miércoles, 19 de octubre de 2022

Una luz en el abismo

Allí se hallaba el Rey, entre grises y amargas paredes, en la profunda penumbra de aquella sala, bajo el incómodo yugo de la corona, de hierro viejo y pesado, sobre un trono de negra y dura piedra. En aquel silencio de tóxicos y oscuros tonos, el Rey reflexionaba.

Ante aquella asfixiante realidad, el Rey no podía evitar la nostalgia de pensar que un mundo lo aguardaba tras las puertas de su fortaleza, más allá de las grises murallas, dibujadas las verdes praderas tachonadas de flores, derrochando color y aroma, sobre las bravas olas del picado océano, los escarpados recovecos perdidos en las montañas, las huellas de otras vidas tan distintas a la suya…

Pero, no obstante, allí estaba. Un gran rey, alto hombre entre los hombres, señor de muchos, siervo de nadie. Allí estaba el más poderoso de los mortales vivos; atormentado, miserable, derrotado. Capaz de moldear el mundo a su antojo, cambiar miles de vidas con solo chasquear los dedos. Sin embargo, era su regia vida la que se pudría en la más profunda amargura. Se hallaba atrapado en aquella cárcel anegada de riqueza y poder, entre barrotes de oro y joyas, vestido con harapos de seda y cadenas de plata en sus muñecas.

El Rey, cabeza gacha por el peso de la corona, agazapado en lo alto del trono, cantaba sus desgracias en silencio, a un fiel vacío que nunca lo traicionaría, al mudo abismo de su imaginación.

Allí sentía el viento golpeando su rostro, ensordeciéndolo, mientras los cascos de su caballo golpeaban con una furia acorde a su velocidad, cruzando las praderas, cuyas flores lucían de vivos colores, bajo un cielo de amable y generoso azul.

Allí las bravas olas se lanzaban contra su navío, presa de una tempestad negra y cruel, que azotaba su embarcación golpeando con furiosos mandobles de viento. Seguía el horizonte a través de la vorágine, mientras reía y manejaba su navío como si a su propio cuerpo perteneciera.

Allí las montañas no tenían secretos para él, no había hueco ni escisión que no conociera. Los riachuelos eran su fuente de vida, la sombra de los árboles, su descanso.

En la penumbra de la sala, inmerso en la oscuridad, el Rey, con los ojos cerrados, exhalaba un efímero suspiro de alivio, una sensación breve pero intensa de paz. El Rey se hallaba ajeno a la negrura que lo aguardaba en silencio, lejos de abrir de nuevo los ojos y regresar de vuelta a su triste realidad.

Marcos Fernández Marinas
Estudiante de Bachillerato



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