Una calurosa tarde de
verano mi gato comenzó a hablar.
-¡Humano, soy tu
dios! ¡Dame tu sándwich! -dijo de forma arrogante mientras golpeaba con sus
afiladas uñas el pan de mi sándwich de atún, haciendo que las migajas llovieran
sobre él.
Yo, en silencio,
simplemente lo observé, incrédulo y curioso a la vez. ¿Realmente esa vocecilla
aguda pertenecía a mi gato? Vale que es un gato listo, pero de ahí a hablar… ¿Cómo
le explico esto a mi familia?
-¡Humano, dámelo ya!
Al ver que no me
movía, inclinó su cabeza y se quejó. Acto seguido, impaciente, me miró con sus
ojos felinos, hizo una sonrisa gatuna, saltó y derribó de un zarpazo el
sándwich de mis manos.
Yo aún no lo creía,
así que, todavía mudo de asombro, observé cómo devoraba vorazmente el pan,
dejando las baldosas del suelo llenas de migas.
-¡Gracias humano, ya
puedes retirarte!
Él se tumbó en el
suelo, giró su cuello y empezó a lamer su oscuro pelaje, ahora cubierto por los
restos de mi merienda. Al ver esta escena no pude evitar sonreír. Y me di cuenta
de que, aunque ahora pueda hablar, sigue siendo mi gato.
Fernando
García Caraballo
Ciclo Formativo de Grado Medio
No hay comentarios:
Publicar un comentario