jueves, 19 de enero de 2023

Consuelo de guerra

Empieza a atardecer entre las montañas. Apenas los últimos rayos solares alumbran el interior de la gruta, relegada ya solo a la luz de las velas de dos pequeños candelabros. Las llamas, que empiezan a bailar por las primeras briznas de viento sobre la cera derretida, auguran una noche helada. Estas pizcas de fuego rodean la base de piedra sobre la que descansa la talla de la Virgen vestida de oro. Un semicírculo de arcos y comunas la flanquean como si la protegieran de las afiladas piedras, que desde arriba parecen detenerse en el tiempo para no caer sobre ella. La madre descansa serena, sirviendo a su vez de trono para el niño sentado en sus piernas. Sus manos talladas lo acurrucan y sujetan con firmeza y ternura, como si quisiera arroparlo para protegerlo de la fría noche. La luz de las velas juega agitada entre los nervios de madera, que recorren el rostro de la imagen, iluminando toda la faz y otorgando un brillo sacro a sus ojos. El niño también la mira, inmóvil, como un recién nacido se sorprende con cada detalle del rostro de su madre. Los tenues luceros alumbran cada pliegue de su vestido dorado, se esconden tras estos deslizándose por las sombras y relieves, creando una capa de luz que la recorría por completo y la viste de oro. Las estrellas también comienzan a asomarse en el cielo para acompañar a la más brillante de todas ellas.

Un silencio sepulcral rodea el ritual de luces. Hasta que llegaron unos pasos acelerados y contundentes, que recorren el pasillo de entrada. El eco choca contra cada hendidura de la roca haciendo que se llene por completo con un extraño ritmo. Los pasos cesaron y un gran peso cayó de rodillas, al unirse firmemente al suelo, como las raíces de un gran abeto a la loma de la montaña. Ante la imagen se humillaba un cuerpo robusto, cubierto por una cota de malla, que a cada uno de sus movimientos hacía tintinear sus miles de cuentas de hierro forjado. Sus hombros estaban cubiertos por la piel de un lobo gris que brillaba como la plata con la luz de los candelabros. Las patas del lobo, ahora vacías, parecían rodear su pecho amenazando con desgarrarlo en cualquier momento. De sus vestidos salían unas manos recias, recorridas por venas como los ríos esquivos bajan por las montañas llegando a desembocar en sus dedos, fuertes como las garras de un oso. El recorrido de las venas se entrecortaba por las heridas de las batallas que lucharon y las armas que había empuñado. Su cara estaba cubierta por una espesa barba y un pelo descuidado, encarcelado por una corona dorada que reinaba sobre su cabeza y le hacía reinar sobre otros. De sus bigotes brotaba una respiración pesada, que traía consigo un bao blanco como la nieve que no muy lejos de allí cubría los picos.

Después de un tiempo el rey levantó la cabeza. Sus ojos se fijaron a los de la talla como si un lazo lo hubiera atado sin poder apartar la mirada. Su agitada respiración se detuvo por un momento. El rey sintió como si su madre le invitara a sentarse a su lado. Entonces respiró, y proyectó sus palabras como un susurro oído por toda la gruta:

-Madre, aquí me encuentro, soy yo, tu hijo Pelayo, rey de los astures. Estoy ante ti para pedirte consuelo y consejo, madre sabia. Hace ya once años que los infieles llegaron desde el sur con su doctrina. Luchan como demonios y ni el mayor guerrero puede pararlos. Hasta el mismo Rodrigo cayó ante ellos. Sabes bien que yo los he visto y que choqué mi acero contra el suyo, y me postraron de rodillas como ahora ante ti me encuentro, atado como un cordero antes de sacrificar. Allí me amparaste y por tu santa voluntad conservo la cabeza sobre los hombros. Con mis manos atadas y mi espalda apoyada en una pared fría les escuché hablar su lengua extraña, el idioma del mal naciendo de sus pútridas bocas. Un traidor de la cruz de tu hijo me traducía lo que los blasfemos decían, pues conocía su inmunda lengua, y por hacer de estas tareas no le desangraban por la garganta. Madre, yo, Pelayo, defendí tu santa sede en Toletum sin importarme perder la vida. Volví aquí, a mi tierra, para encontrarme con la muerte de mi padre, tu servidor el duque Favila, durante mi cautiverio en Córduba. Cayó sobre mi entonces esta corona vana que ante ti presento, pues la única corona de poder fue la de espino que coronó al Salvador.

Pelayo entonces se retiró la corona y la dejó en alto de piedra en el que se encontraba la talla. Permaneció unos segundos en silencio mientras se disolvía el sonido casi musical que dejó la corona en la gruta y siguió diciendo:

-Madre, tu Hispania ha caído al completo, no quedan ni bastiones ni murallas sin asedio o conquista. No queda ningún caudillo ni más guerreros a sus órdenes que mueran por tus tierras. Queda mi gente, mis últimos hombres y las familias que juré proteger al convertirme en rey. Y quedo yo, condenado a la misma suerte que Rodrigo y todos los demás que hoy yacen bajo tierra sin ni siquiera saber dónde…

Pelayo se levanta apoyándose sobre un banco de madera y se acerca lentamente a la talla con los ojos a punto de desbordar las lágrimas de un reino entero. Con una de sus manos agarra el manto de la imagen y apretándola con dulce fuerza finaliza:

-Los infieles están a pocas colinas y siguen avanzando, mañana poco después del mediodía ya estarán aquí. Estamos solos, somos los últimos, el eslabón final de una cadena destruida. Pero debo aceptar mi responsabilidad, debo honrar a todos los que ya están a tu lado en el paraíso, debo resistir. Lucharemos con todo lo que tenemos, no asomará árabe su cabeza por camino sin recibir una piedra en ella. Y si hemos de caer por miles, lo haremos, pero nos los llevaremos con nosotros al infierno del que han venido, como si hemos de echarles la montaña encima. El día de mañana marcará la historia del mundo, el día que murió o renació un reino dado por muerto. Madre, acompáñanos a la batalla, implora por nosotros a tu hijo para que nos otorgue fuerza, haga resistir nuestros escudos y el corte de nuestros filos, y que aquellos que caigan, que lo hagan en tú regazo y lleguen a la gloria. Si he de caer mañana, madre, que así sea, pero que mi gente resista y que desde estas colinas empecemos a recuperar lo que nos pertenece. Mañana la cruz de tu hijo encabezará nuestra lucha y nos ayudará a vencer sobre nuestros enemigos. En tus manos dejo mi cuerpo, mi lanza, espada, escudo y corona, y que si mañana muero, cercenado o atravesado, que mi cuerpo repose entre estas piedras contigo hasta el fin de los tiempos. Que desde esta gruta, Covadonga, empecemos un nuevo mundo, una nueva estirpe que devuelva el esplendor a estas tierras. Desde aquí, desde ti y por nosotros, renacerá España.

El rey Pelayo recogió su corona y la colocó de nuevo sobre su cabeza. Besó con devoción el rostro de la imagen y le dedicó una caricia al niño. Le dejó en la mano una flor que había recogido en el exterior. Se dio la vuelta y salió de la gruta quedando solo el eco de sus pasos y de su voz a lo lejos mandando a sus hombres empezar a prepararse. Todo volvió a estar en silencio, como al principio, ni siquiera el viento se atrevía a bailar con las velas después de aquel encuentro. Las estrellas brillaron más que nunca aquella noche: sabían que sería el primer día de una nueva era.

Francisco José Rodríguez Martín
Estudiante de Bachillerato