El sonido de mi alarma me despierta de manera repentina, las sábanas me pesan, el edredón está moldeado a la forma de mi cuerpo. Llevo unas siete horas durmiendo y mis ojos deben acostumbrarse a la luz, a los colores de siempre y al techo que cada día me da la bienvenida. Sin darme ni cuenta, mi cuerpo aún dormido se lleva a sí mismo al baño, para, por fin, volver a su conciencia. Regreso a mi habitación, el parqué del suelo me empuja las plantas de los pies, ese parqué parcialmente abombado desde que se cayó un poco de Sanytol hace unos años. Mi nariz no me responde, nunca he tenido buen olfato, nunca he esperado tenerlo y nunca creo que lo tenga.
Me pongo las gafas, ese dispositivo cristalino que activa para mi vida el “modo ventana”: por fin puedo diferenciar el marco de mi cama de la pared blanca, pintada recientemente. Cojo el móvil, mis ojos son deslumbrados por la violenta realización de la hora. Son las seis y treinta y cuatro. Como esperaba, he dormido siete horas. Deambulo hasta la cocina para hacerme el desayuno, poniendo una taza en la encimera, mi magnífica madre me avisa de que me ha dejado la leche en la misma, y me sirvo una taza de leche desnatada, que meto en el microondas, y, después de tres pitidos, empieza la eterna espera: un minuto a potencia 800 viendo la taza girar y girar y seguir girando. En el último medio minuto para terminar los 90 segundos, preparo los ingredientes, el café descafeinado sin pegatina, el botecito lleno de azúcar moreno y una cucharilla de metal, con la que preparo el brebaje que supuestamente me mantendrá despierto todo el día. Allí mismo me lo tomo, con una o dos galletas cogidas del mueble, y salgo disparado a mi habitación para cambiarme de ropa y ponerme el “uniforme” del colegio, una camisa azul con el emblema del colegio -irónico llevarla durante los cursos sin uniforme-, un pantalón azul oscuro, casi negro, y los mismos zapatos que me acompañan desde hace años. Son las siete y diez, reviso que no me falta nada en la mochila y salgo de mi casa. Bajo en el ascensor hasta el garaje y allí, con mi madre, comienzo el trayecto al colegio, seguramente corto, pero animado.
En el garaje no hay mucho que hacer: ver los coches pasar, sentir el traqueteo del coche en el que estoy, oler, con suerte, un poco de gasolina, y recordar con la boca el café que me he tomado. Nada más salir del garaje cojo el móvil de mi madre, y como una máquina entro en maps y pongo la dirección del colegio, guardada en mis dedos como una contraseña. Veintidós minutos, posiblemente más. Mi mente procesa la información mientras la silueta serpenteante aparece en pantalla, indicando la salida desde Rivas hasta la puerta grande del Tajamar, sus ojos en la rotonda y su cascabel en mi pueblo, con la franja roja a la altura de la Gavia, como de costumbre. En Rivas encontramos la primera decisión, el camino de la iglesia o el camino de los semáforos, el segundo de estos más largo normalmente, pero hoy no, hoy se ha atascado la avenida de los Almendros, y nos podemos ahorrar el tiempo, gracias a Dios y a Google. El recorrido, por suerte para mí, no es tan errático como esperaba, y resulta un trayecto más tranquilo, con una relajante iluminación tenue de la vía de servicio, hasta llegar al campo de batalla, figurada y literalmente, y, tras entrar por la puerta en la valla de metal, que hace aparentar una celda en lugar de una escuela, comienza mi jornada escolar, otro día más cerca de la PAU.
Estudiante de Bachillerato
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