jueves, 9 de mayo de 2024

Un paseo por el bosque

En las tierras norteñas de las extremaduras castellanas vivía un campesino llamado Pedro Rojas. Se trataba de un hombre alto y recio, de unos cuarenta años, con una extensa barba, pelo castaño y unos penetrantes ojos de color miel. Vestía una descolorida y embarrada indumentaria, la cual la formaban la camisa, las calzas y las alpargatas. Una tarde calurosa de verano, regresaba cabizbajo a su hogar, a pesar de estar acompañado por un atardecer maravilloso. Su aflicción se debía a que había vendido en el burgo la única riqueza que le quedaba, su vaca.

Conforme se aproximaba, la figura de su vivienda se iba agrandando. La casa estaba hecha de piedra y tenía un tejado de paja. Se situaba encima de un pequeño promontorio rodeado de extensos pastos y exuberantes bosques. Era un edificio pequeño, formado por dos estancias: el dormitorio y el hogar. En él vivía Pedro junto a su hijo, un muchacho enérgico de diez años, que se había quedado huérfano de madre al poco de nacer. Pedro, al llegar a la casa, saludó a su hijo y guardó en un cofre el dinero que había conseguido en el burgo. Tras esto salió y se tumbó en el césped para descansar. Su hijo también salió y se tumbó. Ambos se quedaron mirando las hermosas nubes que pasaban por encima de ellos, en silencio, saboreando ese instante de paz. Al cabo de un rato, el hijo decidió conversar:

-Papá.

-Dime, hijo -respondió Pedro. 

-¿Qué haremos cuando nos quedemos sin dinero? 

Eso le impactó, ya que era la primera vez que su hijo se lo preguntaba, y se quedó pensativo hasta que contestó: 

-Pues no lo sé bien, hijo, pero nos tenemos el uno al otro, ¿no? 

-Sí, papá -respondió el hijo dando la respuesta por válida. 

Pasado un rato decidieron irse a dormir. A la mañana siguiente fueron a dar un paseo por el bosque. Consigo llevaban un bolso, con pan y zanahorias dentro; una pequeña cantimplora y unos palos con los que andar mejor. Empezaron a caminar a través de un sendero. Este estaba rodeado de un bosque verdoso y frondoso, lleno de robles, encinas y, sobre todo, hayas. Cuanto más avanzaban, mejor se distinguía el inconfundible sonido que hace el agua de un río al fluir. Finalmente, Pedro y su hijo llegaron a un pequeño claro, por el que pasaba el río. Decidieron quedarse allí y almorzar. Se sentaron debajo de una gran haya. Desde ahí almorzaban y contemplaban todo lo que les rodeaba. Cuando terminaron de comer prosiguieron su camino.

Cuanto más avanzaban, más estrecho y empinado se hacia el sendero; se empezaba a apreciar la presencia de los largos y tétricos pinos; el ambiente se iba enfriando y el intenso verdor se iba desvaneciendo. El sonido de sus pasos predominaba sobre aquel bosque, en el que no se escuchaba nada más que el silencio. Por fin llegaron hasta su destino, un pequeño lago, rodeado por unas inmensas y escarpadas montañas. Decidieron quedarse allí un rato, para descansar, ya que estaban exhaustos. Tan cansado estaba Pedro, que se tumbó en una roca y, al cerrar los ojos, no pudo evitar dormirse. 

Ya era de noche. Hacía mucho frío, la luna era menguante y la oscuridad predominaba en el ambiente. No sabía dónde estaba, ni con quién. Entonces, se acordó de su hijo y, desde la poca visión que tenía, empezó a buscarle en aquella espesa oscuridad. Estaba aterrado. No sabía dónde estaba su querido descendiente, aquel que saldría de su lamentable situación y formaría una familia que le trajese nietos. Decidió buscarle. 

Tirando de memoria, más que de vista, trató de volver sobre sus pasos para encontrar el sendero, pero en vez de eso, se adentró en un misterioso pinar. A medida que se metía en él, más tenebroso se volvía el ambiente. Se detuvo e intentó tranquilizarse y pensar lo que iba a hacer. Trató de encontrar el más mínimo rastro de luz, pero la luna no era lo suficientemente brillante. Fue entonces cuando, sin saber bien qué hacer, gritó desesperado el nombre de su hijo, en busca de alguna respuesta. Escuchó un ruido al fondo. Se acercó al sitio y afinó el oído. Esta vez no escuchó nada, hasta que, de pronto, empezó a oír los potentes toques de una campana, resonando en su cabeza, y una voz, grave e inhumana, repetir continuamente la misma frase: Tuus filius mortus est. Él no sabía qué significaba, ni por qué le estaba pasando esto, pero si sabía que algo malo estaba ocurriendo. A lo lejos distinguió una luz tenue y se dirigió hacia ella. Las campanas resonaban cada vez con más fuerza y la voz hablaba todavía más alto. Esa luz resultó ser una fogata. En torno a ella había tres bultos, cubiertos por una manta. Descubrió la manta de uno de los bultos, encontrando la figura de un hombre sin vida. Esto le impactó, pero no se detuvo a contemplarlo y fue a por el siguiente. Era otro cadáver. Ya solo le quedaba uno. Se hizo el silencio, las campanas y la voz desaparecieron, para abrir paso al sonido de unas poderosas pisadas. Pedro las ignoró y fue a por el último bulto. Quitó la manta y descubrió a un niño tan pálido como la nieve. Ese niño era su hijo. Pedro se quedó petrificado, sus ojos se emblanquecieron por completo y su corazón dejó de funcionar. Las pisadas se detuvieron al lado de, el completamente perplejo, Pedro. La Parca le estaba esperando. 


Alejandro Gil Pérez
Estudiante de Bachillerato