miércoles, 19 de abril de 2023

La última de Joxian

Joxian nunca tuvo mucha fe. Llevaba sin pisar una iglesia quince años, desde su primera comunión. Ahora recorría el pasillo central del templo como quien camina por la calle, soltando tacos y mirando de reojo a todos lados como buscando un sitio cómodo donde sentarse. Parecía un perro callejero buscando la farola adecuada donde poder mear a gusto.

Había probado con los bancos de madera, pero su espalda se retorcía como las caras dolientes de los santos. Así que decidió darse una vuelta a ver si encontraba algo mejor. Probó todo tipo de superficie donde dejarse caer: la silla curial, los bancos laterales, los del altar, las salidas de aire del garaje inferior del templo… La iglesia era antiquísima y se encontraba en un estado deplorable por el paso del tiempo. Las paredes estaban agrietadas y la madera podrida: parecía un cadáver en descomposición. El granito estaba gélido, desprovisto del más mínimo atisbo de vitalidad. Tras un rato de búsqueda, vio unas puertas que no había investigado todavía:

-Joder, ya sé lo que es esto -pensó Joxian-, ¡es un confesionario!

Se asomó por la puerta del cura y al fin halló lo que tanto buscaba: una silla con respaldo y asiento acolchados. Tenía incluso reposabrazos. Se sentó complacido y cerró la puerta para más intimidad.

-Mierda de coche -pensó Joxian-. Últimamente no gasta gasofa, la engulle como niño tragón. Tenía que dejarme tirado en el pueblo más desierto de Vizcaya. El único sitio donde no hace calor es en esta mierda de iglesia. Y todavía queda media hora para que lleguen los del seguro, joooodeeeeer.

Joxian estaba absorto en sus pensamientos cuando de repente oyó a alguien arrodillándose al otro lado. Notó un silencio prolongado y alguien susurró:

-Ave María purísima.

Joxian no había oído a nadie entrar, pero reprimió su sorpresa y decidió seguirle el rollo. Carraspeó un poco para hacerse el distraído y le dijo:

-Eh… sí, sin pecado concebida. ¿De qué te quieres confesar?

-Padre, he ofendido gravemente a Dios. Llevo ocho años sin confesarme, pero espero que aún pueda perdonarme.

-No te preocupes -improvisó Joxian-, nadie es perfecto. Cuéntame ¿qué pecados has cometido?

-Bu-ueno, yo… -el hombre misterioso se calló y hubo un silencio incómodo; luego continuó- he… discutido con mi mujer, ehh… me he aficionado bastante a la bebida, no suelo ir a misa…

-Todo eso es normal, ¿por qué no te iba Dios a perdonar?

-Ya… -el confesado tomó aire y siguió- he… reñido con mis padres, últimamente miento más de lo que quisiera…

-Mal, hijo, mal. La mentira emponzoña el alma, te lo dice alguien que sabe. Sigue, perdona.

-Si-í, sí. Esto… a veces grito a mis hijos, soy un poco agarrado con el dinero, he sido bastante envidioso y… -paró un momento y espetó repentinamente- he asesinado a mi mujer y he troceado su cadáver.

-¡¡¡Coño!!! -gritó Joxian-. ¿Estás enfermo? Yo me largo -Joxian le dio una patada a la puerta del confesionario y salió corriendo de la iglesia blasfemando y dando voces-. ¡Estás pinzao, hermano! ¡Estás como una cabra!

El confesado se quedó de rodillas, perplejo ante la reacción del “sacerdote”. Estuvo quince minutos estático y, al ver que no volvía, se largó.

Javier Luis Izaguirre
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 12 de abril de 2023

Autobiografía de un humanista frustrado

Este relato no trata sobre gansos ni leones, tampoco de enanos o elfos, sino que narra la historia de la introducción a la literatura de un “iletrado”.

A sus diecisiete años, Miguel era un chico sin interés alguno en el arte, la literatura y mucho menos en la poesía. Siempre se había alejado de esas cosas inútiles y banales para alguien que le gustaba autodenominarse como “una persona de ciencias”. A pesar de ser alguien que se relacionaba bastante con otros individuos, nunca salía de su zona de confort y se negaba a conocer a humanista alguno bajo el pretexto de que eran gente muy rara. Siempre tuvo la firme convicción de que ni saber latín ni filosofar ponían pan sobre la mesa y que había que pensar en el futuro.

Un verano, sin saber muy bien cómo sucedió, acabó en un campamento de humanidades. Fue allí donde descubriría que no eran tan distintos. Al fin y al cabo, también a él le gustaba reflexionar sobre el porqué de las cosas. Todo esto desembocó en que los ahí presentes engatusaron a Miguel con falsas promesas de té y comida gratis en un club de literatura sin compromiso alguno y él accedió.

El grupo al que le invitaron resultó no ser lo que le prometieron, porque le obligaron a llevar pasteles si no presentaba un escrito y lo leía frente a todos. Miguel no estaba por la labor de dar nada a nadie, así que se decidió a escribir. Como buen procrastinador que era lo dejó todo para el último día antes de la fecha acordada. Y ahí estaba él, con las manos entrelazadas sobre la cabeza y esta hundida en las piernas, desesperado y angustiado, pensando en cualquier manera de librarse de aquel aprieto. De pronto, entre todo el agobio que sentía, le vino una idea a la cabeza, se sentó en su escritorio, cogió el bolígrafo y comenzó a escribir: “Este relato no trata sobre gansos ni leones...”.

Miguel Puente Fernández

Estudiante de Bachillerato