El último viaje
La aguja del
cuentarrevoluciones acababa de entrar en el arco rojo. El motor del SEAT rugía
ferozmente exprimiendo sus casi setecientos caballos de potencia. El aire
silbaba adaptándose al selecto carenado del coche confiriéndole un plus de
estabilidad que valía cada euro de más que había costado aquel fuera de serie.
Una irregularidad en el firme, oculta por la abismal oscuridad de las más
negras de las noches, le obligó a salir de su ensimismamiento. Miró su reloj de
pulsera y profirió una maldición a la vez que hundía su pie derecho en el
acelerador obligándole a cambiar de marcha. Los cilindros del motor en uve inmediatamente
aplacaron su anterior excitación. Los faros de xenón, sin embargo, no cedían en
su empeño por mantener el arco de luz en medio de la recién desarrollada niebla
helada.
Mientras, en el interior,
al cobijo de todas aquellas inclemencias, se escuchó un grito de pánico cuando
el coche perdió por unos instantes cualquier contacto con el asfalto. La
malicia del conductor se reflejó a modo de sonrisita en el espejo retrovisor.
—¿Acaso pensabas que por
haber muerto ya no tendrías miedo? —la voz del conductor, grave, ronca, jocosa,
rompió el maquiavélico silencio—. Espera y verás lo que significa tener miedo —esta
vez el conductor profirió una estridente risita que erizó el vello del
pasajero.
Apenas hubo que esperar mucho
para que la progresiva pérdida de velocidad se hiciera patente. A partir de
aquel momento ocurrieron distintas cosas de forma simultánea. La niebla comenzó
a desvanecerse a la vez que el firme se hacía más y más accidentado. El
conductor, a pesar de haber disminuido la velocidad, disfrutaba manteniéndola
aún excesivamente alta como para atravesar aquel terreno bacheado lo que
provocaba que botara y rebotara en el asiento de cuero una y otra vez, chocando
y botando, saltando y rebotando contra la ventanilla, el techo, su asiento y el
volante del automóvil respectivamente. Todo este traqueteo hacía que su
desgreñado pelo largo se moviera en una extraña danza alocada, y sus
desaliñadas barbas luengas se batieran en el aire como movidas por hilos
mágicos.
Aquel vaivén insoportable
finalizó tan bruscamente como comenzó. La detención del automóvil fue casi
inmediata tras accionar el pedal del freno. El tintineo de los adornos que
colgaban del retrovisor central tardó unos instantes en consumir su energía hasta
finalmente silenciarse.
Conducido por un brío
sorprendente para su edad, se apeó del coche aventando su capa y agarrando el
maletín que hasta entonces había reposado en el asiento del copiloto. Cerró la
puerta, tosió, se rascó su rostro enverdecido y arrugado por la edad y procedió
a abrir el compartimento del pasajero.
—¡Págame! —de sus ojos
brotaban llamas de deseo—. Dame lo que es mío —insistió mientras abría su
maletín y se lo acercaba agitándolo con impaciencia en el aire.
El pasajero, tambaleante,
mareado, reptó hasta apoyarse en la puerta del coche. Pálido, le sobrevino una
arcada. Una moneda de un euro, grabada con la imagen de un mochuelo y la
palabra ΕΥΡΩ, salió por su boca mezclada con la bilis de su estómago.
Sin escrúpulos, el conductor se agachó, cogió la moneda, la limpió en su capa y
la observó con denuedo. Sonrió con fruición, guardándola ipso facto en
su maletín.
—Ahora vete —apremió el
conductor volviendo de nuevo a acomodarse en su asiento.
El motor rugió con
agilidad volviendo de nuevo a la vida. Apenas unos instantes después se perdía
en lontananza absorbido por la densa muralla de niebla. El SEAT Caronte V8 TDI
se desvaneció dando paso a un silencio húmedo y sobrecogedor.
El cántico próximo de un río
consiguió sacarle de su embelesamiento. Miró en derredor para detectar los
primeros rayos de sol que iluminaban aquel paraje pantanoso. Apenas unos metros
tras de sí un río de dimensiones considerables creaba una frontera
infranqueable que junto a la niebla mantenían aquel lugar oculto.
Al este, coloreada por los
tonos anaranjados del sol, una vetusta construcción de piedra se erguía fría y
desafiante, áspera y amenazadora. Se aproximó al pórtico de entrada donde sus
pies descalzos encontraron una desagradecida superficie con numerosas
irregularidades. Penetró en el silencio del caserón, ávido por encontrar cualquier
presencia. Al fondo, sobre un entarimado descansaban tres regias figuras
iluminadas parcialmente por la luz del sol que se colaba por el único rosetón
que había. Sobre sus tronos, grabado directamente en la piedra, una pulcra
inscripción rezaba: “Su ayuda no será prestada a los embusteros”.
—¡Póstrate miserable! —bramó
el hombre que estaba sentado en el centro. Su trono, el del respaldo más alto,
tenía el nombre de “Radamanto” grabado exquisitamente en la madera.
Desnuda, al descubierto,
sin nada con lo que cubrirse, sin lugar donde esconderse, se arrodilló nuestra
alma ante los tronos regios. A la derecha descansaba Éaco; a la izquierda,
Minos.
—Te creé libre y supiste
elegir…
—… te di la vida y la
atesoraste…
—… te enseñé y supiste
aprender.
Sus miradas se posaron sobre
él, capaces de ahondar en el más recóndito de sus secretos. Prosiguieron a una
sola voz:
—Porque aprendiste a vivir
en nuestra libertad, eligiendo el tesoro de aprender nuestra enseñanza, recibe
ahora nuestro eterno lugar de descanso. Seas bienvenido al Elíseo.
Las tres voces al unísono
se silenciaron. Inmediatamente a su derecha se descubrió una oquedad de apenas
unos milímetros que comenzaba a agrandarse más y más. La luminosidad que rezumaba
impedía contemplar nada sin tener que achinar los ojos. Cuando ya tenía unos
palmos de amplitud, se descubrió una verde pradera de infinita extensión. Había
cientos y cientos de ovejas de lana nívea, plácidamente pastando bajo una
continua lluvia de gotas doradas y millares de pétalos fulgentes de todos los
colores imaginables que constantemente caían. Sonriente, apoyado en su cayado,
sentado mansamente sobre la única roca que podía contemplarse, había un pastor.
Este, con gran sosiego, se giró desvelando su rostro y llamó por su nombre al
alma recién llegada. Esta, sin hesitación, bajo su nueva apariencia de oveja, entró
en los campos elíseos. Allí, se recostaría junto a él por años sin término.
Jesús Martínez Medina
Piloto de avión
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