NT: El siguiente texto ha sido traducido del latín tardío por el profesor
Giovanni da Lucca, catedrático de Historia de Roma en la Universidad de Bolonia.
Mi nombre es Arcadio. Soy eremita en imitación del teólogo Jeremías y San
Paulo de Tarso. Me retiré a lo más profundo de los montes Apeninos en el invierno
del año de Nuestro Señor 454, tras la muerte del general Flavio Aecio, durante
el reinado de Valentiniano, el tercero de su nombre.
Las últimas noticias que recibí del Imperio fueron no mucho tiempo después,
sobre el saqueo de Roma llevado a cabo por el vándalo Genserico y sus hombres. El
horror que me causó este hecho fue terrible. Medité y oré durante cinco días
sin descanso y alimento, solo parando a beber de una pequeña fuente cercana cada
docena de horas. Mi exhausto cuerpo no podía aguantar más y ya bien entrada la
noche del sexto día me tumbé a rezar, cerca del pequeño altar, al Cristo que
coloqué dentro de una angosta cueva. Casi al instante, me sumí en un profundo
sueño. En este, vi el rostro de Cristo, inefable y radiante, coronado por un
gran arco de constelaciones que rotaban sobre su sien. En sus ojos vi la
maravilla de la Creación, y encapsulados en sus pupilas fluían ríos y crecían
grandes robles, alcornoques y palmeras de todas clases, acompañados por un coro
de criaturas que componían una sinfonía en honor a Dios.
Extendió su mano hacia mi rostro y contemplé con infinita pena sus heridas
en sus palmas, recordatorio del Sacrificio del Cordero de Dios. Creí pasar
meros segundos en este exquisito trance y, de repente, desperté de forma
violenta, incorporándome en un estado muy agitado. Fui a buscar mi icono, pero
lo hallé tremendamente desmejorado, apenas distinguiéndose la figura del Cristo
Entronizado en la madera barnizada. Lo metí en la bolsa que llevaba conmigo y
anduve de vuelta a Roma para reunirme con el Obispo León, al que pedí audiencia
antes de mi partida.
Al poco tiempo, me sorprendí al ver que el paisaje había cambiado
-considerablemente- desde que me decidí ser ermitaño. Los amplios bosques que
rodeaban los Apeninos, como un verde manto protector, habían desaparecido,
sustituidos por sobrios campos hasta donde alcanza la vista, extrañamente
desprovistos de hogares y labradores. Me dirigí por una calzada de tierra hacia
el suroeste, donde estaba situado mi destino.
Tras unas cuantas horas de viaje, al anochecer, decidí descansar a los pies
de un pino cerca del camino que recorría. Tuve otro sueño esa noche, aún más
desconcertante que el anterior. En la más absoluta oscuridad surgió un
manuscrito blanco como la nieve y se rompió el sello que lo cerraba,
desintegrándose el escrito en el proceso. De las cenizas del manuscrito surgió
un fuego y de él, una ciudad. De sus altas torres ondeaban estandartes
engalanados con coronas doradas y la palabra MAMMON, y bajo estas torres, una
tremenda inmundicia empapaba las calles y callejuelas. Cuando reparé en este
hecho, un sonido grave rompió el silencio en el que se sumía la escena. Era el
bramido de una trompeta y fue tan atronador que la ciudad cayó sobre sí misma
como Jericó, y desperté de esta forma en estado similar al anterior. Más
asustado y agitado que cuando partí a Roma, me puse en marcha poco antes del
amanecer.
Escribo esto al atardecer y ahora me hayo frente a un extraño espectáculo.
Frente a mí se cierne un edificio sobrio y grisáceo, con varios carteles que
desprenden una enorme cantidad de luz cegadora, de docenas de tintes
diferentes, con letras de un alfabeto que no reconozco pero que me es familiar.
En el suelo, no hay ni piedra ni tierra, sino una extraña grava oscura que
llega hasta el horizonte en el este y se pierde en las montañas al oeste. Temo
por mi vida, ya que esta gente que ocupa el lugar, que afortunadamente no ha
reparado aun en mi presencia, hablan en un idioma bárbaro y malsonante, como
una macabra burla del latín. Trataré de rodearles en silencio para huir lo
antes posible de este lugar y preguntaré al Obispo sobre esta nueva invasión.
NT: Este escrito se encontró en las manos de un hombre de mediana edad con
barba oscura y cabeza rapada, ataviado en una ropa negra sencilla. Estaba en el
suelo, muerto por el impacto de un coche que no reparó en su presencia en una
parada de servicio en la Autostrada A1, a tres kilómetros de Roma. Los
paramédicos determinaron que su muerte fue inmediata. Esto pasó en gran medida
desapercibido por los medios y se le enterró en una tumba sin nombre en un
pequeño cementerio en el pueblo de Tívoli. Un conocido mío, que se hizo eco de
la historia por la policía local, consiguió una copia del manuscrito original
que portaba el fallecido y dediqué un par de horas muertas a traducirlo para los
carabinieri. Me cautivó la historia de Arcadio y viajé al punto de los Apeninos
que describió, con una curiosidad morbosa, junto a las autoridades, pero lamentablemente
no hallamos nada. Tengo en mi posesión el icono que describe y, hace una semana,
uno de mis compañeros de trabajo confirmó que era original del siglo V.
Quienquiera que fuera este pobre loco, ha conseguido introducirse en mi cabeza
y no paro de pensar en sus palabras, planteándome y debatiéndome sobre la veracidad
de su completamente fantástica historia. Sea cual sea la verdad, que descanse
en paz Arcadio, el verdadero último romano.
Alberto González Jiménez
Estudiante de Bachillerato
No hay comentarios:
Publicar un comentario