La
eterna caminante, envuelta en la umbra, vagaba. Hiciera frío o calor, por
desiertos o montañas, por los mares y por los cielos. Siempre en silencio
caminaba, corría, nadaba... Con frecuencia se daba un paseo por el vacío,
visitaba lejanas galaxias o cosechaba algunos soles. Normalmente iba en
solitario, solo en extrañas ocasiones, cierto dios del caos con demasiados
nombres para recordarlos todos, la acompañaba.
Y así,
desde el inicio de los tiempos, vagó. Pasaron segundos, minutos, horas, días,
años, épocas y eones. No existía confín del universo que no hubiera visitado
por lo menos un billón de veces. Contempló civilizaciones surgir. Y por
supuesto, también perecer.
En
algún momento durante su largo viaje reposó en un planeta desolado. Aunque una
vez floreció con esplendor, hacía ya mucho tiempo que ese planeta había perdido
la capacidad de albergar vida. Sin los recursos y condiciones necesarias, solo
algunas extrañas y ruinosas estructuras y unas gigantescas, semienterradas y colosales
figuras humanoides, hechas de algún raro y extraño metal, que podían verse de
vez en cuando dispersadas sobre la corteza terrestre, hablaban de los vestigios
de un glorioso pasado. Pero el pasado es el pasado y el presente es, en efecto,
el presente.
La
razón por la que se detuvo eran muchas, y a la vez ninguna en particular. Era
solo que vislumbró una solitaria espada, tan gigantesca como las ya antes
mencionadas figuras, y lejanos recuerdos acudieron a su memoria. Sin embargo
los recuerdos en realidad no importaban, solo un capricho era la razón
verdadera para su pausa.
Entonces,
durante un largo, largo tiempo, contempló la espada. Con el paso de
innumerables soles por el firmamento, la espada, forjada con algún material extraordinario
pensado para perdurar, empezó a presentar cada vez más motas de óxido sobre la
superficie de su hoja. En ocasiones el viento incandescente que asolaba la
desértica superficie del planeta la sumergía completamente en arena, y con el
paso de aún más soles, el mismo viento volvería a descubrir su anciano filo oxidado.
Observó
la espada hasta el día en el que se convirtió en polvo, después, miró hacia el
cielo y volvió a desvanecerse en los confines del espacio. Como acostumbraba a
hacer, sin verdadero propósito o rumbo alguno, otra vez continuó vagando.
Ella
era solitaria, triste, y en cierto sentido más hermosa de lo que uno pudiera
imaginar. Era la amante más cruel, pero al final era la única en la que de
verdad se podía confiar, pues, algún día y con absoluta certeza, iría a
buscarte. Ella te trataría con justicia y con equidad.
La
muerte vagó por el vacío, portando una corona de estrellas apagadas y dejando
una estela de mundos olvidados. Esperando eternamente el día en el que este
universo llegue a su fin y así, por fin, la propia muerte pueda morir.
Fernando García Caraballo
Grado Superior
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