¿Hasta cuándo
seguiremos quietos? Hay nerviosismo en las filas. El alfil me golpea
obligándome a mirar adelante. A cinco casillas se encuentra un igual; la misma
altura, el mismo armamento, la misma subordinación resignada a la mitra que
asoma por encima de su cabeza. Sólo una diferencia nos separa: el bando. Y por
haber nacido de una manera u otra, sin posibilidad de elegir, estamos
condenados a enfrentarnos, no por nuestros ideales sino al servicio de un rey
al que ni siquiera podemos ver.
Nadie se mueve, la
tensión es palpable. De pronto mi compañero de la izquierda avanza dos
casillas, desatando el caos. Todo comienza a moverse. Un caballo se coloca
delante de mí pisándome. Odio a los caballos, creen que por poder saltar están
equiparados a la nobleza e intentan mirar entre las almenas de las torres.
La partida progresa,
pero los peones no sabemos de qué manera. Recibo la orden de movimiento y
adquiero perspectiva. El panorama es devastador. Los restos de un alfil cubren
las casillas centrales. Ataco a un peón enemigo y su sangre rocía mi rostro
cegándome durante unos segundos. Sé que la muerte está cerca, pero no ocurre
nada. Deben haberme cubierto la retaguardia o quizá el enemigo considere que no
represento una amenaza. No tengo manera de saberlo. Cada turno que pasa merma
el número de tropas.
Vuelvo a avanzar y
distingo entre el polvo una cruz negra. Me maravillo ante la altura y el
aspecto regio del rey enemigo. Contra esa pieza poco podemos hacer. O tal vez
nuestro rey sea igual. No lo sé. Me paro a pensar en la injusticia de luchar en
primera fila, pudiendo solo avanzar adelante y no saber siquiera por quién
lucho.
Mis pensamientos se
materializan en las palabras de otro peón enemigo, que puesto delante de mí,
produce un bloqueo de ambos. Me habla de paz y felicidad, de negarse a seguir
luchando, de oponerse a la cruel autoridad. Casi empiezo a creerle, a estar
dispuesto a seguirle, cuando se ahoga con una lanza clavada en la parte baja de
su cuello. Una torre da fin a la conversación y al bloqueo. Cuando se retira, avanzo
una casilla sobre el cadáver del peón negro. Y entre el olor de la sangre,
sudor y vísceras percibo algo más. Una columna abierta deja avistar el fondo
del campo de batalla a solo tres casillas. Se desvanecen los deseos de paz, el
sentimiento revolucionario; si llego ascenderé de categoría social.
Una casilla. Y otra.
Puedo verme vestido con los ropajes del alfil, o incluso coronado por las
almenas de la torre.
Un grito, quizás de
aviso, se pierde entre el fragor. Avanzo y respiro aliviado; estoy salvado.
Unos leves pasos y el sonido de los pliegues de un vestido de seda me llaman la
atención. Una bella dama aparece a mi izquierda. Me sonríe. Le intento devolver
la sonrisa pero apenas llego a esbozar una mueca. No siento. No respiro. Muero.
Marcos
Rouces
Bachillerato
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