Era de noche en el
puerto que solo de día visitaba. Las líneas infinitas del mar rozaban el largo
horizonte cubierto de nubes, anunciaban una puesta de sol llena de naranja y
azul combatiendo por el cielo. Notaba la brisa que llegaba por todos los lados;
los pliegues de su ropa iban formando en él la voluntad del viento.
El agua, pensaba él,
le podía llegar un poco más arriba de la cabeza. Lo que Daniel le contó en el
bus le empujaba a preguntarse por los misterios que habría bajo el mar. Pero aquella
conversación fue hace tres meses. Ahora, después de aquel profundo diálogo, iba
a despertar algo que no conocía. El rechinar de la madera húmeda, el olor
salino y el viento cruel estaban en contra y no hacían sino atrasar y acumular
en su imaginación el miedo.
Había dejado aparcado
el coche a unos kilómetros porque la arena lo arropaba todo desde muy lejos. El
muelle en el que estaba era largo y los años los mostraba en las tablas rotas.
Los pilares que venían de lo profundo estaban carcomidos por las almejas y
crustáceos. Las viejas cuerdas de botes que ya no estaban, hacían que pareciera
un muelle de alguna batalla. La luna ya había llegado sin haberse dado cuenta
y, escondida en la neblina, hacía brotar la luz formando en el reflejo del mar
una capa sombría. No había pasado más de una hora, la espera se hacía eterna y
más aún cuando miraba sin parar el reloj.
Su mirada atravesaba
el mar y en él se perdía; se dio media vuelta moviendo las tablas una por una
hasta llegar a la arena que enterraba sus pies. Miraba los diminutos granos y
se preguntaba por qué no había venido su mejor amigo. Dudaba si había llegado a
la hora exacta o si incluso había quedado otro día, pero era imposible. Ansiaba
que ese día llegara como ningún otro y allí estaba, cruzando los árboles ya
clavados en tierra fértil y dejando atrás aquello que no conocía.
Lo último que quería
era volver al pueblo y dejar todo eso en el fondo del mar. Sus pasos disminuían
poco a poco y de vez en cuando volteaba la cabeza atrás en busca de algo. Al
cabo de un tiempo llegó a un sendero y se dio cuenta de que el sonido del mar
se quedaba lejos. En una de esas, tomando el tronco de un árbol para apoyarse y
dar una zancada larga, vio una inscripción tallada en la corteza. Era un
cincelado en la madera que representaba un nautilo atravesado por un tridente.
Las betas en la madera cortada estaban regeneradas por el tiempo. Sin duda
alguna, era un grabado que nunca había visto. Ahora, su mirada giró por
completo hacia lo profundo del tupido bosque. Sus ojos tan rápidos como sus
piernas buscaban entre los espacios de árboles y árboles señales del puerto.
Estaba paralizado por
completo e invadido por un miedo abismal, sus ojos temblaban. Su mano derecha
cerró su puño y, apretándolo, ciñó su rostro de perdición. Unos abstractos
cuerpos al final del muelle cubiertos por una neblina equilibraban el oleaje y
no mostraban simpatía alguna. De aquella quietud una efervescencia se mostraba
a un lado del muelle. Sin ningún tipo de respuesta conocida, Tom vio cómo un
cuerpo emergía del agua. Estaba siendo controlado por aquella forma siniestra que
se le acercaba.
Un grito rompió el
aire bañado de miedo y Tom, centrando la vista en el cuerpo que identificó como
humano, respondió:
-¿Quién eres? ¡Qué es todo esto!
Mientras esperaba una
respuesta, escuchó la nítida voz de Daniel suplicando misericordia. No halló
consuelo para poder pensar en todo lo que estaba ocurriendo. Y ahora el
inhumano cuerpo estrangulaba el cuello de su amigo escapando de su dañada
garganta una súplica de ayuda. Tom tomó carrera y sorteando a formas en la
niebla abrazó a su amigo en el aire y cayendo ambos en el mar entraban en la
misma trampa de la que Daniel acababa de salir.
Su cuerpo, pálido por
los momentos de extrema tensión, fue cobrando vida y, cuando logró tomar
conciencia, vio lo que los tenía atrapados. En el momento en el que se zambulló
y salvó a su amigo, se desmayó, pero no entendía qué lo sacó del agua o dónde
se encontraba. Cuando se fijó en la estructura en la que se hallaba, el vértigo
atacó a sus sentidos y no cabía ningún tipo de razonamiento. Era una gigantesca
bóveda de vidrio sumergida en las entrañas del océano. Una civilización
abordaba la superficie submarina y -no importaba desde dónde la miraras-
parecía no tener fin.
De pronto, uno de
ellos se le acerca y dándole un golpe lo desmaya.
-No deben saber de
nuestra existencia -replicó una de las criaturas marinas. Y así, mirando cómo
el humano suspiraba profundamente, le borraron la memoria y lo devolvieron a la
superficie. Al siguiente día, Tom y Daniel se levantaron y comenzaron sus días
como cualquier otro. Como si no hubiese ocurrido nada.
Fernando
Guédez
Bachillerato
Gran relato. Felicidades Fernando, te aseguro que el inicio te hace estar presente en el puerto, es lo que más me ha gustado.
ResponderEliminarAcabo de descubrir este blog por casualidad y me ha encantado. Un saludo!
ResponderEliminarMuchas gracias por los ánimos, Puerto. Esperamos que sigas disfrutando.
ResponderEliminarMe ha encantado, una pasada, sigue escribiendo así de bien, y llegarás lejos
ResponderEliminarMe ha encantado, una pasada, sigue escribiendo así de bien, y llegarás lejos
ResponderEliminarMe ha encantado, de lo mejor que he leído! Sigue escribiendo así de bien y llegarás lejos!
ResponderEliminarMe ha encantado, ha sido el que más me ha gustado de los que he leído! Sigue escribiendo así y llegarás lejos
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