Dicen que emociones como
el orgullo o el odio perturban al hombre, volviéndolo algo que no merece la
pena ser llamado como tal. En esta ocasión voy a hablar de una de esas veces en
las que yo no lo fui, con la esperanza de que tú nunca imites mis pasos.
Era verano de 2007 y en
aquellos momentos yo era plenamente feliz. La había vuelto a encontrar y esta vez, las cosas
eran distintas.
Estábamos juntos. Nada
de encuentros fortuitos, nada de exprimir cada momento por si acaso era el
último, nada de urgencias, sólo los dos.
Yo estaba enamorado
hasta la médula, por fin tenía a alguien a quien amar. Estaba convencido de que
era mía y que lo sería para siempre. Ese fue mi primer error.
Dejé de relacionarme con
todos, abandoné a todo aquel que no fuera ella y, lo que es peor, exigí que
ella hiciera lo mismo.
Exigí cada vez más y más
compromiso, sin querer ver el daño que eso le ocasionaba, la presioné hasta el
extremo, le negué la libertad que la hacía única. En definitiva, la intenté
transformar en algo que no era y casi la mato en el proceso.
Hasta que un día me
digné a mirarla a ella y no a lo que yo quería que fuera. La figura que se
encontraba ante mí no se parecía en nada a aquella que me visitó de niño. Era
la figura de una moribunda, silenciosa, fría y angustiada.
¿Pero que había hecho,
por el amor de Dios? Aún se me revuelve el estómago cada vez que pienso en
aquella escena. Recuerdo que la abracé y sólo pude sentir dolor y el aroma
dulzón de quien se está ahogando. En ese momento supe lo rastrero que era, el
engendro en el que me había convertido, en lo tóxico que resultaba para ella.
Sabía que debía alejarme
de ella para que fuera feliz y que sólo alguien mejor que yo merecería la
suerte de estar a su lado. Me disponía a alejarme de ella para siempre, auto
convenciéndome de que nunca volvería a verla, por su propio bien.
También me equivoqué en
esa ocasión, pero esa es otra historia.
Alfonso Pizarro
Estudiante de
Literatura General
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