El tuareg estaba gravemente herido y sediento, y sus
pies plagados de callos y ampollas le impedían dar un paso más sin aullar de
dolor. Su kaftán turquesa característico de su gente ahora estaba tan lleno de
polvo y barro como su propia cara tostada por el sol. Se desplomó bajo un árbol
de argán y esperó su muerte en aquellas montañas y precipicios áridos propios
del Alto Atlas. Pensó en la voluptuosa mujer morena que jamás amaría y en el
hijo que ya no tendría nunca. Pensó también en su mísera alma abandonada en la
inmensidad vacía del desierto y en cómo el Profeta -que la Paz sea con Él- le
maldecía con sorna desde aquel Paraíso que nunca alcanzaría. El nómada, extraño
en una tierra extraña, cerró los ojos por última vez y esperó a que la gélida
brisa de las noches marroquíes le matase. La cúpula celeste, como dándose
cuenta del espectáculo que sucedía bajo ella, se transformó en una bellísima
mortaja para el moribundo. Una franja perfectamente roja como el azafrán cubría
ahora las cimas de las colinas rocosas del horizonte, seguida por un verde
suave coronado por un negro cielo salpicado de estrellas.
Alberto González Jiménez
Estudiante de Bachillerato
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