Dicen, y es verdad, que
solo el amor y la rabia hacen del hombre algo que merece la pena ser llamado
como tal. Me dispongo a relatar los momentos en los que fui, aunque solo
durante un periodo efímero, algo parcialmente cierto.
Ocurrió una tarde de 1994
y el mundo, como tenía ya por costumbre, se esforzaba por no sucumbir ante el próximo
invierno.
Yo cedía mi alma y mi
tiempo a una novela de Zafón, de esas que te llenan la memoria de ideas, el
corazón de sueños y el estómago de rabia contenida. Dejaba correr las horas,
contento de perder mi tiempo y mi vista ante la susodicha novela cuando escuché
que mi madre me llamaba con ese tono de urgencia y compostura reservado a las visitas.
Me levanté de mi rincón de lectura, mi mecedora, y casi llorando por dentro
aparté la vista de la novela y me recompuse la ropa, intentando sin éxito
alejar mi apariencia de un personaje de Lovecraft. Abrí mi habitación con la
sensación que tendría un profanador de tumbas al entrar en un sarcófago cerrado
siglos atrás. Esperaba que, como siempre que había visitas en casa, mi madre
hiciera el papel de anfitriona, relegando toda mi participación a un saludo
cortés y a una sonrisa forzada a medias antes de volver a mi novela, esgrimiendo,
por supuesto, una excusa medianamente creíble. Y, sin embargo, nunca me sentí
tan feliz de cometer un error, pues al fin y al cabo, fue esa visita la que me
hizo ser por un momento algo digno de mención.
Ante mí se encontraba
la criatura más bella con la que jamás podría haber soñado y eso, viniendo de
alguien cuyo mundo se encuentra a medio camino entre Sykem, Narnia y la Comarca,
es mucho decir. Aún ahora, años después, no sabría decir si aquel ser era
real o la más perfecta de mis fantasías. Tendría más o menos mi edad, aunque no
me hubiera sorprendido de que fuese eterna, pues la belleza dura mil vidas
habitando siempre en los corazones ajenos. Sus ojos, de un color marrón apagado,
eran tristes y a la vez tan atrayentes como el último acto de Romeo y Julieta. Tanto es así que no
pude fijarme en nada más en todo el tiempo que pasé con ella, aunque para mí todo
el tiempo del mundo habría pasado como un suspiro. Nunca me dijo su nombre y yo
no tuve el coraje de mirar a otra parte que no fueran sus ojos, pero lo que sí
recuerdo es que, en ese instante, me enamoré de ella y que me juré que volvería a
encontrarla. Y así fue, pero esa es otra historia.
Alfonso
Pizarro
2º Bachillerato
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