Son las dos y cuarto
de la tarde de un viernes lúgubre y frío de diciembre. La profesora de Latín,
también cansada y con la cabeza puesta en el fin de semana, da la sesión por
terminada y abre la puerta de clase. Esta se abarrota. Algunos huyen
ensimismados y con ansia al contemplar por la ventana el horizonte que se les
plantea: la libertad, por fin dos días lejos de la universidad. Pero mis amigos
y yo somos diferentes. La verdad es que nosotros preferimos celebrarlo. En la
cafetería, bajo el murmullo general y el chocar de los platos y el griterío de
los cocineros, las pintas de cerveza se elevan todas hacia arriba en perfecta armonía.
¿Y qué celebramos? Celebramos, cada uno en su interior, los lazos que nos unen.
Discutimos acerca de la gramática universal de Chomsky, de la síntesis
escolástica de Tomás de Aquino, del bálsamo del espíritu de Séneca en sus Cartas a Lucilio, de la sublime belleza
del rapto de Proserpina de Bernini, del sentido casi espiritual que alcanza el Requiem de Mozart interpretado por los
serafines y querubines al final del otoño de la vida, de la existencia de algún
dios cuya mirada nos demuestre el amor que tiene por cada uno de nosotros. Y lo
mejor es que ante esos mismos lazos, ante esos mismos vínculos, ante esas
mismas preguntas, siempre planteamos diferentes respuestas. Intentamos unir el
camino bifurcado que conduce a la verdad. Eso es amistad.
Ricardo
Muñoz Ruiz-Dana
Estudiante de Historia y Filología Clásica
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