Un terremoto en mi muñeca me despierta. No, no es que el mundo se esté acabando, es mi reloj, que, como se lo ordené, me levanta a las 6:22 de la mañana. Si, es otro jueves, otro bendito jueves.
Antes de levantarme piso no una, sino dos o más veces el suelo con el pie derecho. Sé que rituales como estos, y demás cosas de gente que cree en el horóscopo, son más falsas que un judas de plástico, pero necesito un “impulso”, algo que me aliente a que el día de hoy no sea un tachón más en el calendario.
Me apresuro a terminar el desayuno y cojo mi mochila, que ya tiene más kilómetros recorridos que Marco Polo. Luego agarro mi abrigo y, con mi padre, salgo del portal.
Abro la descomunal puerta y, entonces, un débil aire fresco me golpea en la cara, como si me estuviera diciendo que todavía estoy a tiempo de volver a casa. El camino hacía el coche es ameno: llegar a él resultaría un mero trámite sino fuera por los grandes árboles que se ciernen sobre la calle. Estas “plantitas” están inclinadas ligeramente hacia el suelo, como si se estuviesen interesando por aquellos que quieren andar de soslayo por su territorio.
Entro en el coche. Mientras estoy en él, suelo mirar los monumentos que el “peculiar” -por decir algo- barrio de San Blas ofrece, como la rotonda a la derecha de la calle de los Gremios, que está colmada de pinos que vivirán más que el barrio entero.
Después de unos veinte minutos en la carretera, me encuentro, como todos los días, delante del instituto, que más que instituto, parece una fortaleza donde el único logro alcanzable es salir de allí cuerdo. Tarde o temprano entro, dispuesto a sobrevivir a los tormentos que se me pongan delante.
Estudiante de Bachillerato