Allí se hallaba el Rey, entre grises y
amargas paredes, en la profunda penumbra de aquella sala, bajo el incómodo yugo
de la corona, de hierro viejo y pesado, sobre un trono de negra y dura piedra.
En aquel silencio de tóxicos y oscuros tonos, el Rey reflexionaba.
Ante aquella asfixiante realidad, el Rey
no podía evitar la nostalgia de pensar que un mundo lo aguardaba tras las
puertas de su fortaleza, más allá de las grises murallas, dibujadas las verdes
praderas tachonadas de flores, derrochando color y aroma, sobre las bravas olas
del picado océano, los escarpados recovecos perdidos en las montañas, las
huellas de otras vidas tan distintas a la suya…
Pero, no obstante, allí estaba. Un gran
rey, alto hombre entre los hombres, señor de muchos, siervo de nadie. Allí
estaba el más poderoso de los mortales vivos; atormentado, miserable,
derrotado. Capaz de moldear el mundo a su antojo, cambiar miles de vidas con
solo chasquear los dedos. Sin embargo, era su regia vida la que se pudría en la
más profunda amargura. Se hallaba atrapado en aquella cárcel anegada de riqueza
y poder, entre barrotes de oro y joyas, vestido con harapos de seda y cadenas
de plata en sus muñecas.
El Rey, cabeza gacha por el peso de la
corona, agazapado en lo alto del trono, cantaba sus desgracias en silencio, a
un fiel vacío que nunca lo traicionaría, al mudo abismo de su imaginación.
Allí sentía el viento golpeando su rostro,
ensordeciéndolo, mientras los cascos de su caballo golpeaban con una furia acorde
a su velocidad, cruzando las praderas, cuyas flores lucían de vivos colores,
bajo un cielo de amable y generoso azul.
Allí las bravas olas se lanzaban contra su
navío, presa de una tempestad negra y cruel, que azotaba su embarcación
golpeando con furiosos mandobles de viento. Seguía el horizonte a través de la
vorágine, mientras reía y manejaba su navío como si a su propio cuerpo
perteneciera.
Allí las montañas no tenían secretos para
él, no había hueco ni escisión que no conociera. Los riachuelos eran su fuente
de vida, la sombra de los árboles, su descanso.
En la penumbra de la sala, inmerso en la
oscuridad, el Rey, con los ojos cerrados, exhalaba un efímero suspiro de
alivio, una sensación breve pero intensa de paz. El Rey se hallaba ajeno a la
negrura que lo aguardaba en silencio, lejos de abrir de nuevo los ojos y
regresar de vuelta a su triste realidad.
Marcos Fernández Marinas
Estudiante de Bachillerato