miércoles, 20 de diciembre de 2023

Una última conversación

Marta cruzó la gran verja oxidada y se sentó en el saliente de la acera que daba a la carretera. Sacó el móvil del bolsillo: eran las 18:41. Se puso sus cascos azul oscuro y los conectó al móvil. Empezó a toquetearlo con calma hasta que por fin empezó a sonar su playlist favorita.

«Siempre he odiado vestir de negro. Es un color aburrido y monótono, es como transmitir a la gente que no tienes personalidad propia, que no eres nadie interesante, sólo uno más; por eso los uniformes de colegios o los trajes de oficina son negros, para ser… uno más —cogió una piedrecita del arcén que se había despegado de la carretera y la observó mientras la daba vueltas entre su dedo pulgar y corazón—. ¿Sabes? Siempre pensé que serías tú el que vendría a mi entierro, pero parece que la vida es así, aleatoria -lanzó la piedra como si tirase una moneda al aire, y se quedó en blanco un momento, pensando en esa pequeña piedra.

»No entiendo qué hacías a las once de la noche borracho y conduciendo, la verdad. O sea, ¿tan bueno está el alcohol que no podías parar de tomarlo? Día tras día, noche tras noche, bebiendo botellas y botellas de cerveza. Ni si quiera estaba tan buena. Admito que alguna vez la he probado mientras no mirabas, pero… no lo entiendo de todas formas. Cuando tomas alcohol, te emborrachas, y haces cosas estúpidas de las que luego te arrepientes, pero aun así seguías bebiendo y bebiendo… ¿O acaso te gustaba esa sensación? —juntó los pies más a su cuerpo para poder apoyarse en sus propias piernas inclinándose hacia delante.

»Nunca fui lo suficientemente buena para ti. Siempre que no estabas borracho te quejabas de mí, de que no sacaba las mejores notas, que no era la mejor, que no llegaré a nada en la vida… No apreciabas mi esfuerzo, ni mi dedicación. Nunca fue suficiente para ti, papá —notó cómo la mirada se le volvía borrosa—. ¿Te quedaste a gusto después de esos guantazos. Esos empujones y berridos? —una lágrima se deslizó por su mejilla derecha. Apoyó la frente en las rodillas y empezó a sollozar, apretando las piernas contra su cuerpo con ayuda de sus brazos. Pasaron al menos 5 minutos hasta que se calmó del todo. Volvió a poner los pies en la carretera, apoyando las manos detrás de ella y dejándose caer hacia atrás, quedando sedente­, se apoyó en una y se secó las lágrimas con la muñeca.

»Cuando nadamos a crol, usamos los brazos con un movimiento circular, acompasado con un aleteo de piernas constante. Si intentamos usar solo los brazos, de manera automática se mueven las piernas, aunque intentemos no usarlas, porque la costumbre ha hecho que lo hagamos de forma inconsciente. Del mismo modo, siempre he vuelto de clase sola a casa; y al entrar en casa, ahí estabas tú, tumbado en el sofá. ¿Qué se supone que voy a hacer ahora sin ti? Te odio, por todo lo que has hecho, todo lo que me has hecho sufrir, y nunca seré capaz de perdonarte, pero aun así, aquí estoy, pensando en ti —Marta se incorporó de nuevo y cruzó las piernas, quedando una encima de otra en forma de “X”—. Odio la imperfección del humano. Odio el hecho de ser un animal que necesite relacionarse. Es horrible tener que hablar para mantener la estabilidad mental y no volverme loca… En fin…

»A pesar de todo, Papá; te quiero. No porque yo quiera, sino porque eres mi padre. Sé que todo lo hacías porque no querías que fuese como tú, un fracaso. Querías lo mejor para mi, aunque no usases los métodos más adecuados, lo intentabas… Gracias. Al final, me has enseñado que…».

—Marta, nos vamos —dijo su tía Berta con una sonrisa forzada mientras apoyaba su mano en la cabeza de Marta.

—Sí, ahora voy ­ —respondió mientras se levantaba de la acera y se sacudía el polvo de las piernas. Fue en dirección al coche negro de su tía, pasando de largo la gran verja, y echando una última mirada a lo que quedaba de su padre; un recuerdo de piedra sobre una explanada llena de historias.

Roberto Almeida Torres
Estudiante de Bachillerato



martes, 14 de noviembre de 2023

El hombre: la criatura suprema

El pensamiento filosófico de Aristóteles afirma que el hombre es la unión sustancial del cuerpo (soma) y del alma, y es un ser inteligente.

Aristóteles, discípulo de Platón, discrepa con su maestro. Platón sostiene que alcanzamos el conocimiento gracias a la “reminiscencia”, es decir, gracias a los recuerdos del “mundo de las ideas” que tiene nuestra alma, ya existente antes que nuestro cuerpo.

Sin embargo, Aristóteles plantea que el conocimiento viene dado por la información que vamos adquiriendo desde niños y que se va anotando en una tabula rasa. Para Aristóteles nacemos como esa tabla, vacía, sin nada escrito y nuestro cerebro se va configurando con los conocimientos que vamos adquiriendo y reflejando en la misma.

Ese conocimiento parte de lo que percibimos a través de nuestros sentidos y de nuestra inteligencia, y por ello podemos afirmar que hay dos momentos implicados en el conocimiento: el conocimiento sensible y el conocimiento intelectual.

El primero, lo poseemos tanto los animales como los seres humanos y nos permite percibir un objeto sensible a través de los sentidos externos, con la consecuente producción de sensaciones. Por ejemplo: el tacto capta texturas; la vista, imágenes; el gusto, sabores; la nariz, olores y el oído, sonidos y cuando se unifican las distintas informaciones que nos llegan a través de todos ellos desarrollamos el sentido común que nos permite provocar una percepción. De ahí el sentido común pasamos al sentido interno, que da lugar a la memoria y a la imaginación. Con la memoria ya podemos retener un objeto en nuestro cerebro tal cual es, y con la imaginación podemos modificarlo: cambiar su textura, color, etc… generando una imagen final que se queda registrada en nuestro cerebro.

El segundo, es el conocimiento intelectual, que es el que nos diferencia de los demás seres. Tiene tres funciones: la abstracción, el juicio y el raciocinio.

La abstracción abarca tanto el entendimiento agente, que corresponde a la abstracción de nuevos conceptos de manera universal, como el entendimiento paciente, por el que no abstraemos lo universal sino que ya lo conocemos. El juicio es la capacidad que tenemos para determinar si algo es verdadero o falso, simple o compuesto, afirmativo o negativo, asertivo, probable o necesario y universal o particular. El raciocinio es la conclusión final de dos juicios que da lugar a una nueva proposición y que, por definición, es la capacidad que tenemos de ejercitar la razón y, en consecuencia, el pensamiento.

Cuando nosotros, los sujetos, conocemos los objetos, llegamos a la verdad, que es la adecuación entre los dos.

En conclusión, el hombre es el único ser que por su conocimiento puede llegar a la verdad y eso nos configura como seres superiores al resto de las criaturas de la creación. Tenemos la capacidad de conocer y reflexionar sobre lo conocido. Somos capaces de pensar y de elaborar conclusiones que nos permiten tomar las decisiones que configurarán nuestra vida. Cualquiera de los otros seres con los que convivimos no podrán nunca alcanzar este estado al estar limitados por disponer solo de conocimiento sensible.

Marcos Segovia Hernández
Estudiante de Bachillerato



jueves, 28 de septiembre de 2023

El suspiro del jacinto o la utilidad de la belleza

En la plácida orilla de un río de plata, allá donde las ninfas vagaban y los cisnes lucían su albo plumaje, vivían, como hermanos, sauces nobles, guijarros de rostros pulidos con esmero, aves errantes de terso canto y un jacinto del color del oro. Refulgía el jacinto con el sol de las largas tardes estivales, dormitaba bajo mantos de rocío y contemplaba ensimismado el suave vuelo de las golondrinas. Se alborozaba con el rumor del río entre las piedras sedosas que, junto al trino del ruiseñor y los susurros de las hojas de los sauces, formaba una música que él llamaba divina, y suspiraba ante sus libres compases. Suspiraba, también, al oír la risa tenue de las parejas de amantes que, pletóricas de sueño y juventud, se alejaban del pueblo para sentarse sobre la pulcra hierba y dejarse arder entre besos y eternas caricias. Suspiraba, también, al escuchar el lamento de las tórtolas, y al ver teñirse el horizonte de púrpura y de fuego. Suspiraba, en fin, a cada rato, conmovido por el más ínfimo dulzor de los aires.

Sus hermanos, sin embargo, lo miraban con cruel celo y desprecio. Decíanle los guijarros:

–Tú que te jactas, Jacinto, de nacer de la noble pasión de Febo, y que salpicas tu fragancia al aire; dime, ¿qué es lo que tienes para ofrecernos? Pues nosotros, tan quietos y silentes, construimos la senda del fresco río, que bendice al pueblo con su caricia. Los lánguidos sauces albergan reinos enteros de hormigas laboriosas y ofrecen sombra a los amantes que en el ardiente verano la buscan; los ruiseñores cuidan y alegran con su canto a los campos y la hierba alimenta a las ovejas que hambrientas la toman. Tú, en cambio, tan sólo te yergues, luciendo vanas flores durante todo el día y, con la mirada perdida, dejas escapar por tus labios ridículos suspiros. ¡No eres tú, pues, Jacinto, útil de ninguna manera a tus hermanos!

El jacinto bajaba la mirada, avergonzado y pesaroso:

–Es cierto esto que alegan mis hermanos, pues me veo incapaz de responder a su pregunta. ¡Cierto es, entonces, que carezco de utilidad y de valor! –cavilaba, dolorido. No obstante, por no poder huir, seguía erguido entre la hierba, limpia y olorosa, y entre el zumbido de festivas abejas. Seguía, luciente, bajo el sol y oscilaba bajo la luna y sus estrellas. Seguía, también, suspirando sin cesar.

Sus hermanos, hartos, comenzaron a hostigarlo. Trató el río de arrancarlo, mas no alcanzó su mano; trató el guijarro de herirlo, mas, carente de alguien que lo lanzara contra la flor, no pudo lograrlo; trató de arañarlo el sauce, mas por no partir su tronco, no se inclinó lo suficiente. Así, cansados y furiosos, acudieron a la brisa, temida por su fuerza. Le hablaron del jacinto y de su inutilidad, e infundieron en ella una rabia impetuosa al decir que él, con sus suspiros, la estaba desafiando. Por ello, la brisa, henchida en su furor, se dirigió al río para destruir a la flor. Tal fue la fuerza de su soplido, tal la garra y el afán de su ataque, que acabó por despojar al jacinto de todas sus fragantes y áureas hijas. Éstas, temblando, fueron esparcidas por los aires. Vagaron entonces, agitadas en sollozos y temores por la brisa, y cada una terminó en un lugar diferente, en busca de una nueva familia.

Así, se hundieron algunas en el barro; otras dormitaron en la ventana de muchachos ingenuos; quedaron otras enredadas en las ramas de algún árbol y el resto, yacentes por los bosques, terminaron por ser raptadas y devoradas por algún hambriento animalillo. Una de ellas, sin embargo, continuó revoloteando ligera por los aires y su suspiro fue eterno. Había comprendido que la flor, por ser flor, ha de suspirar para siempre, alejada de barro y disputas.

Isidro Vicente Molina
Estudiante de Filología Clásica



miércoles, 19 de abril de 2023

La última de Joxian

Joxian nunca tuvo mucha fe. Llevaba sin pisar una iglesia quince años, desde su primera comunión. Ahora recorría el pasillo central del templo como quien camina por la calle, soltando tacos y mirando de reojo a todos lados como buscando un sitio cómodo donde sentarse. Parecía un perro callejero buscando la farola adecuada donde poder mear a gusto.

Había probado con los bancos de madera, pero su espalda se retorcía como las caras dolientes de los santos. Así que decidió darse una vuelta a ver si encontraba algo mejor. Probó todo tipo de superficie donde dejarse caer: la silla curial, los bancos laterales, los del altar, las salidas de aire del garaje inferior del templo… La iglesia era antiquísima y se encontraba en un estado deplorable por el paso del tiempo. Las paredes estaban agrietadas y la madera podrida: parecía un cadáver en descomposición. El granito estaba gélido, desprovisto del más mínimo atisbo de vitalidad. Tras un rato de búsqueda, vio unas puertas que no había investigado todavía:

-Joder, ya sé lo que es esto -pensó Joxian-, ¡es un confesionario!

Se asomó por la puerta del cura y al fin halló lo que tanto buscaba: una silla con respaldo y asiento acolchados. Tenía incluso reposabrazos. Se sentó complacido y cerró la puerta para más intimidad.

-Mierda de coche -pensó Joxian-. Últimamente no gasta gasofa, la engulle como niño tragón. Tenía que dejarme tirado en el pueblo más desierto de Vizcaya. El único sitio donde no hace calor es en esta mierda de iglesia. Y todavía queda media hora para que lleguen los del seguro, joooodeeeeer.

Joxian estaba absorto en sus pensamientos cuando de repente oyó a alguien arrodillándose al otro lado. Notó un silencio prolongado y alguien susurró:

-Ave María purísima.

Joxian no había oído a nadie entrar, pero reprimió su sorpresa y decidió seguirle el rollo. Carraspeó un poco para hacerse el distraído y le dijo:

-Eh… sí, sin pecado concebida. ¿De qué te quieres confesar?

-Padre, he ofendido gravemente a Dios. Llevo ocho años sin confesarme, pero espero que aún pueda perdonarme.

-No te preocupes -improvisó Joxian-, nadie es perfecto. Cuéntame ¿qué pecados has cometido?

-Bu-ueno, yo… -el hombre misterioso se calló y hubo un silencio incómodo; luego continuó- he… discutido con mi mujer, ehh… me he aficionado bastante a la bebida, no suelo ir a misa…

-Todo eso es normal, ¿por qué no te iba Dios a perdonar?

-Ya… -el confesado tomó aire y siguió- he… reñido con mis padres, últimamente miento más de lo que quisiera…

-Mal, hijo, mal. La mentira emponzoña el alma, te lo dice alguien que sabe. Sigue, perdona.

-Si-í, sí. Esto… a veces grito a mis hijos, soy un poco agarrado con el dinero, he sido bastante envidioso y… -paró un momento y espetó repentinamente- he asesinado a mi mujer y he troceado su cadáver.

-¡¡¡Coño!!! -gritó Joxian-. ¿Estás enfermo? Yo me largo -Joxian le dio una patada a la puerta del confesionario y salió corriendo de la iglesia blasfemando y dando voces-. ¡Estás pinzao, hermano! ¡Estás como una cabra!

El confesado se quedó de rodillas, perplejo ante la reacción del “sacerdote”. Estuvo quince minutos estático y, al ver que no volvía, se largó.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 12 de abril de 2023

Autobiografía de un humanista frustrado

Este relato no trata sobre gansos ni leones, tampoco de enanos o elfos, sino que narra la historia de la introducción a la literatura de un “iletrado”.

A sus diecisiete años, Miguel era un chico sin interés alguno en el arte, la literatura y mucho menos en la poesía. Siempre se había alejado de esas cosas inútiles y banales para alguien que le gustaba autodenominarse como “una persona de ciencias”. A pesar de ser alguien que se relacionaba bastante con otros individuos, nunca salía de su zona de confort y se negaba a conocer a humanista alguno bajo el pretexto de que eran gente muy rara. Siempre tuvo la firme convicción de que ni saber latín ni filosofar ponían pan sobre la mesa y que había que pensar en el futuro.

Un verano, sin saber muy bien cómo sucedió, acabó en un campamento de humanidades. Fue allí donde descubriría que no eran tan distintos. Al fin y al cabo, también a él le gustaba reflexionar sobre el porqué de las cosas. Todo esto desembocó en que los ahí presentes engatusaron a Miguel con falsas promesas de té y comida gratis en un club de literatura sin compromiso alguno y él accedió.

El grupo al que le invitaron resultó no ser lo que le prometieron, porque le obligaron a llevar pasteles si no presentaba un escrito y lo leía frente a todos. Miguel no estaba por la labor de dar nada a nadie, así que se decidió a escribir. Como buen procrastinador que era lo dejó todo para el último día antes de la fecha acordada. Y ahí estaba él, con las manos entrelazadas sobre la cabeza y esta hundida en las piernas, desesperado y angustiado, pensando en cualquier manera de librarse de aquel aprieto. De pronto, entre todo el agobio que sentía, le vino una idea a la cabeza, se sentó en su escritorio, cogió el bolígrafo y comenzó a escribir: “Este relato no trata sobre gansos ni leones...”.

Miguel Puente Fernández

Estudiante de Bachillerato

 


miércoles, 8 de marzo de 2023

Otra vida

Era de noche. A través de la ventana alcanzaba a ver un edificio que se alzaba al otro lado de la calle. Casi no me podía mover. La habitación era pequeña, solo cabían los cacharros que los médicos usaban para mantenerme con vida. Las paredes eran de un tono blanco apagado. Odiaba el blanco. Me costaba mucho respirar. Los médicos me habían conectado a una máquina que mejoraba mi respiración. Odiaba la máquina, hacía mucho ruido. La camilla era muy incómoda, era como estar sobre un montón de rocas. Odiaba la camilla.

Puede que fuese por el ruido de la máquina, o por la incómoda camilla, o incluso por ese color blanco que tanto odiaba. Pero en cualquier caso no podía dormir. Y entonces me puse a recordar. Y recordé. Recordé cómo había discutido con mi esposa. Recordé cómo perdí a mi hija. Recordé aquellas botellas vacías que no desahogaron mis penas. Recordé cómo perdí el control. Recordé ese chirriante sonido que hace la fricción de la rueda al frenar. Y dejé de recordar. Y entonces me puse a pensar. Y pensé. Para qué voy a seguir viviendo, si no tengo por qué vivir.

Y entonces volví a recordar. Recordé aquellos atardeceres que contemplé en mi juventud, junto a mi alma gemela. Recordé ese momento en el que hinqué la rodilla para estar junto a ella el resto de mi vida. Recordé mi “sí quiero”. Recordé el día que nuestro amor se convirtió en mi otra vida. Recordé los cuentos que la contaba. Recordé sus abrazos. Recordé su sonrisa. Y pensé. Voy a vivir por otra vida así.

Diego Romano Aguado
Estudiante de Bachillerato



jueves, 19 de enero de 2023

Consuelo de guerra

Empieza a atardecer entre las montañas. Apenas los últimos rayos solares alumbran el interior de la gruta, relegada ya solo a la luz de las velas de dos pequeños candelabros. Las llamas, que empiezan a bailar por las primeras briznas de viento sobre la cera derretida, auguran una noche helada. Estas pizcas de fuego rodean la base de piedra sobre la que descansa la talla de la Virgen vestida de oro. Un semicírculo de arcos y comunas la flanquean como si la protegieran de las afiladas piedras, que desde arriba parecen detenerse en el tiempo para no caer sobre ella. La madre descansa serena, sirviendo a su vez de trono para el niño sentado en sus piernas. Sus manos talladas lo acurrucan y sujetan con firmeza y ternura, como si quisiera arroparlo para protegerlo de la fría noche. La luz de las velas juega agitada entre los nervios de madera, que recorren el rostro de la imagen, iluminando toda la faz y otorgando un brillo sacro a sus ojos. El niño también la mira, inmóvil, como un recién nacido se sorprende con cada detalle del rostro de su madre. Los tenues luceros alumbran cada pliegue de su vestido dorado, se esconden tras estos deslizándose por las sombras y relieves, creando una capa de luz que la recorría por completo y la viste de oro. Las estrellas también comienzan a asomarse en el cielo para acompañar a la más brillante de todas ellas.

Un silencio sepulcral rodea el ritual de luces. Hasta que llegaron unos pasos acelerados y contundentes, que recorren el pasillo de entrada. El eco choca contra cada hendidura de la roca haciendo que se llene por completo con un extraño ritmo. Los pasos cesaron y un gran peso cayó de rodillas, al unirse firmemente al suelo, como las raíces de un gran abeto a la loma de la montaña. Ante la imagen se humillaba un cuerpo robusto, cubierto por una cota de malla, que a cada uno de sus movimientos hacía tintinear sus miles de cuentas de hierro forjado. Sus hombros estaban cubiertos por la piel de un lobo gris que brillaba como la plata con la luz de los candelabros. Las patas del lobo, ahora vacías, parecían rodear su pecho amenazando con desgarrarlo en cualquier momento. De sus vestidos salían unas manos recias, recorridas por venas como los ríos esquivos bajan por las montañas llegando a desembocar en sus dedos, fuertes como las garras de un oso. El recorrido de las venas se entrecortaba por las heridas de las batallas que lucharon y las armas que había empuñado. Su cara estaba cubierta por una espesa barba y un pelo descuidado, encarcelado por una corona dorada que reinaba sobre su cabeza y le hacía reinar sobre otros. De sus bigotes brotaba una respiración pesada, que traía consigo un bao blanco como la nieve que no muy lejos de allí cubría los picos.

Después de un tiempo el rey levantó la cabeza. Sus ojos se fijaron a los de la talla como si un lazo lo hubiera atado sin poder apartar la mirada. Su agitada respiración se detuvo por un momento. El rey sintió como si su madre le invitara a sentarse a su lado. Entonces respiró, y proyectó sus palabras como un susurro oído por toda la gruta:

-Madre, aquí me encuentro, soy yo, tu hijo Pelayo, rey de los astures. Estoy ante ti para pedirte consuelo y consejo, madre sabia. Hace ya once años que los infieles llegaron desde el sur con su doctrina. Luchan como demonios y ni el mayor guerrero puede pararlos. Hasta el mismo Rodrigo cayó ante ellos. Sabes bien que yo los he visto y que choqué mi acero contra el suyo, y me postraron de rodillas como ahora ante ti me encuentro, atado como un cordero antes de sacrificar. Allí me amparaste y por tu santa voluntad conservo la cabeza sobre los hombros. Con mis manos atadas y mi espalda apoyada en una pared fría les escuché hablar su lengua extraña, el idioma del mal naciendo de sus pútridas bocas. Un traidor de la cruz de tu hijo me traducía lo que los blasfemos decían, pues conocía su inmunda lengua, y por hacer de estas tareas no le desangraban por la garganta. Madre, yo, Pelayo, defendí tu santa sede en Toletum sin importarme perder la vida. Volví aquí, a mi tierra, para encontrarme con la muerte de mi padre, tu servidor el duque Favila, durante mi cautiverio en Córduba. Cayó sobre mi entonces esta corona vana que ante ti presento, pues la única corona de poder fue la de espino que coronó al Salvador.

Pelayo entonces se retiró la corona y la dejó en alto de piedra en el que se encontraba la talla. Permaneció unos segundos en silencio mientras se disolvía el sonido casi musical que dejó la corona en la gruta y siguió diciendo:

-Madre, tu Hispania ha caído al completo, no quedan ni bastiones ni murallas sin asedio o conquista. No queda ningún caudillo ni más guerreros a sus órdenes que mueran por tus tierras. Queda mi gente, mis últimos hombres y las familias que juré proteger al convertirme en rey. Y quedo yo, condenado a la misma suerte que Rodrigo y todos los demás que hoy yacen bajo tierra sin ni siquiera saber dónde…

Pelayo se levanta apoyándose sobre un banco de madera y se acerca lentamente a la talla con los ojos a punto de desbordar las lágrimas de un reino entero. Con una de sus manos agarra el manto de la imagen y apretándola con dulce fuerza finaliza:

-Los infieles están a pocas colinas y siguen avanzando, mañana poco después del mediodía ya estarán aquí. Estamos solos, somos los últimos, el eslabón final de una cadena destruida. Pero debo aceptar mi responsabilidad, debo honrar a todos los que ya están a tu lado en el paraíso, debo resistir. Lucharemos con todo lo que tenemos, no asomará árabe su cabeza por camino sin recibir una piedra en ella. Y si hemos de caer por miles, lo haremos, pero nos los llevaremos con nosotros al infierno del que han venido, como si hemos de echarles la montaña encima. El día de mañana marcará la historia del mundo, el día que murió o renació un reino dado por muerto. Madre, acompáñanos a la batalla, implora por nosotros a tu hijo para que nos otorgue fuerza, haga resistir nuestros escudos y el corte de nuestros filos, y que aquellos que caigan, que lo hagan en tú regazo y lleguen a la gloria. Si he de caer mañana, madre, que así sea, pero que mi gente resista y que desde estas colinas empecemos a recuperar lo que nos pertenece. Mañana la cruz de tu hijo encabezará nuestra lucha y nos ayudará a vencer sobre nuestros enemigos. En tus manos dejo mi cuerpo, mi lanza, espada, escudo y corona, y que si mañana muero, cercenado o atravesado, que mi cuerpo repose entre estas piedras contigo hasta el fin de los tiempos. Que desde esta gruta, Covadonga, empecemos un nuevo mundo, una nueva estirpe que devuelva el esplendor a estas tierras. Desde aquí, desde ti y por nosotros, renacerá España.

El rey Pelayo recogió su corona y la colocó de nuevo sobre su cabeza. Besó con devoción el rostro de la imagen y le dedicó una caricia al niño. Le dejó en la mano una flor que había recogido en el exterior. Se dio la vuelta y salió de la gruta quedando solo el eco de sus pasos y de su voz a lo lejos mandando a sus hombres empezar a prepararse. Todo volvió a estar en silencio, como al principio, ni siquiera el viento se atrevía a bailar con las velas después de aquel encuentro. Las estrellas brillaron más que nunca aquella noche: sabían que sería el primer día de una nueva era.

Francisco José Rodríguez Martín
Estudiante de Bachillerato