En
el centro de Londres, en una de sus callejuelas cercanas al río Támesis y a la
catedral de San Pablo, vivía un señor muy viejo. Nadie conocía su edad, pero
sabían que era muy viejo. Sus vecinos lo llevaban viendo toda la vida, desde
que eran pequeños. Las madres, ahora abuelas la mayoría, les contaban a sus
hijas que desde que tenían uso de razón lo habían visto. Y así continuamente,
de generación en generación.
No
salía casi de casa: solo se dejaba ver a las cinco de la tarde aproximadamente,
en la cafetería Beas of Bloomsbury.
Esta había sustituido a otra. La nueva era de magdalenas y bollos. La antigua
había sido muy distinta: la cafetería se mezclaba con una biblioteca. Se pasaba
horas y horas leyendo allí junto a William, el propietario. Desgraciadamente,
cuando murió, sus hijos vendieron el local. Pasaron dos años hasta que el señor
volvió a salir a la calle. Algunas personas pensaban incluso que se había
muerto. Nadie vivía con él, por lo que era difícil enterarse si había muerto de
verdad.
El
viejo se llamaba Bert. Era muy mayor, ni él sabía cuántos años tenía. Le dolía
todo, pero milagrosamente no tenía ninguna enfermedad. Residía en su casa de
Londres. Hacía mucho tiempo que no se mudaba, muchísimo tiempo. En esa casa
había pasado cientos de años, más de lo que solía quedarse en cualquier casa.
Se solía mover para buscar bibliotecas, pero en este barrio había muchas.
Además, la casa era perfecta: estaba encima de unas oficinas silenciosas, como
necesitaba. A pesar de todo esto, el barrio no le terminaba de agradar, pues no
le gustaba la catedral ni el Támesis. No le paraban de recordar su misión:
encontrar un libro. Os preguntaréis ¿qué libro? Ni él lo sabía, para eso tenía
a una especie de demonio que le avisaba cuando uno podía ser. Todos ellos los
tenía guardados en su biblioteca propia: a veces los robaba, otras veces los
compraba. Su biblioteca era grande, tanto que solo dejaba espacio para su
dormitorio y una cocina eléctrica.
Debido
a su misión tenía que estar leyendo mucho rato. Le gustaba, y lo hacía con
entusiasmo. Reflexionaba cada palabra, porque podía ser la puerta para volver a
su mundo. Ya se estaba terminando los libros de la última biblioteca cercana,
así que se mudaría pronto. Después de tanto tiempo sin hacerlo, no recordaba casi
cómo se hacía. No le preocupaba el precio: no lo pagaba él. En verdad, no sabía
quién lo pagaba. Probablemente sería el demonio ese, que, de una forma u otra,
daría el dinero al dueño. Tampoco le importaba.
Salió
a andar una tarde de noviembre. Hacía aire y el cielo estaba cubierto por la
típica niebla londinense. Se veía poco. Él iba andando por la orilla del río.
Había caminado demasiado, estaba muy cansado. Ese día, la cafetería cerraba,
por lo que no podía ir. Tampoco quería ir a la catedral, pues no creía en Dios
(en realidad, sabía que no existía).
Se
cruzó con una mujer. Él la observó detenidamente, apoyado en su bastón. Vestía
una ropa muy extravagante: casi toda morada, salvo las botas que eran de color
fucsia. Para completar su vestimenta llevaba puesto un sombrero y unas gafas de
sol (sí, con niebla, menuda tontería). Pero lo que le llamó la atención fue lo
que tenía debajo del brazo: un libro oscuro, con los bordes dorados, bastante
grande.
-Sabes
que es ese -dijo el demonio, que había aparecido apoyado en su hombro derecho.
-Siempre
dices lo mismo, pero luego nunca lo es -realmente la criatura llevaba la razón,
aquel libro le llamaba y mucho.
-Tú
sabrás -se esfumó rápidamente, como si nunca hubiese estado allí.
Le
sudaban las manos. Estaba muy nervioso, creía que por fin había descubierto el
libro. Aquel que durante años llevaba buscando. Una fuerza mágica, repentina,
le empujó corriendo hacia la señora. Dejó el garrote atrás, había rejuvenecido
muchos años en ese momento. Según se iba acercando a la mujer, esta se asustaba
más y más. Cuando se cruzaron, ella no sintió nada. Literalmente nada. Le había
desaparecido el libro de debajo del brazo. Suspiró y siguió caminando. Después
de unos pasos, desapareció como el demonio, bajo el manto de la niebla.
La
larga carrera le dejó agotado. A pesar de esto, subió a su piso velocísimo.
Abrió la puerta de su casa y se sentó en el sillón de la biblioteca. Respiró
hondo un par de veces y abrió el libro. Cerró los ojos, notó cómo ascendía. Por
fin de vuelta a su mundo. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al abrir los
ojos, se sorprendió. El poder de los libros siempre le fascinaría.
Alberto Nieto Zuya
Estudiante de
Bachillerato
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