Oí la dura voz de un militar gritando a pleno
pulmón. Poco a poco abrí los ojos. Era un sábado por la mañana. No sé cuándo se
me ocurrió poner esa alarma.
Me levanté y apagué la alarma rápidamente antes de que Álvaro se despertara. Logré salir a duras penas del cuarto. Mientras salía, comencé a escuchar la orquesta habitual de una mañana de sábado: el piano sonando con melodías repetitivas de mi hermano, practicando para su concierto, gente yendo y viniendo por el pasillo, gritos provenientes de la cocina. Fui a la fuente de las voces donde se encontraban los pequeños Josemi y Dani desayunando y causando alboroto. Me pregunto cómo Álvaro seguía dormido.
Me preparé rápidamente el desayuno, pues tenía una entrevista de trabajo muy importante en dos horas, llevaba un año y 85 días esperando esta oportunidad. Mi desayuno fue interrumpido por los llantos de Dani, con la cara llena de mermelada. Josemi, a modo de broma, le había estampado una tostada. Yo tuve que poner orden y regañar al causante de tal alboroto.
Este problema hizo que no me diera tiempo a desayunar. Me dispuse a irme de la cocina, cuando comencé a escuchar en la otra punta de la casa una música de phonk brasileño. Retumbaban las paredes, cada golpe de bajo hacía vibrar la lámpara del techo. La música se acercaba, sonando cada vez más fuerte, hasta llegar a la cocina. Era Santi con un altavoz sujeto encima de la cabeza, girando como si estuviera en un concierto de Tomorrowland, mientras pregonaba:
—¡Buenos díaaass!
Yo ignoré la situación y, esquivándole, me fui en dirección al baño. Con el tiempo, te acabas acostumbrando a tener siete hermanos.
Ya en el baño, me metí en la ducha, abrí el grifo y, para mi sorpresa, no salía agua. No era la primera vez que me pasaba. Resignado, me vestí con lo primero que vi en mi cuarto. Al salir de mi habitación, mi madre me pidió con urgencia que recogiera la caca que el gato había dejado en el suelo del pasillo. Ella no tenía cara de dejar pasar ninguna excusa, por lo que me movilicé rápido. Miré el reloj: me quedaba solo una hora para llegar a la entrevista.
Cogí mis armas, que consistían en una bolsa de plástico y mucho valor, y me dispuse a acercarme a la caca cuando vi que algo se movía a mi derecha. Parecía que una nueva batalla se me presentaba.
Una cucaracha estaba a mi lado, inmóvil, esperando el momento para salir correteando por toda la casa. Así lo hizo. Como un tigre persiguiendo a su presa, la seguí por toda la casa, mientras se escuchaban los gritos de los que presenciaban la escena. La persecución fue ardua, no dejaba de escaparse. Yo no la perdí de vista hasta que vi la oportunidad: le di el golpe fatal.
Satisfecho, limpié la escena del crimen y cumplí finalmente el encargo de la matrona. Mis hermanas, recién levantadas, me felicitaban por la hazaña, pero yo no les hice mucho caso. Quedaba media hora para la entrevista.
Recorrí el pasillo a toda velocidad hasta la puerta de la calle. Al intentar abrirla, me di cuenta de que se había atascado.
No me quedaba otra que salir por la ventana. Por suerte, vivo en un chalet y solo tuve que saltar un par de metros hacia el suelo.
Cogí mi bici y me fui pedaleando por las bellas calles de Santo Domingo, con sus imponentes chalets y el bosque al lado de la carretera. Aunque, en ese momento, las vistas y la belleza de Santo Domingo eran lo último que me importaba.
Cuando iba por la mitad del camino, noté que me costaba pedalear más de lo normal. Al fijarme, vi la rueda delantera de la bici atravesada por un clavo. Era como si todo el universo se estuviera poniendo en mi contra para que llegara tarde. Era como si la mermelada, las cucarachas, mi gato y el clavo de mi bici se unieran para retrasarme minuto a minuto.
Con dolor del cuerpo y del alma, conseguí arrastrar mi bici para llegar jadeando al centro comercial en un camino que se me hizo eterno. Al fin, entré en la entrevista.
Hubo un denso silencio. Al otro lado me miraba el entrevistador fijamente a través de sus anteojos, solo separados por una gran mesa de madera oscura. Su semblante serio no me daba pistas de lo que estaba pensando. Finalmente habló:
—Llevas quince minutos diciendo por qué has llegado tarde y todavía no me has respondido a mi pregunta.
Yo le respondí perplejo:
—Perdón, señor, ¿qué pregunta me ha hecho?
Tras una breve pausa, él me respondió:
—Le he preguntado si tiene alguna experiencia en cocinar hamburguesas o de servicio al cliente.
Suspiré. Me aclaré la garganta y comencé:
—Algo parecido. Verá, era una mañana de sábado…
Estudiante de Bachillerato