Seguramente sería la última vez que viese
la cara de Roy. Este último año habíamos compartido tanto tiempo juntos, que
habría valido como cinco en una vida normal. Éramos más que hermanos.
Dentro de la camioneta reinaba el silencio, solo se escuchaban
de fondo los neumáticos arrastrando la tierra y las hojas secas, y de vez en
cuando los botes que daba el coche cada vez que había un bache, que hacía
vibrar los asientos produciendo así un sonido metálico. Era de noche. Se oían
grillos al borde de la carretera y en esos momentos todos envidiábamos la vida
simple y feliz de esos inocentes grillos. Yo estaba rodeado de hombres, hombres
con la mirada perdida, callados y con la cara sucia y llena de heridas. No olía
especialmente mal, pero para nada se asemejaba al olor del hogar. Ahora mismo
todos estábamos muy lejos de él.
Todos llevábamos las manos ocupadas, cada uno llevaba su
juguete y la mochila estaba a reventar de más. Era ya parte de nosotros, era
una extremidad más, y si lo perdías, tu vida se perdía con él.
-Es un infierno -dijo Roy para sí. Estaba tan concentrado en
lo que tenía en su cabeza, que ni se había dado cuenta de que lo había dicho en
voz alta. Nos habían dado abundantes charlas explicándonos la importancia del valor
y de la fuerza, pero por muchos argumentos que nos contaran, nadie nos quitaba
la idea de la cabeza, íbamos directos al infierno.
Pablo Táuler Ullívarri
Estudiante de Bachillerato
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