miércoles, 13 de noviembre de 2024

Una cosa pendiente

Me desperté en un cuarto azul. Aunque la confusión del momento me instigaba a quedarme tumbado, abrí la puerta de la habitación, solo para encontrarme en una sala oscura donde una paloma que, apoyada en una mesa roja rodeada de sillas y con una servilleta atada a su cuello, comía un bol de cereales.

-Mira quién se levanta, justo a la hora del desayuno -dijo la paloma con una voz de viejo.

No abrí la boca para contestar, nadie lo haría si estuviera en ese momento en mis zapatos.

-No pongas esa mueca sobreactuada de humano. Toma asiento. Hay cosas que tengo que decirte.

Me senté con los ojos como platos. Esa paloma, además de hablar, me estaba dando órdenes, rompiendo con la supremacía del hombre.

-No trates de buscar algo de lógica aquí, estás soñando. Solo soy un enviado que ha venido a preguntarte unas cosas mientras como algo.

-¿Cómo se supone que hablas?

-Cierra el pico, aquí al que le pagan por hacer preguntas es a mí.

Tuve que callarme, nada tenía sentido.

-Primera cuestión: ¿sabes tu nombre?

-La pregunta ofende -contesté molesto.

-Segunda pregunta: ¿te acuerdas de tu cara?

-Sí.

-Genial, has superado el umbral del intelecto de una piedra. Ahora otra pregunta: ¿sabes quién eres?

-¡Cómo no voy a saberlo! Soy… músico.

-Esa es tu ocupación. Otra vez, ¿quién eres?

-Soy un humano.

-Esa es tu especie. ¿Quién eres?

Debía de ser todo una broma, un mal sueño. Me pasé minutos sin contestar, sometido a un animal.

-Un cedro me hubiera contestado antes, ¿no sabes quién eres?

-Mira –me levanté de la silla– estoy hartándome de este sueño, encima de que duermo poco y de que por una vez sueño, me toca aguantar las preguntas de una paloma mensajera. ¿Sabes tú siquiera quién eres?

-No, de hecho ni siquiera soy. Solo soy una herramienta de tu cabeza para decirte que espabiles. Pienso pero no existo y tú existes pero no piensas.

Después de decirlo, el ave metió su cabeza debajo de la mesa y de ahí sacó unos folios con toneladas de letras escritas.

-Es tu biografía -soltó la paloma-. En veinticinco folios correspondientes a tus años de vida…no pasa absolutamente nada.

-Todavía no he vivido lo suficiente.

-Díselo a un hombre medieval, que con tu edad se podía considerar como un anciano. No tienes excusas, no tienes ni pasado trágico, ni traumas. Tu vida es un bucle de sentarse en el sofá con unos auriculares y pasar de todo.

-No sabes lo que dices. ¿No te dije que era músico?

-¿Y has escrito alguna canción? Tus ronquidos en la página 22 de tu biografía me dicen lo contrario. No sabes quién eres porque no has hecho nada. Me equivocaba contigo, de verdad una piedra es más inteligente que tú.

Con una vena sobresaliendo en mi frente apreté con una mano el pescuezo de esa bendita ave, pero poco le importó.

-¿Qué parte de “no existo y soy un producto de tu imaginación” no has entendido?

Decidí soltar a la paloma.

-Me queda poco tiempo, le falta poco a tu despertador para sonar y arruinar este sermón. Así que haz algo diferente hoy, sal, respira algo de aire contaminado de la ciudad y trata de hablar con el resto de tu especie, que quiero leer algo interesante cuando coja tu biografía.

-¿En serio me pides que me busque a mí mismo?

-No, te lo ordeno… Anda…  las siete y media.

Me desperté perturbado de aquel sueño cuando la música del despertador sonó a todo volumen. Traté de levantarme y me asusté cuando en mi ventana se asomó un séquito de palomas. Todavía no era momento de salir, pero debía hacerlo, no quería volver a soñar otra vez con esa energúmena.

Daniel Vargas
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 23 de octubre de 2024

El tesoro de Racsó

Sopla el viento Bóreas en un prado de la Costa de la Espada. Damakos Sangreardiente, un tiefling con la ropa casual de un caballero, camina por el bosque. Las ramas crujen bajo sus pies, aumentando la esencia del ambiente, y el sonido del aire se desliza entre las hojas y lleva el olor a roble hasta su nariz. Mientras atraviesa el bosque, se encuentra con el joven hechicero Aicarus Nightshade, que lucía una camiseta con estampas japonesas, éstos dos charlan sobre su pasado durante un rato. Momentos después, Numia Superpia, el alquimista con un ojo de demonio, un brazo de dracónido y una túnica con las runas એસી ડીસી (Ēsī ḍīsī), les sorprende y se une a ellos. Todos juntos caminan por el parcialmente visible camino del bosque hasta que llegan al poblado de los gnomos. Allí, un amigable grupo de pequeños seres con facciones humanoides les reciben con los brazos abiertos. Después de una rica cena al clásico estilo gnomo con cervezas enanas, estofados de verduras y pequeñísimas raciones de filetes de cerdo, todos los residentes del pueblo volvieron a sus casas y los aventureros quedaron a solas con el alcalde del pueblo, Ilipilim, el cual les dio las malas noticias. Todos ellos sabían que tanta amabilidad era rara, incluso viniendo de gnomos, que necesitaban ayuda con un dragón que les estaba robando todo su capital, y rogó a nuestro grupo de aventureros que les ayudaran a recuperarlo.

Damakos, Aicarus y Numia comienzan su viaje por el frondoso bosque con facilidad gracias a que, a pesar de que estaba lleno de piedras y raíces en la superficie, los gnomos les habían proporcionado un mapa para poder hallar la cueva en la que residía el dragón, de nombre Racsó. El camino era no era muy largo pero pronto se encontraron a tres kobolds, seres dracónidos que veneran a un dragón de su mismo color, y estos, al ver el brazo implantado de Numia, los atacaron.

-Espera, ¿cobre? -se escuchó comentar a Aicarus-. Pensé que serían rojos, por la información que nos han dado.

-¿Y qué más te da? Tenemos un trabajo, y no quiero estar toda la noche currando -respondió fríamente Numia-. Son flojos, así que con un hechizo de nivel bajo será suficiente para uno al menos.

Comenzó el combate y los kobolds tomaron la iniciativa. Los tres kobolds usaron sus dagas para atacar a Damakos, que, aunque no recibió daño alguno de dos de ellos, fue levemente herido por el tercero. Antes de que pudieran reaccionar, una piedra golpeó a Aicarus en la cabeza desde un cuarto kobold alado que no habían visto, causándole un gran daño. Él respondió lanzándole una descarga de fuego y lo bajó al suelo, muerto. Numia, por su parte, lanzó una poción ofensiva, envenenando a un kobold y derritiendo su piel. Damakos ejecutó a otro clavándole la daga. El único kobold que quedada salió huyendo.

Otra vez prosiguieron el viaje, algo más cansados pero en seguida encontraron un segundo grupo de kobolds, ahora más numeroso, de cinco, terrestres y alados, con los cuales lidiaron igual de rápido. Unos pocos trucos y algún otro espadazo fue más que suficiente para alzarse victoriosos. Después del combate, Damakos manifestó sus preocupaciones:

-No quiero molestar, pero, ¿no es un poco excesivo envenenar a aquel que sea impactado por tu poción y también derretir su piel?

-No veo a lo que te refieres con “excesivo”, llevo toda mi carrera alquímica usando pociones que muchos ineptos como tú llamarían “excesivas”, y sin embargo, no he tenido problemas -respondió cortante Numia.

-En serio, ¿ni siquiera problemas con las autoridades? Juraría haber visto tu cara en Neverwinter hace unos días: treinta piezas de oro por tu cabeza. Eso es bastante para no haber tenido problemas -puntualizó Aicarus.

-Calla, si no quieres tomarte una poción mientras duermes -finalizó Numia.

Ahora, con Aicarus más cansado y con Numia mostrando señales de molestia, llegaron a la boca de la cueva, alzada amenazantemente como si Racsó les engullera solo por entrar a su hogar. Cuando vieron a Racsó lo encontraron tranquilo, despierto y al acecho, pero no perturbado por la aparición de los tres extraños que ahora irrumpían en su morada. Entonces Numia sugirió atacar al dragón, y matarlo como les habían pedido, sin embargo, Aicarus se mostró contrariado por la apariencia de color cobre oxidado de su oponente. Pero Damakos, buscando honor y el bien, le propició una pequeña sacudida a Aicarus, que buscaba dinero para dárselo a su familia, dato que el primero conocía gracias a una confidencia previa. El ingenuo hechicero, ignorando sus estudios, atacó al dragón primero con una potente descarga de fuego, la cual despertó al dragón de cobre, ahora enfadado, que con una simple sacudida de sus alas les mandó a volar a una de las paredes de la cueva. Numia tomó uno de sus brebajes sanadores, dándole un pequeño bulto de carne en el brazo donde había impactado con la piedra. Damakos volvió rápidamente al combate arremetiendo sin duda alguna contra el dragón, dándole una estocada en su dura piel cobriza sin ningún tipo de efecto. En un último intento por derrotar al adversario que era claramente superior, realizaron un ataque combinado: Numia lanzó sus elixires, Aicarus lanzó todos sus hechizos en un intento desesperado de aportar a la lucha y Damakos lanzó la estocada más fuerte que jamás hubo hecho. Todos gritaron a la vez:

-¡Muere bestia! -vociferó Numia con la poca voz que le quedaba.

-No puedo morir aquí, ¡no sin redimirme! -juró Damakos.

-Esto es ¡por mi familia! -sentenció Aicarus.

Segundos después, el dragón tosió y nuestro grupo de héroes fue de nuevo mandado, ahora de manera más fuerte, a chocar con una de las paredes de la cueva, y aunque Numia fue a parar a unas estalagmitas y Aicarus fue encajado en una fisura que le acabó por ahogar, Damakos presenció al dragón caer al suelo dañado, recubierto por magia rosa, y a Ilipilim riéndose mientras otros gnomos se llevaban algo del tesoro.

-Bueno, dadme vuestras hojas de personaje -dijo alguien mientras retiraba unas figuras de una mesa-. Habéis sido traicionados por Ilipilim.

El descontento se notaba entre los otros del grupo, que le miraron con tristeza:

-¿Era necesario que nos muriéramos todos, verdad? ¿No nos dejas intentar matar al dragón?

-Adri, tío, eres un canalla.

Desde el confort de la pantalla de Dungeon Master les respondió:

-¿Acaso esperabais ganar a un dragón de cobre anciano siendo aventureros de nivel uno? Estáis todos locos. Bueno, ¿quién quiere ser el Master en la siguiente campaña?

Entre risas de aceptación, recogieron los útiles para jugar a “Dragones y mazmorras” y acordaron jugar la siguiente semana.

Adrián Miñarro Bernardo
Estudiante de Bachillerato




jueves, 9 de mayo de 2024

Un paseo por el bosque

En las tierras norteñas de las extremaduras castellanas vivía un campesino llamado Pedro Rojas. Se trataba de un hombre alto y recio, de unos cuarenta años, con una extensa barba, pelo castaño y unos penetrantes ojos de color miel. Vestía una descolorida y embarrada indumentaria, la cual la formaban la camisa, las calzas y las alpargatas. Una tarde calurosa de verano, regresaba cabizbajo a su hogar, a pesar de estar acompañado por un atardecer maravilloso. Su aflicción se debía a que había vendido en el burgo la única riqueza que le quedaba, su vaca.

Conforme se aproximaba, la figura de su vivienda se iba agrandando. La casa estaba hecha de piedra y tenía un tejado de paja. Se situaba encima de un pequeño promontorio rodeado de extensos pastos y exuberantes bosques. Era un edificio pequeño, formado por dos estancias: el dormitorio y el hogar. En él vivía Pedro junto a su hijo, un muchacho enérgico de diez años, que se había quedado huérfano de madre al poco de nacer. Pedro, al llegar a la casa, saludó a su hijo y guardó en un cofre el dinero que había conseguido en el burgo. Tras esto salió y se tumbó en el césped para descansar. Su hijo también salió y se tumbó. Ambos se quedaron mirando las hermosas nubes que pasaban por encima de ellos, en silencio, saboreando ese instante de paz. Al cabo de un rato, el hijo decidió conversar:

-Papá.

-Dime, hijo -respondió Pedro. 

-¿Qué haremos cuando nos quedemos sin dinero? 

Eso le impactó, ya que era la primera vez que su hijo se lo preguntaba, y se quedó pensativo hasta que contestó: 

-Pues no lo sé bien, hijo, pero nos tenemos el uno al otro, ¿no? 

-Sí, papá -respondió el hijo dando la respuesta por válida. 

Pasado un rato decidieron irse a dormir. A la mañana siguiente fueron a dar un paseo por el bosque. Consigo llevaban un bolso, con pan y zanahorias dentro; una pequeña cantimplora y unos palos con los que andar mejor. Empezaron a caminar a través de un sendero. Este estaba rodeado de un bosque verdoso y frondoso, lleno de robles, encinas y, sobre todo, hayas. Cuanto más avanzaban, mejor se distinguía el inconfundible sonido que hace el agua de un río al fluir. Finalmente, Pedro y su hijo llegaron a un pequeño claro, por el que pasaba el río. Decidieron quedarse allí y almorzar. Se sentaron debajo de una gran haya. Desde ahí almorzaban y contemplaban todo lo que les rodeaba. Cuando terminaron de comer prosiguieron su camino.

Cuanto más avanzaban, más estrecho y empinado se hacia el sendero; se empezaba a apreciar la presencia de los largos y tétricos pinos; el ambiente se iba enfriando y el intenso verdor se iba desvaneciendo. El sonido de sus pasos predominaba sobre aquel bosque, en el que no se escuchaba nada más que el silencio. Por fin llegaron hasta su destino, un pequeño lago, rodeado por unas inmensas y escarpadas montañas. Decidieron quedarse allí un rato, para descansar, ya que estaban exhaustos. Tan cansado estaba Pedro, que se tumbó en una roca y, al cerrar los ojos, no pudo evitar dormirse. 

Ya era de noche. Hacía mucho frío, la luna era menguante y la oscuridad predominaba en el ambiente. No sabía dónde estaba, ni con quién. Entonces, se acordó de su hijo y, desde la poca visión que tenía, empezó a buscarle en aquella espesa oscuridad. Estaba aterrado. No sabía dónde estaba su querido descendiente, aquel que saldría de su lamentable situación y formaría una familia que le trajese nietos. Decidió buscarle. 

Tirando de memoria, más que de vista, trató de volver sobre sus pasos para encontrar el sendero, pero en vez de eso, se adentró en un misterioso pinar. A medida que se metía en él, más tenebroso se volvía el ambiente. Se detuvo e intentó tranquilizarse y pensar lo que iba a hacer. Trató de encontrar el más mínimo rastro de luz, pero la luna no era lo suficientemente brillante. Fue entonces cuando, sin saber bien qué hacer, gritó desesperado el nombre de su hijo, en busca de alguna respuesta. Escuchó un ruido al fondo. Se acercó al sitio y afinó el oído. Esta vez no escuchó nada, hasta que, de pronto, empezó a oír los potentes toques de una campana, resonando en su cabeza, y una voz, grave e inhumana, repetir continuamente la misma frase: Tuus filius mortus est. Él no sabía qué significaba, ni por qué le estaba pasando esto, pero si sabía que algo malo estaba ocurriendo. A lo lejos distinguió una luz tenue y se dirigió hacia ella. Las campanas resonaban cada vez con más fuerza y la voz hablaba todavía más alto. Esa luz resultó ser una fogata. En torno a ella había tres bultos, cubiertos por una manta. Descubrió la manta de uno de los bultos, encontrando la figura de un hombre sin vida. Esto le impactó, pero no se detuvo a contemplarlo y fue a por el siguiente. Era otro cadáver. Ya solo le quedaba uno. Se hizo el silencio, las campanas y la voz desaparecieron, para abrir paso al sonido de unas poderosas pisadas. Pedro las ignoró y fue a por el último bulto. Quitó la manta y descubrió a un niño tan pálido como la nieve. Ese niño era su hijo. Pedro se quedó petrificado, sus ojos se emblanquecieron por completo y su corazón dejó de funcionar. Las pisadas se detuvieron al lado de, el completamente perplejo, Pedro. La Parca le estaba esperando. 


Alejandro Gil Pérez
Estudiante de Bachillerato




jueves, 11 de abril de 2024

Un toque de atención

“Si no estás dispuesto a sacrificarte por esta empresa, eres libre de irte, estás despedido”.

Fingí que las palabras de mi ahora ex-jefe no me habían importado y salí del edificio de oficinas que había servido para mí como manicomio por unos dos años. Encendí un cigarro para intentar desviar mi pensamiento por un momento, pero de nada sirvió evadirme del asunto de tener que volver a buscar otro trabajo, con un jefe explotador que volvería a obligarme a trabajar de seis de la mañana, para no regresar a casa hasta las nueve de la tarde. Ni hablar de esas horas extra que brillan por su ausencia en la nómina. Otra vez tendría que volver a ese ciclo sin fin de funcionar como un engranaje hasta jubilarme y disfrutar de la joroba que me saldría después de toda una vida delante de un ordenador.

La corbata me asfixiaba cuando crucé la puerta de casa, me la quité nada más entrar y me encerré en el baño para lavarme la cara y el olor de un año de nicotina. Cuando quise salir de mi encierro, el pomo de la puerta se negaba a abrirse. Esos intentos amables de abrir la puerta fueron continuados por patadas y empujones que quedaban en vano.

-¿Ya te vas?, ¿no tienes cinco minutos para hablar? -dijo una voz al mismo tiempo que las luces se apagaron, quedando solo la luz de las velas aromáticas con olor a vainilla-. Espero que no te incomode la oscuridad -noté que la voz que escuchaba era la mía y además que no venía de mi cabeza sino que procedía del espejo, donde se encontraba mi reflejo cruzado de brazos.

Mi reflejo cogió un cigarro de la caja que tenía en el bolsillo y se dispuso a fumar después de encenderlo con las velas.

-Sabes, imagínate que esto es uno de esos tantos “toques de atención” que le gustaban a tu jefe, imagínate que estás en su oficina.

Cuando le intente contestar, no podía hablar, no porque no supiera qué decir, era porque mi voz no sonaba, como si me hubieran bajado el volumen. Al percatarse de esto, mi reflejo movió su dedo índice hasta sus labios mandándome callar:

-Ahora el que tiene la palabra soy yo. Escúchame, llevo toda mi existencia observándote, he visto cómo has crecido y durante todo este tiempo te he envidiado por tu libertad, esa que has perdido desde el día en el que te dejaste convencer por el “haz algo útil para ti y tu bolsillo” de tu familia. ¿En serio te veías viviendo así, encadenado a tu oficina y puesto de contable por los siglos de los siglos? Me atrevo a decir de que te comportas como un robot, de esos de las pelis que te gustaba ver cuando tenías tiempo libre. ¿Dónde quedaron esas ganas de llenar el mundo de color con tus lienzos? Tienes veintitantos, alguna oportunidad tendrás, por muy pequeña que sea, eso sí la nicotina no te mata antes.

Tras un breve silencio, añadió:

-Y una última cosa, si por algún casual no tomas en consideración este consejo, mira esto.

Mientras decía eso, levantó su mano izquierda a la vez que mi diestra lo hacía también. Había perdido el control de mi cuerpo

-Si veo que no eres capaz de redimir tus cabos sueltos, tomaré tu relevo en esta vida y estarás hasta el fin de tus días mirando cómo yo disfruto la vida, siendo más tú que tú mismo mientras tú te pudres mirándome al otro lado del espejo.

Cuando terminó su discurso, la puerta se abrió de golpe y las luces volvieron a encenderse. Salí rápidamente del baño, directo al garaje a desempolvar mis lienzos en blanco para más tarde disponerme a pintarlos. Un día entero estuve pintando un espejo en el blanco en el cuadro, para luego autorretratarme dentro de él, para que no se me olvide nunca que no quiero ser un esclavo, ni de los demás, ni de mí mismo.

Daniel Vargas Celis

Estudiante de Bachillerato





miércoles, 14 de febrero de 2024

Huevos fritos con tomate


¡Oh qué placer más grato!
¡Ante mí un gran plato!

El aroma del alimento deleita mi pituitaria,
su vista activa mis glándulas salivales.
Aproximo mi tenedor de forma precaria.
¡Estos huevos con tomate son geniales!

De forma decidida tomo el pan,
entonces lo parto con gran afán.

Cuidadosamente lo hundo en la yema del huevo.
Mirad cómo fluye, mirad cómo rebosa.
La yema se rompe y con ímpetu lo pruebo.
Chicos, creedme, como esto no hay ninguna otra cosa.

El tomate se funde con el líquido dorado:
mi plato se convierte en un lienzo pintado.

La yema, del color del sol de la mañana,
se funde con un tomate como el rubí.
Los colores quedan como los de España,
aquella tierra donde yo un día nací.

La clara, en cambio, con su textura,
deleita mi paladar de la forma más pura.

Finalmente se detienen mis molares.
He terminado este plato de magnates.
Sin duda, uno de los mayores manjares,
huevos fritos con tomate.

Luis Guillermo Peinado Justiniano
Estudiante de Bachillerato



jueves, 25 de enero de 2024

El señor Spiegel

El señor Spiegel se levantó mecánicamente a las siete y media de la mañana, como sacudido por una descarga eléctrica. La señora Spiegel, entre el sueño y la realidad, al notar la ausencia de su marido, arrastró hacia sí la sábana que acababa de ser liberada por el señor Spiegel. Ronroneó y siguió durmiendo.

Ludwig era un hombre terriblemente ordenado. Su rutina matutina comenzaba con unas abluciones de agua gélida. Acto seguido, rezaba sus oraciones de la mañana, laudes y todo tipo de letanías varias. Encendía el gramófono del salón, y, mientras fumaba su pipa repleta de Davidoff, escuchaba respingado en su sillón la Pasión según san Mateo. Aunque admitía no saber absolutamente nada de música clásica, para muchos elitista, ese momento introspectivo era lo más significativo de su día a día. Con el tiempo, dependía más de la Pasión que del tabaco.

A las nueve preparaba el desayuno. Trataba los huevos fritos como un orfebre acrisolando un exquisito diamante. Mientras la cafetera zumbaba, el señor Spiegel fue a despertar a su familia. La señora Spiegel ya estaba levantada. Leía recostada sobre la cama la novela que le regaló las Navidades pasadas su prima Bernadette. Seguía sin poder avanzar más allá del segundo capítulo. Ese día quiso despertar a sus hijas personalmente. En cuanto corrió las cortinas, salieron de entre las sábanas como topos de su madriguera. El señor Spiegel las había educado manu militari, y a los cinco minutos la familia Spiegel se encontraba reunida al completo en la cocina.

Hablaron de la subida del precio del trigo debido al frío invierno y la obra de teatro que verían representada aquel fin de semana. Besó a su mujer, abrazó a sus hijas y cogió su maletín verde olivo. Sin demora, se puso en camino hacia el campo. Su monótono día transcurría entre una cámara y otra preparando dosis letales de zyklon b para las masas de judíos que llegaban de todos los rincones de Europa.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato




miércoles, 20 de diciembre de 2023

Una última conversación

Marta cruzó la gran verja oxidada y se sentó en el saliente de la acera que daba a la carretera. Sacó el móvil del bolsillo: eran las 18:41. Se puso sus cascos azul oscuro y los conectó al móvil. Empezó a toquetearlo con calma hasta que por fin empezó a sonar su playlist favorita.

«Siempre he odiado vestir de negro. Es un color aburrido y monótono, es como transmitir a la gente que no tienes personalidad propia, que no eres nadie interesante, sólo uno más; por eso los uniformes de colegios o los trajes de oficina son negros, para ser… uno más —cogió una piedrecita del arcén que se había despegado de la carretera y la observó mientras la daba vueltas entre su dedo pulgar y corazón—. ¿Sabes? Siempre pensé que serías tú el que vendría a mi entierro, pero parece que la vida es así, aleatoria -lanzó la piedra como si tirase una moneda al aire, y se quedó en blanco un momento, pensando en esa pequeña piedra.

»No entiendo qué hacías a las once de la noche borracho y conduciendo, la verdad. O sea, ¿tan bueno está el alcohol que no podías parar de tomarlo? Día tras día, noche tras noche, bebiendo botellas y botellas de cerveza. Ni si quiera estaba tan buena. Admito que alguna vez la he probado mientras no mirabas, pero… no lo entiendo de todas formas. Cuando tomas alcohol, te emborrachas, y haces cosas estúpidas de las que luego te arrepientes, pero aun así seguías bebiendo y bebiendo… ¿O acaso te gustaba esa sensación? —juntó los pies más a su cuerpo para poder apoyarse en sus propias piernas inclinándose hacia delante.

»Nunca fui lo suficientemente buena para ti. Siempre que no estabas borracho te quejabas de mí, de que no sacaba las mejores notas, que no era la mejor, que no llegaré a nada en la vida… No apreciabas mi esfuerzo, ni mi dedicación. Nunca fue suficiente para ti, papá —notó cómo la mirada se le volvía borrosa—. ¿Te quedaste a gusto después de esos guantazos. Esos empujones y berridos? —una lágrima se deslizó por su mejilla derecha. Apoyó la frente en las rodillas y empezó a sollozar, apretando las piernas contra su cuerpo con ayuda de sus brazos. Pasaron al menos 5 minutos hasta que se calmó del todo. Volvió a poner los pies en la carretera, apoyando las manos detrás de ella y dejándose caer hacia atrás, quedando sedente­, se apoyó en una y se secó las lágrimas con la muñeca.

»Cuando nadamos a crol, usamos los brazos con un movimiento circular, acompasado con un aleteo de piernas constante. Si intentamos usar solo los brazos, de manera automática se mueven las piernas, aunque intentemos no usarlas, porque la costumbre ha hecho que lo hagamos de forma inconsciente. Del mismo modo, siempre he vuelto de clase sola a casa; y al entrar en casa, ahí estabas tú, tumbado en el sofá. ¿Qué se supone que voy a hacer ahora sin ti? Te odio, por todo lo que has hecho, todo lo que me has hecho sufrir, y nunca seré capaz de perdonarte, pero aun así, aquí estoy, pensando en ti —Marta se incorporó de nuevo y cruzó las piernas, quedando una encima de otra en forma de “X”—. Odio la imperfección del humano. Odio el hecho de ser un animal que necesite relacionarse. Es horrible tener que hablar para mantener la estabilidad mental y no volverme loca… En fin…

»A pesar de todo, Papá; te quiero. No porque yo quiera, sino porque eres mi padre. Sé que todo lo hacías porque no querías que fuese como tú, un fracaso. Querías lo mejor para mi, aunque no usases los métodos más adecuados, lo intentabas… Gracias. Al final, me has enseñado que…».

—Marta, nos vamos —dijo su tía Berta con una sonrisa forzada mientras apoyaba su mano en la cabeza de Marta.

—Sí, ahora voy ­ —respondió mientras se levantaba de la acera y se sacudía el polvo de las piernas. Fue en dirección al coche negro de su tía, pasando de largo la gran verja, y echando una última mirada a lo que quedaba de su padre; un recuerdo de piedra sobre una explanada llena de historias.

Roberto Almeida Torres
Estudiante de Bachillerato