En la
plácida orilla de un río de plata, allá donde las ninfas vagaban y los cisnes
lucían su albo plumaje, vivían, como hermanos, sauces nobles, guijarros de
rostros pulidos con esmero, aves errantes de terso canto y un jacinto del color
del oro. Refulgía el jacinto con el sol de las largas tardes estivales,
dormitaba bajo mantos de rocío y contemplaba ensimismado el suave vuelo de las
golondrinas. Se alborozaba con el rumor del río entre las piedras sedosas que,
junto al trino del ruiseñor y los susurros de las hojas de los sauces, formaba
una música que él llamaba divina, y suspiraba ante sus libres compases.
Suspiraba, también, al oír la risa tenue de las parejas de amantes que,
pletóricas de sueño y juventud, se alejaban del pueblo para sentarse sobre la
pulcra hierba y dejarse arder entre besos y eternas caricias. Suspiraba,
también, al escuchar el lamento de las tórtolas, y al ver teñirse el horizonte
de púrpura y de fuego. Suspiraba, en fin, a cada rato, conmovido por el más
ínfimo dulzor de los aires.
Sus
hermanos, sin embargo, lo miraban con cruel celo y desprecio. Decíanle los
guijarros:
–Tú que te
jactas, Jacinto, de nacer de la noble pasión de Febo, y que salpicas tu
fragancia al aire; dime, ¿qué es lo que tienes para ofrecernos? Pues nosotros,
tan quietos y silentes, construimos la senda del fresco río, que bendice al
pueblo con su caricia. Los lánguidos sauces albergan reinos enteros de hormigas
laboriosas y ofrecen sombra a los amantes que en el ardiente verano la buscan;
los ruiseñores cuidan y alegran con su canto a los campos y la hierba alimenta
a las ovejas que hambrientas la toman. Tú, en cambio, tan sólo te yergues,
luciendo vanas flores durante todo el día y, con la mirada perdida, dejas
escapar por tus labios ridículos suspiros. ¡No eres tú, pues, Jacinto, útil de
ninguna manera a tus hermanos!
El jacinto
bajaba la mirada, avergonzado y pesaroso:
–Es cierto
esto que alegan mis hermanos, pues me veo incapaz de responder a su pregunta.
¡Cierto es, entonces, que carezco de utilidad y de valor! –cavilaba, dolorido.
No obstante, por no poder huir, seguía erguido entre la hierba, limpia y
olorosa, y entre el zumbido de festivas abejas. Seguía, luciente, bajo el sol y
oscilaba bajo la luna y sus estrellas. Seguía, también, suspirando sin cesar.
Sus
hermanos, hartos, comenzaron a hostigarlo. Trató el río de arrancarlo, mas no
alcanzó su mano; trató el guijarro de herirlo, mas, carente de alguien que lo
lanzara contra la flor, no pudo lograrlo; trató de arañarlo el sauce, mas por
no partir su tronco, no se inclinó lo suficiente. Así, cansados y furiosos,
acudieron a la brisa, temida por su fuerza. Le hablaron del jacinto y de su
inutilidad, e infundieron en ella una rabia impetuosa al decir que él, con sus
suspiros, la estaba desafiando. Por ello, la brisa, henchida en su furor, se
dirigió al río para destruir a la flor. Tal fue la fuerza de su soplido, tal la
garra y el afán de su ataque, que acabó por despojar al jacinto de todas sus
fragantes y áureas hijas. Éstas, temblando, fueron esparcidas por los aires.
Vagaron entonces, agitadas en sollozos y temores por la brisa, y cada una
terminó en un lugar diferente, en busca de una nueva familia.
Así, se
hundieron algunas en el barro; otras dormitaron en la ventana de muchachos
ingenuos; quedaron otras enredadas en las ramas de algún árbol y el resto,
yacentes por los bosques, terminaron por ser raptadas y devoradas por algún
hambriento animalillo. Una de ellas, sin embargo, continuó revoloteando ligera
por los aires y su suspiro fue eterno. Había comprendido que la flor, por ser
flor, ha de suspirar para siempre, alejada de barro y disputas.
Isidro
Vicente Molina
Estudiante de Filología Clásica