes en el disfrute de los quehaceres diarios y potenciar sus habilidades. Respecto a los adultos, ni yo mismo lo tengo muy claro, quizá si cada uno de nosotros diéramos ejemplo y trabajáramos con el fin de contribuir a la sociedad, la situación cambiaría radicalmente.

Julio Romano
1º Bachillerato



domingo, 24 de mayo de 2015

La despedida

Aunque apenas clareaba y el sol se escondía entre grandes y negras nubes, el joven caballero sabía que el día acababa de comenzar. Parecía una jornada más en el eterno regreso a casa, a su anhelado castillo, donde se reencontraría con su familia tras más de diez meses. Aún recordaba nostálgico cuando abandonó su hogar para ir en la ayuda de su mejor amigo, el señor del castillo al este del bosque. El joven recorrió con sus duras manos su frente, notando las cicatrices que tenía tras meses de guerra, muchas de ellas escondidas bajo su largo pelo negro como el carbón. Pronto se puso sus guantes de piel de topo para no perder los dedos, pues ya comenzaba a notar el gélido viento que le acechaba. Fue él quien tuvo la magnífica idea de acampar sobre la ladera de la montaña helada, consciente de que se iba a hacer de noche y no era sensato seguir avanzando hacia el bosque, cuyos peligros eran aún mayores bajo las tinieblas.

Sin embargo, ni el mismísimo frío ocupaba los pensamientos del joven, absorto en la nieve, pensando en lo que estaba por venir, porque aquel no era un día cualquiera. Aquel día se separaría de su fiel amigo, por el que había recibido tantas cicatrices y demás heridas de guerra y por el que recibiría otras tantas con tal de mantenerle con vida. Es cierto que el joven era muy reservado y era difícil verle mostrando, aunque sólo fuera un ápice, algo de sensibilidad, pero en el fondo estaba apenado por separarse a mitad de camino. Intentando olvidarlo, cogió su espada  y se subió a su caballo mientras el resto de su hueste se ponía en pie y empezaba a recoger el campamento. Vio cómo su amigo, el caballero de las Dos Espadas (llamado así por su famoso blasón) levantaba su tienda y mandaba a su criado traer los caballos. El caballero de las Dos Espadas era todo lo contrario al joven. Si el joven era tácito, su amigo era extrovertido, más maduro y mucho más alto. Emprendieron el viaje a través de la montaña hasta el bosque y pronto ambos caballeros se encontraron.

-Bonito día, ¿verdad Sir Landon? -así se llamaba el joven caballero.

-Bonito día para una despedida, mi señor -contestó.

Sir Landon sabía que estaba mucho más cerca de su casa que su amigo y señor. El caballero de las Dos Espadas había perdido su castillo tras un incendio durante un ataque bárbaro, y se dirigía al sur, en busca de su hermano, quien le recibiría con los brazos abiertos, y le acogería hasta que lograra reunir un ejército para recuperar sus tierras. Sir Landon observó con detenimiento el aspecto del caballero, febril y demacrado, fruto de una guerra que le había arrebatado casi todo cuanto quería, y sabedor de que pronto dejaría lo único que le quedaba, su amistad con Sir Landon. El castillo de su hermano se encontraba a más de cien jornadas de la casa de Sir Landon, e intuía que probablemente fuera la última vez que lo viera. Por su cabeza pasaban un sinfín de recuerdos inolvidables, aventuras que no se repetirían jamás. A las puertas del bosque llegó la esperada división.

-Bueno, supongo que aquí se acaba nuestro camino -dijo el caballero de las Dos Espadas con voz suave.

-Una despedida me temo -Sir Landon miraba fijamente a su señor-. Adiós, mi señor, mi hermano de sangre. Tened cuidado en vuestro viaje.
- Oh, no seas tonto Landon -le contestó con tono afable-. Esto no es un adiós, es sólo un “hasta luego”.

Y arreando a sus caballos, Sir Landon marchó hacia el castillo, hacia su hogar. El caballero de las Dos Espadas lo contemplaba con una sonrisa, y veía cómo poco a poco Sir Landon se alejaba y su figura se perdía en la nieve, sabiendo que algún día lo volvería a ver, ya fuera en esta vida o en la otra.

David Pardillos
2º Bachillerato


martes, 5 de mayo de 2015

Al padre Jorge Loring, SJ*

Soldado fiel de noble Compañía,
la que por San Ignacio fue fundada;
defensor que fortaleza bien guardada
con tinta y pluma valiente defendía;

siervo que al fin, al dar a luz María,
nuestra dulce madre inmaculada,
al Niño Dios en el portal postrada,
como Cristo murió, así él moría.

Moría pues, y mientras vacilando
la vela de su vida ya se apaga,
en el coro de tus santos va entrando.

Y pasado el trance de la hora aciaga
su alma estará tu rostro contemplando,
pues vos mismo, Señor, seréis su paga.

Juan Gómez Carmena
2º Bachillerato



*El padre Jorge Loring fue un sacerdote jesuita y apologeta católico que nació el 30 de septiembre de 1921 y murió el 25 de diciembre de 2013.

viernes, 24 de abril de 2015

Hoy es un buen día

Hoy presiento que va a ser un buen día. Así que, cuando termine de ducharme, voy a desayunar como un campeón y voy a comerme el mundo.

Cuando acabo de secarme pienso: “Igual debería peinarme un poco, a ver si Miriam se fija en mí”. No puedo evitar que una leve carcajada se me escape. Me dispongo a retocarme un poco el pelo frente al espejo cuando algo me llama la atención. La imagen que me devuelve el espejo es bastante distinta a la que me esperaba. No me encuentro a un joven sonriente, lleno de optimismo y felicidad. Estoy cara a cara con una estatua, inmóvil, con apenas expresividad.

Paso del optimismo a la duda en unos instantes, los que necesito para ser consciente de que el reflejo sigue sin inmutarse. En el momento en que la sonrisa deja hueco a la incertidumbre, la imagen también cambia, y pasa a transmitir tristeza.

Empiezo a asustarme. ¿Por qué no aparezco yo en el espejo? ¿Por qué me mira de esa manera? ¿Qué quiere de mí? El cuerpo empieza a pedirme que salga corriendo del baño, pero mi mente está siendo secuestrada por la mirada del reflejo.

Se me hiela la sangre cuando me habla.

-Jamás -dice, a la vez que una solitaria lágrima cae por su mejilla.

Mi cuerpo desesperado quiere gritar, pero los temblores no se lo permiten.

-¿Qué? -consigo decir entre susurros sin saber bien de dónde he sacado el valor para hacerlo.

El reflejo se pone a llorar, pero sin apenas moverse ni un solo centímetro, como si alguien le estuviese amenazando por la espalda.

-Jamás -repite, pero esta vez gritando entre sollozos con desesperación.

En ese momento, aparece una mano con una pistola apuntándole a la sien. Mi sangre hace tiempo que dejó de circular para poder hacer nada.

Cuando puedo distinguir al dueño de la mano, un escalofrió recorre cada parte de mi alma. ¡También soy yo!, pero en este caso es la locura y no la impasividad la que me mira.

-Nunca -susurra a la vez que clava sus ojos en los míos.

Cuando carga la pistola, oigo un ruido a mi derecha, y allí está lo que mi asustada mente esperaba.

Víctor Ortego
2º Bachillerato


lunes, 20 de abril de 2015

Perdida

El chirriante sonido del autobús me despierta y me veo sentado en el mismo asiento de todos los días. Una vez que he recobrado el sentido, intento acordarme de qué estaba pensando antes de sumirme en el ligero sueño. Sí, exacto, en eso estaba pensando. ¿Pero con qué he soñado?

Con nada, esa es la respuesta a todas mis preguntas en aquel momento. Nada, pues dentro de mí no hay más que un vacío, un vacío que no logro entender a qué se debe. En ese momento el bus pega un frenazo y me golpeo con el cristal. Si poco a poco había ido recuperando mi conciencia, el choque me libera del estado de letargo, y evoco la causa de todos mis males. Ella me ha dejado.

Llevaba tiempo evadiendo este tema, procurando olvidar su marcha, pero es inevitable que aún me acuerde de ella. Hace varias semanas que ya no está conmigo, y cada vez me cuesta más seguir. Con ella mi imaginación se dispara hasta límites insospechados, y soy capaz de hacer cualquier cosa. Pero ya no está a mi lado.

Desde que me abandonó, veo las cosas tal y como son, sin ir más allá, y eso es algo que odio. Es el mundo que veo el que me ha convertido en lo que soy, pero el que no veo es el que me hace sentir mejor persona.

Me encuentro desolado, inútil en un mundo con miles de oportunidades, de cosas a las que ya no sé sacar partido. Aún no recuerdo por qué me dejó. Quizá hayan sido las películas, la televisión y los videojuegos, los estudios habrán hecho el resto.

Cuando abandono el bus y llego a mi casa con la esperanza de toparme con ella, me encuentro con una habitación nuevamente vacía, el rastro que ha dejado su pérdida. Decido buscarla. Comienzo por el parque, donde acostumbraba a pasar grandes ratos con ella, pero allí no hallo nada. Continúo por el bar, el cual parece un desierto. Ahí jamás la encontraré. Después de dar mil y una vueltas, acabo en la biblioteca, donde el profundo silencio me susurra que ella ha estado antes. Pero no ha habido suerte.

Noto que me rehúye, se aleja de mí, y ya no sé qué hacer, dónde más buscar, me siento desesperado. Es como si una espesa bruma me envolviese y me impidiera verla. Al llegar la noche, estoy exhausto tras un día muy duro. Me acuesto creyendo que por más que la busque no aparecerá.

Está perdida.

Pero mañana volveré a buscarla.

David Pardillos
2º Bachillerato



miércoles, 15 de abril de 2015

Férrea danza

De las manos agarrados y
en círculos moviéndonos
surge esta mortífera danza
en el escenario bañado por la culpa.

Mueve, salta, gira y desliza,
¡llevemos este baile en la desesperación!
Clava, mutila, atraviesa y ensarta,
¡que la música nos dirija a la muerte!
Espadas, lanzas, balas y dagas,
¡que los muertos sigan danzando!
Serenatas, rapsodias, nocturnos y arias,
¡que las heridas no os frenen!

Cuando la coda ponga fin a la última polka,
sólo uno seguirá bailando en vida.
Se presentará el momento de la reverencia y
corridas las cortinas de la tragedia,
un aplauso de acero me atravesará el corazón.

Raúl Salido
2º Bachillerato

jueves, 26 de marzo de 2015

La soledad del asfalto


¡Dios mío! ¡Qué solos se quedan los muertos!
Gustavo Adolfo Bécquer


El policía ya retirado solía levantarse tarde, pues se pasaba las horas de la madrugada escuchando la radio del Cuerpo de forma clandestina. Era incapaz de olvidar aquellos sonidos y los números convertidos en códigos que resumían un asesinato, un robo o un atraco. Tantos años de trabajo nocturno dejaban huella.

Pero aquella mañana el ruido de la calle lo despertaría sin remedio. Los pitidos de los coches se metían por entre las mínimas rendijas de la habitación. Se dio la vuelta con la intención de continuar con su sueño. Nuevos pitidos. Enrolló el almohadón sobre su cabeza para esconder las dos orejas. El claxon del autobús atravesó la gomaespuma sin problemas. Gruñó e insultó a todo aquel que madrugaba y se exasperaba a esas horas de la mañana. Siempre había sido un lugar tranquilo donde la circulación no se detenía más de lo que el semáforo de abajo ordenaba.

Por fin se levantó con los ojos endurecidos por el sueño. Se había enfadado. Incluso hizo un amago de coger la vieja escopeta de caza. Mala idea. A esas horas y sin dormir no razonaba con lucidez.

Subió la persiana con brusquedad, lo cual provocó que bajara casi hasta la mitad otra vez. Un nuevo pitido se clavó en su mente, acompañado de un “hijodeputa” tan rápido que sonó como una sola palabra. Luego un “cabróóón” con triple acentuación. Este provenía de otra boca. Ahora una mujer increpaba con algo más de educación. “¿Nos hemos dormido, imbécil?”.

La escena que el policía jubilado contempló desde su primer piso se podía resumir en pocas palabras. De los dos carriles, uno estaba ocupado, justo el que servía para girar cuando aparecía el color ámbar. Un viejo Renault 12 amarillo, casi blanco por el paso del tiempo, se había detenido. El conductor estaba medio inclinado hacia la radio y no le interesaba nada de lo exterior. Parecía buscar las emisoras muy despacio.

-¡Desgraciado! ¡Sal de ahí!

Otro coche giraba en el último momento para cambiar al carril central y sobrepasar al culpable del atasco. El copiloto lo amenazó con el puño en alto mientras surgía del cielo un nuevo grito.

-¡Que alguien llame a la policía!

Esa voz era reconocible. La vecina de arriba siempre se había llevado mal con él y pretendía molestarlo con aquellas palabras. Entró dentro y se fue a por la ropa. La justa y necesaria para tapar el pijama que no se quitó. Más pitidos le hicieron arrugar el ceño. Había un desquicio en el ambiente que se había colado en su propia casa.

Bajó las escaleras de dos en dos. Seguía en forma, no había duda, pues tardó poquísimo en alcanzar la calle. Otro claxon con voz aguda e intolerante. Un camión se había quedado atascado e intentaba subirse a la acera mientras esquivaba los pivotes de hierro. Más palabras malsonantes y con una fuerza tremenda. Por suerte, el paso no era para peatones y pocos estaban cerca de allí como para correr peligro.

El hombre del Renault seguía inmóvil. Menuda sangre fría, pensó el policía. El problema es que ahora debía esperar a que pasara el camión. Más pitidos añadidos.

-¡Desgraciado, mamón, imbécil, hijo de puta, cabrón!

Todo eso salía de la boca del camionero. Había movido algo el semáforo con el parachoques de delante. Frenó y un silbido escapó por entre las ruedas. El hombre bajó con los puños cerrados. Su furia le encogía los labios y agachaba sus cejas.

-¡Alto ahí! -le gritó con todas sus fuerzas el viejo policía.

No podía permitir que se cometiera un delito delante de su casa. Corrió hacia él y lo detuvo justo cuando abría la puerta del Renault amarillo. Detrás había ya una fila interminable de pitidos insistentes. Nadie podía moverse ya, ni por un lado, ni por otro. Los pitos de los coches sonaban de forma ininterrumpida.

-¡Soy policía! ¡Apártese!

Aunque no pudo enseñar una placa, estaba tan acostumbrado a ser lo que había anunciado que el camionero no lo dudó. Este se quitó de en medio para observar con cara de pocos amigos al hombre inclinado sobre la radio. Le insultaría cuando viera su cara. Un bocinazo de autobús sonó a lo lejos. El viejo policía abrió la puerta del Renault amarillo.

-¿Qué sucede? ¿No ve la que ha armado? -le preguntó al conductor que continuaba agachado.

Un hombre mayor de escaso pelo blanco cayó al suelo al perder el apoyo.

-Imbécil, gilipollas, cabrón -añadió el camionero según vio el rostro amarillo del anciano.

-¡Dios! ¿No ve que está muerto? Ha fallecido entre insultos -corroboró el viejo policía.

No hubo ningún silencio ni ningún respeto. Los estruendos de los pitos y bocinas que inundaban ya tres o cuatro calles impedían cualquier recogimiento por el difunto. Aún sonaban insultos entre medias del enorme ruido.

-Y digo yo… habrá que quitar el coche para que aparte mi camión. ¿No?

Julio César Romano
Escritor





lunes, 9 de marzo de 2015

Dime, ¿qué ves?

-Pero, Natalia, ¿cómo conociste este paisaje tan bonito? -le pregunto mientras me apoyo en la valla del mirador.

-Mi padre, que era un fanático de la naturaleza, siempre me llevaba por caminos inhóspitos, que solo él conocía. Todavía recuerdo los árboles y las hojas antes de que sufriéramos el accidente y me quedara como estoy ahora. Creo que tenía cinco años, más o menos. Y para evitar que me sintiera diferente, seguía trayéndome a estos rincones de la montaña.

No puedo evitar enamorarme de su sonrisa, dibujada por los recuerdos de su infancia, siempre presentes, latentes, esperando a que algo los reviva.

-¿Podrías hacerme un favor? -me pregunta, sacándome de su mirada-. Dime qué ves.

-¿Por qué?

-A ver- se gira hacia mi-, una forma de descubrir cómo es alguien es pedirle que represente algo tan hermoso como lo que tenemos delante, y también, en parte, para que me ayudes a recordar cómo era esta vista en otoño.

Se le escapa una pequeña lagrimita, pero manteniendo la sonrisa y la ilusión en su rostro. ¿Qué hago?, no sé cómo describir algo a alguien que ya tiene una idea preconcebida de lo que estoy viendo, no puedo estar a la altura.

-Pues, tenemos la cima de la montaña delante, con algunos árboles en la cara sur, y varios pájaros sobrevuelan el bosque situado en la parte más baja.

-¡Pero que soy ciega, no tonta! -me interrumpe entre carcajadas-. Quiero que me digas qué es lo que te produce aquí, en el corazón.

Vale, me ha convencido. Cambio el punto de vista.

-La montaña prepara su abrigo amarillo, regalado por los árboles que habitan en su piel. Y falta poco para que luzca sus mejores galas, el blanco vestido de la nieve recién caída.

Cuando termino, el corazón me va a estallar. Me giro para ver la reacción de mi única oyente y encuentro a una joven emocionada, con lágrimas en sus mejillas. Sus ojos pálidos no lo reflejan, pero sé que su alma me mira sonriente y acelerada.

-Gracias -dice entre susurros.

Víctor Ortego
2º Bachillerato


domingo, 1 de marzo de 2015

Piñata


Un coche destartalado rompe la calma de los verdes campos ennegrecidos por la penumbra de una noche oscura. Cuando hubo el vehículo frenado, salen de este cuatro figuras irreconocibles por las tinieblas que les rodean.

Una vieja encina saluda a los recién llegados meciendo sus hojas iluminadas apenas por un par de estrellas que escapan del manto de niebla que recubre el firmamento. Un par de cuerdas se enrollaron alrededor de alguna de las ramas del árbol, sujetando lo que parecía ser una figura cubierta de tela, que si bien no tenía movimiento alguno, daba la impresión de que en cualquier momento iba a salir corriendo de la escena.

Las cuatro sombras se reúnen alrededor del extraño ente en silencio, portando cada una un objeto con distinta forma, quizá estos muy comunes, pero ignotos a la vista por la densa bruma. La colgada silueta comienza a recibir el acoso de estos, los cuales, hábilmente controlados por las enigmáticas figuras, danzan gráciles un baile de vaivenes imprudentes.

A cada acometida, la tela de la oscilante piñata se teñía de negro un poco más, y se hacía cada vez más difícil de ver. Cuando la fiesta hubo amansado, yace solitario el saco tintado por completo de negro, al igual que parte de la encina y del césped cercano a esta.

Ya a la llegada del alba, los reveladores rayos del Sol alejan a la neblina del lugar y cambian por carmesí el negruzco color antes vislumbrado a través de la oscuridad. Los llantos de un vecindario resuenan y maldicen ahora la muerte de un niño. Con estos sollozos cuatro personas dan por finalizado el festín.

Raúl Salido
2º Bachillerato