Despiertas de repente con un gran dolor
en el estómago, lo miras y ves una horrenda herida abierta de la cual no sale
sangre. Te levantas. Empiezas a recordar: una batalla, gritos de dolor, tu muerte…
Avanzas y descubres una moneda en la mano
y enfrente de ti un gran río. Presientes que es un río, aunque no parece agua precisamente.
Te acercas a la orilla y notas que unas voces cargadas de odio te empiezan a
susurrar. Te alejas de inmediato y chocas con un hombre, es alto, delgado,
tiene la cara demacrada y te dirige su voz sibilante como miles de cuchillos
cortando el viento: “el óbolo”. Decides dárselo y él te lleva a una barca
atracada en la orilla, os montáis y navegáis por el río.
A mitad de trayecto decides preguntarle
que quién es, qué es aquel lugar y a dónde te lleva. Responde gustosamente y
descubres que se trata de Caronte, que estás navegando por el río Estigio hacia
el reino de Plutón: al fin y al cabo, no eran simples supersticiones…
Finalmente alcanzáis la otra orilla y te
ves de frente con un perro gigante de tres cabezas: Cerbero. La cabeza izquierda te olisquea y te deja pasar. Marchas
por los Campos Asfódelos (así los
había llamado Caronte), donde continúas entre muchas ánimas que van de un lugar
a otro sin pena ni gloria. Llegas a un edificio en el que se
encuentra la sala del juicio, está hecho de un negro basalto, con algunos tonos
rojizos de un material que no llegas a reconocer. Hay dos salidas, por una se ven
una serie de esculturas que representaban los peores castigos que la mente puede
imaginar, y por la otra, más lejana, alcanzabas a ver esculturas de héroes
triunfantes: los caminos que llevan a los Campos
de Castigo y a los Campos Elíseos
respectivamente.
Esperas tu turno para el juicio, no
tienes prisa, casi prefieres no saber el veredicto. Acaban con el hombre que
estaba delante de ti, lo mandaron hacia los Campos de Castigo. Llega tu turno,
te presentas ante los jueces: Minos, Éaco y Radamantis. Empiezan a comentar
todos los actos que has realizado. Se detienen más en el último tramo de tu
vida, la batalla en la que has muerto… De golpe, recuerdas absolutamente todo:
el ejército de Aníbal formado por cartagineses, íberos y galos, la carga
inicial emprendida por vosotros y, sobre todo, la imagen del rostro del
cartaginés que te mató sin que pudieses reaccionar. Esos recuerdos que van
citando los jueces se manifiestan en tu memoria, pero no parece real, es más
bien como si te estuviesen contando una historia: te ves en tercera persona, no
distingues los rostros de los demás, excepto de los que recuerdas en ese
instante, y finalmente llega el golpe que acabó con tu vida…
Los jueces se miran y hablan durante
mucho tiempo hasta que dictan sentencia: Campos
Elíseos. Estás eufórico y Minos se te acerca y, mientras cuenta cómo se
desarrollará tu “vida” a partir de ese entonces, os dirigís hacia el camino de
las esculturas triunfantes. Pero algo no va bien, tu cabeza no asimila que este
sea el lugar que el destino te había deparado. Miras a Minos y le preguntas si
se puede volver a la vida, él te responde que sí, que todos los que residen en
los Elíseos pueden regresar, empezándola de nuevo, sin recuerdos… Te das la
vuelta, miras al juez fijamente y le dices lleno de confianza: “No ha llegado
mi momento, no moriré del todo”. Non
omnis moriar.
Diego Morín Calle
Estudiante
de Bachillerato
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