Dicen que la esperanza y el amor transforman al hombre, volviéndolo
algo que merece la pena ser llamado como tal. Me dispongo a relatar uno de los
momentos en los que fui, aunque sólo por un instante, algo digno de mención.
Ocurrió un viernes de 2001, y la luna, blanca y redonda, pintaba de
ámbar las farolas fundidas.
Eran las 4 de la mañana y yo llevaba bebiendo desde las once. No
porque disfrutara del sabor del alcohol o porque estuviera celebrando algo,
sino porque necesitaba beber. Ansiaba el ardiente beso de la botella en mis
labios, el amargo rascar del líquido sobre mi garganta, pero sobre todo,
ansiaba esa sensación de desapego, esa dulce promesa de unas horas en blanco,
esa invitación a alejarme de una vida pesada y agónica. En definitiva, ansiaba
olvidar, y parecía que, al menos durante esa noche, lo había conseguido. Me
equivoqué de plano, y doy gracias por ello.
Volví a verla. Más adulta, menos etérea, pero igual de bella, si no
más. Estaba en un garito del centro, apoyada en la barra.
Me sorprendió que me reconociera, pues poco quedaba del niño que la
vio por primera vez. Las novelas ya no eran para mí promesas de universos
nuevos y hacía siglos que no sentía el impulso de pasar páginas. Mi amor por
las historias se había consumido, ahogado por una vida de fechas de entrega,
trabajos urgentes y obligaciones insulsas. Estaba convencido de que jamás
volvería a soñar y, sin embargo, ahí estaba, hablando con una fantasía, la más
hermosa que había visto en toda mi vida.
Recuerdo su aroma, aquel perfume de flores y tinta, de polvo y
mentiras. El olor a novela.
Aquella visión duró poco, pues tras apenas un suspiro, desapareció
entre las luces del alba.
Esa fue la última vez que necesité beber. Juré que consagraría el
resto de mi vida a ella, que la hallaría de nuevo y que cuando lo hiciera,
sería lo suficientemente capaz de declararle mi amor.
Y lo hice, pero esa es otra historia.
Alfonso
Pizarro
Estudiante de Filología Hispánica
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