Primera línea de combate. Polvo,
calor, sudor… Miles de hombres, todos iguales a ti, legionarios por todas
partes. Avanzas. Aceleras el paso. El centurión os ordena que os detengáis.
Esperas una orden. Ante la orden avanzáis, todos a una.
De repente miles de enemigos en frente:
hoplitas cartagineses. Sus cascos relucen ante la luz que se filtra entre la
polvareda. Cincuenta metros. Entre el sonido de las pisadas y el duro acero de
espadas y escudos, se escucha un sonido mortal y familiar. Instintivamente
levantas el escudo e inmediatamente varios dardos se clavan en él. Arrojas tu
pilum y a la par los demás legionarios. Miles de silbidos se filtran en el aire
con el sonido de miles de lanzas clavándose en escudos y del crujir de los
huesos al contacto con el metal.
Sigues avanzando. Cinco metros. Te
enzarzas en un combate a muerte con tu enemigo. Tiene rasgos iberos. Te ataca,
levantas tu escudo e inmediatamente lanzas una estocada y el gladio se clava en
la carne. Un soplo de aire fresco te recorre todo el cuerpo y continúas dando
mandobles. Ahora un soldado de armadura romana se encuentra frente a ti pero
sabes que no es un legionario. Te lanzas contra él, te esquiva y te hiere el
brazo del escudo. Con un movimiento rápido logras alcanzar su yugular y, cuando
éste se lleva las manos al cuello, aprovechas y le clavas la espada en su
estómago, matándolo.
La adrenalina recorre tu cuerpo, pero
miras tu herida. Sangre. Mucha sangre. Tu ímpetu te abandona por completo y ya
tienes a otro enemigo en frente. Con las últimas fuerzas que te quedan levantas
el escudo. El golpe es demasiado rotundo para tu herido brazo y lo sueltas. Las
últimas energías que te quedan las utilizas para rematarlo.
Ya no puedes más, tu armadura está
llena de sangre ibera, cartaginesa y la tuya propia. Te derrumbas. Tienes el
sabor amargo de la sangre y el sudor en tu paladar, nublándote la mente. Te
concentras y un recuerdo llega a tu memoria, tu dura niñez en las calles de
Velatri, tu entrenamiento militar desde los dieciséis. Todo te sobreviene de
golpe justo cuando un cartaginés se aproxima para rebanarte el cuello. Te revuelves
rápido pero no lo suficiente y mueres como querías: de pie, ante tu enemigo
mortal. Al menos tu sacrificio serviría de lección para tus enemigos y de
ejemplo para tus aliados. Un soldado de Roma jamás muere de rodillas. Vis honorque. Fuerza y honor.
Diego Morín
Bachillerato
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