Escribiendo como
orgulloso estudiante de humanidades me complace comunicar a los integrantes del
vulgo profano que sus pensamientos, razones y objetos (como fin) de vida son
algo deleznable e inferior a la verdadera naturaleza y condición humana. Pero
en mi filantrópica compasión, y es aquí donde me enorgullezco de mí mismo, he
decidido (tal y como hiciera Prometeo en nuestros primitivos orígenes)
descender de mi celestial morada a llevaros el fuego; que esta vez será
representado por la luz que os aportará el conocimiento que promulgo y
propugno. Mas no queriendo estimar en demasía a mi persona, pero necesitando
aclararlo (tal vez más conmigo mismo que con vosotros, pues no entenderíais mi
dilema, animales salvajes disfrazados de hombres) añado que no voy a vosotros
movido por mandato divino, sino por un estadio superior de empatía, abnegación.
Por supuesto no podría abandonar mi cordura para rebajarme a vuestro nivel de
bestias, como no podría una deidad dejar de ser divina.
Vuelvo al tema que me
ha conmovido, y aquí entráis vosotros. Paseando por el celestial Olimpo os vi,
os vi como puercos entre el estiércol y lo que en mí provocaba náuseas en
vosotros hacía nacer un casi obsceno placer, el placer de que siendo (aunque
dudo que sabiéndoos) humanos, vivíais como animales revolcándoos entre las
inmundicias de la incultura. En la mayor parte de casos esto es tan sólo una
metáfora, ilustrativo es que no lo fuera en todos.
¡Oh triste historia!,
condenada a sufrir la animalización del hombre, condenada a ver al patético ser
que antaño forjase laudables glorias.
Vosotros vivís en casas
de piedra y altas torres de cristal, pero hombres mortales sois y como tales
destinados estáis a morir, pero se os ha olvidado cómo ser hombres, se os ha
olvidado que podéis vivir vidas dignas, gloriosas y magnánimas; dignas de ser
bordadas con hilo de oro en el tapiz de las Parcas como hitos. Podríais
acometer gloriosas empresas por las que los mismos dioses se arrodillarían, tal
como la mía, que viviendo bajo las estrellas, alejado del mundanal ruido, me he
impuesto la misión de daros la llave, el dominio de vuestra vida.
¡Yo soy el heraldo de
la humanidad perdida!, cantad musas mi valor, pues aunque inerme me encuentro,
ningún peligro me acecha y a nada temo, porque todas las armas de las que
preciso se hallan en mi amor, mi amor por la humanidad a la que os empeñáis en
vilipendiar. Yo he venido a enseñaros, escuchadme entonces poderosos y débiles,
escuchad oprimidos, escuchad opresores, escuchad individuos todos; no hallaréis
verdad alguna en el futuro, no en la mundana ciencia, no en el efímero progreso
técnico.
La verdad será hallada
en el pasado, gozoso tiempo en el que los hombres gozaban de humanidad; volved
vuestros impíos ojos a las enseñanzas clásicas del pasado.
Francisco
Rodríguez Das Neves
Bachillerato
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