Esos momentos en los
que te sientes insignificante, ligero, como una pluma arrastrada por el aire. O
como el toldo de una terraza moviéndose a voluntad del viento. Como una hoja
vieja, mustia y seca cayendo de un árbol joven. Escondido bajo un flequillo de
emociones, con miedo a que la realidad que intentas plasmar en una hoja de
papel te abofetee por no retratarla como se merece.
Contemplando la calidez
del color naranja de un atardecer, proyectando sombras alargadas y extrañas,
con el contraste de unas nubes grises color tristeza y un cielo color blanco
soledad. El horizonte que captan mis ojos no es plano. Formas de edificios y
figuras de almas dibujan el fondo de mi retina. El cálido y espeso vapor de una
chimenea se funde con el viento, como dos enamorados que se unen en cuerpo con
una sola caricia y en alma con una simple mirada.
Pensamientos y
pensamientos se solidifican en lágrimas que vuelan hacia abajo para tener un
fatal accidente al intentar aterrizar con cuidado en el aeropuerto de mi
cuaderno. En mi pantalla del ordenador están mis recuerdos junto a una persona,
ya casi desconocida. Están guardados en la carpeta de “sueños rotos” y me
decido a tirarlos en la papelera de “olvido”. Qué fácil es olvidar cuando eres
una máquina. Si los humanos tuviésemos un botón de reseteo en nuestro cerebro a
lo mejor mañana por la mañana me levantaría y en su WhatsApp aparecería un
“Buenos días, princesa” o un “Hola, qué tal” a ese delincuente que mató a un
ser querido ayer por la noche.
El anaranjado del
atardecer ha terminado y deja paso, con alfombra roja, a la mismísima realidad.
Cada objeto con sus colores y tonalidades correspondientes, indiferentes a mis
ojos. Siempre necesitamos de personas que pinten nuestra realidad con sus colores
para que podamos apreciar de verdad lo bonito que puede llegar a ser el mundo,
que realmente son tonos de grises y blancos.
Terminada la música,
termina mi éxtasis de una tarde tibia de otoño.
Nacho
Sanz
1º Bachillerato
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