lunes, 17 de marzo de 2025

Una mañana cualquiera

Oí la dura voz de un militar gritando a pleno pulmón. Poco a poco abrí los ojos. Era un sábado por la mañana. No sé cuándo se me ocurrió poner esa alarma.

Me levanté y apagué la alarma rápidamente antes de que Álvaro se despertara. Logré salir a duras penas del cuarto. Mientras salía, comencé a escuchar la orquesta habitual de una mañana de sábado: el piano sonando con melodías repetitivas de mi hermano, practicando para su concierto, gente yendo y viniendo por el pasillo, gritos provenientes de la cocina. Fui a la fuente de las voces donde se encontraban los pequeños Josemi y Dani desayunando y causando alboroto. Me pregunto cómo Álvaro seguía dormido.

Me preparé rápidamente el desayuno, pues tenía una entrevista de trabajo muy importante en dos horas, llevaba un año y 85 días esperando esta oportunidad. Mi desayuno fue interrumpido por los llantos de Dani, con la cara llena de mermelada. Josemi, a modo de broma, le había estampado una tostada. Yo tuve que poner orden y regañar al causante de tal alboroto.

Este problema hizo que no me diera tiempo a desayunar. Me dispuse a irme de la cocina, cuando comencé a escuchar en la otra punta de la casa una música de phonk brasileño. Retumbaban las paredes, cada golpe de bajo hacía vibrar la lámpara del techo. La música se acercaba, sonando cada vez más fuerte, hasta llegar a la cocina. Era Santi con un altavoz sujeto encima de la cabeza, girando como si estuviera en un concierto de Tomorrowland, mientras pregonaba:

—¡Buenos díaaass!

Yo ignoré la situación y, esquivándole, me fui en dirección al baño. Con el tiempo, te acabas acostumbrando a tener siete hermanos.

Ya en el baño, me metí en la ducha, abrí el grifo y, para mi sorpresa, no salía agua. No era la primera vez que me pasaba. Resignado, me vestí con lo primero que vi en mi cuarto. Al salir de mi habitación, mi madre me pidió con urgencia que recogiera la caca que el gato había dejado en el suelo del pasillo. Ella no tenía cara de dejar pasar ninguna excusa, por lo que me movilicé rápido. Miré el reloj: me quedaba solo una hora para llegar a la entrevista.

Cogí mis armas, que consistían en una bolsa de plástico y mucho valor, y me dispuse a acercarme a la caca cuando vi que algo se movía a mi derecha. Parecía que una nueva batalla se me presentaba.

Una cucaracha estaba a mi lado, inmóvil, esperando el momento para salir correteando por toda la casa. Así lo hizo. Como un tigre persiguiendo a su presa, la seguí por toda la casa, mientras se escuchaban los gritos de los que presenciaban la escena. La persecución fue ardua, no dejaba de escaparse. Yo no la perdí de vista hasta que vi la oportunidad: le di el golpe fatal.

Satisfecho, limpié la escena del crimen y cumplí finalmente el encargo de la matrona. Mis hermanas, recién levantadas, me felicitaban por la hazaña, pero yo no les hice mucho caso. Quedaba media hora para la entrevista.

Recorrí el pasillo a toda velocidad hasta la puerta de la calle. Al intentar abrirla, me di cuenta de que se había atascado.

No me quedaba otra que salir por la ventana. Por suerte, vivo en un chalet y solo tuve que saltar un par de metros hacia el suelo.

Cogí mi bici y me fui pedaleando por las bellas calles de Santo Domingo, con sus imponentes chalets y el bosque al lado de la carretera. Aunque, en ese momento, las vistas y la belleza de Santo Domingo eran lo último que me importaba.

Cuando iba por la mitad del camino, noté que me costaba pedalear más de lo normal. Al fijarme, vi la rueda delantera de la bici atravesada por un clavo. Era como si todo el universo se estuviera poniendo en mi contra para que llegara tarde. Era como si la mermelada, las cucarachas, mi gato y el clavo de mi bici se unieran para retrasarme minuto a minuto.

Con dolor del cuerpo y del alma, conseguí arrastrar mi bici para llegar jadeando al centro comercial en un camino que se me hizo eterno. Al fin, entré en la entrevista.

Hubo un denso silencio. Al otro lado me miraba el entrevistador fijamente a través de sus anteojos, solo separados por una gran mesa de madera oscura. Su semblante serio no me daba pistas de lo que estaba pensando. Finalmente habló:

—Llevas quince minutos diciendo por qué has llegado tarde y todavía no me has respondido a mi pregunta.

Yo le respondí perplejo:

—Perdón, señor, ¿qué pregunta me ha hecho?

Tras una breve pausa, él me respondió:

—Le he preguntado si tiene alguna experiencia en cocinar hamburguesas o de servicio al cliente.

Suspiré. Me aclaré la garganta y comencé:

—Algo parecido. Verá, era una mañana de sábado…

Juan Pablo Abollado Fernández
Estudiante de Bachillerato

 



jueves, 6 de marzo de 2025

Ilusión

Soy mago. Se podría decir que es algo peculiar, ahora que a todo el mundo le interesa lo instantáneo y rápido: ¿quién, en su sano juicio, dedicaría su “preciado tiempo” a algo que requiere horas y horas? Pero yo soy mago. Esto quiere decir que me dedico a sorprender, que juego con las mentes, que desafío a la realidad y que nadie quiere jugar a las cartas conmigo si no es en mi equipo.

Si se contempla detenidamente un buen juego de magia, se puede llegar a la conclusión de que, al igual que una buena película, libro o canción, la magia transmite sentimientos que además pueden llegar al espectador de una manera más íntima, ya que dentro de él se mezcla la confusión con la sorpresa dando lugar a la ilusión y emoción de que lo que ha visto ha pasado de verdad.

Pero ser mago requiere paciencia extra: no todos los espectadores están dispuestos a ver más allá. Es curioso que siempre, cuando termino un juego, se me acerca más de uno a preguntarme que cómo lo he hecho, aun sabiendo que no se lo voy a decir por el bien de la magia y por el suyo, pero yo siempre les miro, sonrío y les digo: “pues yo creo que lo he hecho muy bien”, y se van sin respuesta, pero con una sonrisa.

Muy poca gente ha profundizado en el arte de la magia. Los magos actúan y los espectadores se asombran, pero ¿qué es en realidad?

La magia es un arte complicado en el que para destacar tienes que saber magia de verdad. No es como la guitarra. S-i nunca has tocado una guitarra no vas a tener ninguna habilidad la primera vez que la toques, en cambio, la mayoría de las personas saben hacer algún truco de magia sin haber tocado una baraja, todos conocen algún juego automático. Todos saben hacer trucos, pocos saben hacer magia. Un buen mago es capaz de deleitar a su público no solo con su habilidad manual, sino también con sus palabras, sus gestos, sus expresiones… en general, con su forma de ser.

Como estoy cansado de las personas que no saben disfrutar ni contemplar las cosas maravillosas que suceden en un espectáculo, me gustaría hacer un favor a todo aquel que lea esto contando lo siguiente: cada vez que hago un show, me encuentro al típico espectador que va a “pillar”, y siento mucha pena por él, porque no está disfrutando. Le veo al pobre sufriendo y devanándose los sesos por descubrir cómo lo hago. En ese momento me siento mal por no haber conseguido su disfrute, pero entonces miro a otro lado y veo al otro tipo de espectador, el que está boquiabierto, con una sonrisa, que se ríe porque no es capaz de asimilar lo que está pasando y me doy cuenta de que lo que hace falta es que la gente entienda que tiene más sentido abrir los ojos ilusionado antes que abrirse la cabeza y no encontrar nada.

He escrito esto porque quiero darte la oportunidad de disfrutar la próxima vez que veas magia, porque quiero que los espectadores vean la belleza de la magia. Esto lo puedo resumir en unas palabras que me enseñó un amigo mago y que digo al acabar un show: “no pretendáis pillar al mago, no pretendáis descubrir dónde os engaña, porque un mago no engaña, un mago… ILUSIONA”.

David Agudo Ares
Estudiante de Bachillerato



jueves, 6 de febrero de 2025

Despertares (y II)

Un terremoto en mi muñeca me despierta. No, no es que el mundo se esté acabando, es mi reloj, que, como se lo ordené, me levanta a las 6:22 de la mañana. Si, es otro jueves, otro bendito jueves.

Antes de levantarme piso no una, sino dos o más veces el suelo con el pie derecho. Sé que rituales como estos, y demás cosas de gente que cree en el horóscopo, son más falsas que un judas de plástico, pero necesito un “impulso”, algo que me aliente a que el día de hoy no sea un tachón más en el calendario.

Me apresuro a terminar el desayuno y cojo mi mochila, que ya tiene más kilómetros recorridos que Marco Polo. Luego agarro mi abrigo y, con mi padre, salgo del portal.

Abro la descomunal puerta y, entonces, un débil aire fresco me golpea en la cara, como si me estuviera diciendo que todavía estoy a tiempo de volver a casa. El camino hacía el coche es ameno: llegar a él resultaría un mero trámite sino fuera por los grandes árboles que se ciernen sobre la calle. Estas “plantitas” están inclinadas ligeramente hacia el suelo, como si se estuviesen interesando por aquellos que quieren andar de soslayo por su territorio.

Entro en el coche. Mientras estoy en él, suelo mirar los monumentos que el “peculiar” -por decir algo- barrio de San Blas ofrece, como la rotonda a la derecha de la calle de los Gremios, que está colmada de pinos que vivirán más que el barrio entero.

Después de unos veinte minutos en la carretera, me encuentro, como todos los días, delante del instituto, que más que instituto, parece una fortaleza donde el único logro alcanzable es salir de allí cuerdo. Tarde o temprano entro, dispuesto a sobrevivir a los tormentos que se me pongan delante.

Daniel Vargas Celis
Estudiante de Bachillerato



jueves, 16 de enero de 2025

Despertares (I)

El sonido de mi alarma me despierta de manera repentina, las sábanas me pesan, el edredón está moldeado a la forma de mi cuerpo. Llevo unas siete horas durmiendo y mis ojos deben acostumbrarse a la luz, a los colores de siempre y al techo que cada día me da la bienvenida. Sin darme ni cuenta, mi cuerpo aún dormido se lleva a sí mismo al baño, para, por fin, volver a su conciencia. Regreso a mi habitación, el parqué del suelo me empuja las plantas de los pies, ese parqué parcialmente abombado desde que se cayó un poco de Sanytol hace unos años. Mi nariz no me responde, nunca he tenido buen olfato, nunca he esperado tenerlo y nunca creo que lo tenga.

Me pongo las gafas, ese dispositivo cristalino que activa para mi vida el “modo ventana”: por fin puedo diferenciar el marco de mi cama de la pared blanca, pintada recientemente. Cojo el móvil, mis ojos son deslumbrados por la violenta realización de la hora. Son las seis y treinta y cuatro. Como esperaba, he dormido siete horas. Deambulo hasta la cocina para hacerme el desayuno, poniendo una taza en la encimera, mi magnífica madre me avisa de que me ha dejado la leche en la misma, y me sirvo una taza de leche desnatada, que meto en el microondas, y, después de tres pitidos, empieza la eterna espera: un minuto a potencia 800 viendo la taza girar y girar y seguir girando. En el último medio minuto para terminar los 90 segundos, preparo los ingredientes, el café descafeinado sin pegatina, el botecito lleno de azúcar moreno y una cucharilla de metal, con la que preparo el brebaje que supuestamente me mantendrá despierto todo el día. Allí mismo me lo tomo, con una o dos galletas cogidas del mueble, y salgo disparado a mi habitación para cambiarme de ropa y ponerme el “uniforme” del colegio, una camisa azul con el emblema del colegio -irónico llevarla durante los cursos sin uniforme-, un pantalón azul oscuro, casi negro, y los mismos zapatos que me acompañan desde hace años. Son las siete y diez, reviso que no me falta nada en la mochila y salgo de mi casa. Bajo en el ascensor hasta el garaje y allí, con mi madre, comienzo el trayecto al colegio, seguramente corto, pero animado.

En el garaje no hay mucho que hacer: ver los coches pasar, sentir el traqueteo del coche en el que estoy, oler, con suerte, un poco de gasolina, y recordar con la boca el café que me he tomado. Nada más salir del garaje cojo el móvil de mi madre, y como una máquina entro en maps y pongo la dirección del colegio, guardada en mis dedos como una contraseña. Veintidós minutos, posiblemente más. Mi mente procesa la información mientras la silueta serpenteante aparece en pantalla, indicando la salida desde Rivas hasta la puerta grande del Tajamar, sus ojos en la rotonda y su cascabel en mi pueblo, con la franja roja a la altura de la Gavia, como de costumbre. En Rivas encontramos la primera decisión, el camino de la iglesia o el camino de los semáforos, el segundo de estos más largo normalmente, pero hoy no, hoy se ha atascado la avenida de los Almendros, y nos podemos ahorrar el tiempo, gracias a Dios y a Google. El recorrido, por suerte para mí, no es tan errático como esperaba, y resulta un trayecto más tranquilo, con una relajante iluminación tenue de la vía de servicio, hasta llegar al campo de batalla, figurada y literalmente, y, tras entrar por la puerta en la valla de metal, que hace aparentar una celda en lugar de una escuela, comienza mi jornada escolar, otro día más cerca de la PAU.

Adrián Miñarro Bernardo
Estudiante de Bachillerato