Miro a mi alrededor. Estoy
rodeado de unos grandes muros de piedra, fríos y silenciosos. No hay
absolutamente nada aquí dentro aparte de oscuridad y soledad. Tampoco percibo
ningún olor, lo cual me desconcierta bastante. Me siento muy pequeño en este
espacio, un diminuto ser encarcelado dentro de lo que parece ser una simple
torre sin ninguna utilidad. Grito con todas mis fuerzas y, para mi sorpresa, no
se oye nada. No es que no haya eco o que esté ronco, es que simplemente de mi
garganta no sale ningún sonido. Me empiezo a poner nervioso y busco el foco de
luz que me está permitiendo apreciar algunos de los detalles de esta gran
prisión, pero tampoco lo encuentro. ¿Cómo es posible que haya luz, por muy
tenue que sea, y no tenga un foco de emisión? Es como si no hubiese manera
alguna de salir de aquí, pero de alguna forma habré entrado. Todo parece tan
irreal que empiezo a pensar que estoy soñando, de modo que comienzo a golpearme
contra el suelo para comprobar si siento dolor, y ocurre algo que termina por
desconcertarme del todo. Percibo los golpes en mi cuerpo y si me concentro mucho
en ellos, noto el dolor que me producen. Sin embargo, mi cabeza los aísla, es
como si no pudiera sentir nada, y no porque el dolor no esté ahí, sino que ese
dolor golpea fuera de la torre.
De repente se oye un
gran estruendo bajo mis pies y los muros se derrumban y desaparecen a mi
alrededor, dejando a la vista un único objeto frente a mí. Es un reloj gigante.
Miro la hora. Son las 19:25, llegó tarde a entrenar. Me visto y salgo de casa
corriendo. El aire frío me sorprende al salir a la calle despejándome la cabeza
y, mientras corro hacia el campo, pienso en lo que acaba de suceder. Es la
primera vez que me ocurre algo así y en cambio intuyo que no será la última:
una gran espiral ha entrado en mi cabeza y no va a ser fácil echarla de ahí.
Gabriel
Abanades Díaz
Estudiante de Bachillerato
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