La tempestad había
amainado y su silueta se recortaba contra el sol de la mañana. La nieve crujía
bajo sus pies mientras retornaba a duras penas al refugio. La altitud y la
falta de oxígeno hacían parecer eterno el camino.
Miguel, que así se
llamaba el montañero, había perdido toda esperanza de alcanzar la cumbre. A su
alrededor todo se repetía en sucesión infinita, las peligrosas simas, la roca
desnuda en la cara sur y los restos de la avalancha en la norte. Aquella misma
avalancha que ahora le había dejado solo, separado de su mujer y de los guías.
Pensar en su mujer
fue el único motivo que llevó a Miguel a seguir adelante. Las lágrimas resbalaban
por sus mejillas y se congelaban en su barba encanecida por la nieve.
Conoció a Elena años
atrás. Miguel aún recordaba la fonda del Himalaya donde se vieron por primera
vez. El fuego, las risas y voces, las apuestas de los montañeros le causaron
aún más nostalgia. Habían pasado años ya, pero ella no había cambiado.
Probablemente ya no la volvería a ver. Sus ojos castaños y su pelo negro
estaban grabados en su retina de forma indeleble.
Miguel cayó al suelo.
El dedo congelado le hacía tropezar continuamente. Ya no podía levantarse.
Entonces, oyó su voz, alzó la mirada, se puso en pie y continuó.
Marcos
Rouces
1º Bachillerato
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