Inspiro, siento el aire
frío llenando mis pulmones, contengo la exhalación. Giro mi cabeza hasta mirar
fijamente la diana. Desciendo mi mano hasta el carcaj, noto las plumas
flexibles entre mis dedos, insensibles por el descenso de temperatura.
Deslizo con cuidado la
flecha al exterior de su refugio, la coloco en el reposaflechas y siento la
vibración de la cuerda contestando.
Expiro e inspiro, el
aire frío araña mi garganta insensibilizándola. Levanto lentamente el arco, sé
que el cronómetro corre, no importa, nadie importa, todo enmudece, ya no oigo a
las personas, no oigo el viento. Sólo escucho mis latidos, como una música de
fondo amenizando una velada.
Ya no importa el sitio,
el momento o el porqué; sólo importa ese baile que crea el compás binario de mi
corazón, mi arco y yo. Estiro suavemente el brazo, un paso, coloco el hombro,
otro paso, relajo mis dedos, estamos in
crescendo; tenso hasta notar la áspera cuerda posarse en mi barbilla.
Llegamos al éxtasis de la danza, no sé con certeza si escucho o siento la
vibración, la señal, es el momento y mis dedos se deslizan por la cuerda hasta
quedar suspendidos sobre mi hombro.
La cuerda deja que la
flecha fluya cortando el aire. Vislumbro cómo las plumas se alejan, lentamente,
hasta al final desaparecer.
Mi brazo cae, llevando consigo
el arco, noto la suavidad de la empuñadura acariciando a mi mano. Ésta responde
y en ese instante escucho, percibo como la flecha se clava con cuidado, como si
fuera otra caricia, en el parapeto.
La danza acaba, exhalo
el aire, mis oídos vuelven a captar sonidos, mi olfato advierte un suave olor a
césped húmedo y finalmente vuelvo al mundo real. Apenas han pasado diez
segundos, pero para mí ha sido todo un baile, toda una vida.
Fran
Rodríguez Das Neves
1º Bachillerato
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