Año 1580. Como cada día, Hikari Okazaki volvía a Kanazawa, su encantador pueblo localizado en la prefectura de Ishikawa, en Japón. Los cerezos comenzaban a florecer, marcando el despertar de la primavera. El sol se ponía por el horizonte y dibujaba en el cielo un atardecer hermoso. Tras una larga jornada de trabajo, Okazaki estaba ansioso por ver a su familia. Al llegar a las inmediaciones del lugar tuvo un mal presentimiento, que se hizo certero cuando vislumbró la columna de humo alzarse en la zona y contempló su peor pesadilla: el pueblo estaba en llamas. Desesperado, se dirigió instintivamente a su casa con la esperanza de que su familia estuviese a salvo. Sin embargo, era demasiado tarde. Su hogar había sido consumido por el fuego, y cerca de la entrada yacían sin vida los cuerpos de su esposa y sus cuatro hijos, que habían sido brutalmente asesinados. Okazaki no daba crédito a lo que sus ojos veían. Sentía que su corazón estaba roto.
Tras enterrar los cuerpos de su familia y rezar por ellos, salió de la
casa y divisó a lo lejos a un moribundo superviviente de aquella masacre, que
estaba tendido en el suelo luchando por su vida. Se acercó a él y trató de
ayudarle, pero el esfuerzo fue en vano. Intentó preguntarle sobre lo sucedido,
sin obtener respuesta. Justo cuando se iba escuchó al hombre musitar dos
letras: “KY”, antes de que diese su último suspiro. Okazaki se quedó petrificado.
Sabía a quién hacían alusión aquellas letras: Kurayami Yamanaka, el gobernador
de la región. Lo que muy pocos sabían era que él y Okazaki habían sido grandes
amigos durante muchos años, antes de que sus caminos se separasen.
Okazaki se encontraba atónito y afligido. Había perdido lo que más
quería en su vida. Su familia, amigos, hogar… todo le había sido arrancado para
siempre. Sin embargo, todavía había algo que le atormentaba: las últimas
palabras de aquel moribundo. Motivado por el deseo de vengar a sus seres
queridos, Okazaki decidió recorrer a pie los ciento noventa y dos kilómetros
que lo separaban de la bulliciosa capital, Kioto, donde Yamanaka vivía en su
lujosa mansión a las afueras de la ciudad. Antes de partir, dio un último adiós
a lo que una vez fue su hogar, y que había sido reducido a cenizas. Viajó por
un sendero poco transitado y salvaje, rodeado por un frondoso bosque de sugis.
Tras dos semanas de viaje, llegó a la impresionante ciudad. Ataviado
simplemente con la túnica ceremonial blanca que su difunta mujer le había
regalado, Okazaki se dirigió a la mansión de Yamanaka y, cuando se dispuso a
llamar a la puerta, se vio sorprendido por el propio Kurayami, acompañado por
su guardia personal. Vestido con una lujosa túnica negra, le miró fijamente a
los ojos y le preguntó:
-¿Qué haces tú aquí? -había una nota de desprecio en su voz.
-Lo sabes perfectamente -respondió Okazaki-. He venido para vengar a mi
familia y a mi pueblo. Si aún hay algo de dignidad en ti, aceptarás combatir
contra mí en un duelo de Shotokan.
Mirándole con desprecio, Yamanaka aceptó el reto. No podía mostrar
debilidad ante sus subordinados. Se dirigieron al patio trasero del lugar, que
contenía un campo de entrenamiento perfecto para el duelo. Sin apenas mirarse,
cada uno se situó en un extremo. El sol se estaba poniendo por el horizonte. No
se escuchaba ni un solo ruido por la zona, y el viento acariciaba los rostros
de los contrincantes. Tras el saludo reverencial, Yamanaka decidió atacar
primero asestando una patada lateral. Sin embargo, no esperaba los increíbles
reflejos de Okazaki, que paró el golpe sin problemas, le inmovilizó la pierna y
realizó un barrido, derribándole en un abrir y cerrar de ojos. En apenas unos
segundos de combate, Yamanaka yacía rendido a sus pies pidiendo clemencia, y
secretamente impresionado por la habilidad y destreza mostradas por su rival.
Justo cuando se disponía a dar el golpe final, Okazaki se dio cuenta de que
todo este tiempo había estado equivocado. Se había convertido en aquello que
había jurado destruir. Recordó los buenos momentos que había pasado con su
familia y, mucho tiempo atrás, con el propio Yamanaka, y pensó que su muerte no
iba a cambiar el pasado. Apenado por lo que casi llega a hacer, le perdona la
vida y le libera de su bloqueo. Decidido a retirarse a las montañas Akaishi
para nunca volver jamás, se da la vuelta para alejarse de aquel horrible lugar.
De repente, siente un ardor que le atraviesa la espalda y llega hasta el pecho.
En sus últimos instantes de vida se da la vuelta y ve el rostro triunfante de
Yamanaka, que había escondido en su vestimenta un pequeño cuchillo antes de que
comenzase el combate. Una lágrima recorre la mejilla de Okazaki, antes de caer
de rodillas al suelo, sin vida. Lejos de allí, la última flor del cerezo que
había plantado en el jardín de su casa cae. Su último pensamiento es el hecho
de que podrá reunirse con su familia de nuevo.
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