lunes, 17 de marzo de 2025

Una mañana cualquiera

Oí la dura voz de un militar gritando a pleno pulmón. Poco a poco abrí los ojos. Era un sábado por la mañana. No sé cuándo se me ocurrió poner esa alarma.

Me levanté y apagué la alarma rápidamente antes de que Álvaro se despertara. Logré salir a duras penas del cuarto. Mientras salía, comencé a escuchar la orquesta habitual de una mañana de sábado: el piano sonando con melodías repetitivas de mi hermano, practicando para su concierto, gente yendo y viniendo por el pasillo, gritos provenientes de la cocina. Fui a la fuente de las voces donde se encontraban los pequeños Josemi y Dani desayunando y causando alboroto. Me pregunto cómo Álvaro seguía dormido.

Me preparé rápidamente el desayuno, pues tenía una entrevista de trabajo muy importante en dos horas, llevaba un año y 85 días esperando esta oportunidad. Mi desayuno fue interrumpido por los llantos de Dani, con la cara llena de mermelada. Josemi, a modo de broma, le había estampado una tostada. Yo tuve que poner orden y regañar al causante de tal alboroto.

Este problema hizo que no me diera tiempo a desayunar. Me dispuse a irme de la cocina, cuando comencé a escuchar en la otra punta de la casa una música de phonk brasileño. Retumbaban las paredes, cada golpe de bajo hacía vibrar la lámpara del techo. La música se acercaba, sonando cada vez más fuerte, hasta llegar a la cocina. Era Santi con un altavoz sujeto encima de la cabeza, girando como si estuviera en un concierto de Tomorrowland, mientras pregonaba:

—¡Buenos díaaass!

Yo ignoré la situación y, esquivándole, me fui en dirección al baño. Con el tiempo, te acabas acostumbrando a tener siete hermanos.

Ya en el baño, me metí en la ducha, abrí el grifo y, para mi sorpresa, no salía agua. No era la primera vez que me pasaba. Resignado, me vestí con lo primero que vi en mi cuarto. Al salir de mi habitación, mi madre me pidió con urgencia que recogiera la caca que el gato había dejado en el suelo del pasillo. Ella no tenía cara de dejar pasar ninguna excusa, por lo que me movilicé rápido. Miré el reloj: me quedaba solo una hora para llegar a la entrevista.

Cogí mis armas, que consistían en una bolsa de plástico y mucho valor, y me dispuse a acercarme a la caca cuando vi que algo se movía a mi derecha. Parecía que una nueva batalla se me presentaba.

Una cucaracha estaba a mi lado, inmóvil, esperando el momento para salir correteando por toda la casa. Así lo hizo. Como un tigre persiguiendo a su presa, la seguí por toda la casa, mientras se escuchaban los gritos de los que presenciaban la escena. La persecución fue ardua, no dejaba de escaparse. Yo no la perdí de vista hasta que vi la oportunidad: le di el golpe fatal.

Satisfecho, limpié la escena del crimen y cumplí finalmente el encargo de la matrona. Mis hermanas, recién levantadas, me felicitaban por la hazaña, pero yo no les hice mucho caso. Quedaba media hora para la entrevista.

Recorrí el pasillo a toda velocidad hasta la puerta de la calle. Al intentar abrirla, me di cuenta de que se había atascado.

No me quedaba otra que salir por la ventana. Por suerte, vivo en un chalet y solo tuve que saltar un par de metros hacia el suelo.

Cogí mi bici y me fui pedaleando por las bellas calles de Santo Domingo, con sus imponentes chalets y el bosque al lado de la carretera. Aunque, en ese momento, las vistas y la belleza de Santo Domingo eran lo último que me importaba.

Cuando iba por la mitad del camino, noté que me costaba pedalear más de lo normal. Al fijarme, vi la rueda delantera de la bici atravesada por un clavo. Era como si todo el universo se estuviera poniendo en mi contra para que llegara tarde. Era como si la mermelada, las cucarachas, mi gato y el clavo de mi bici se unieran para retrasarme minuto a minuto.

Con dolor del cuerpo y del alma, conseguí arrastrar mi bici para llegar jadeando al centro comercial en un camino que se me hizo eterno. Al fin, entré en la entrevista.

Hubo un denso silencio. Al otro lado me miraba el entrevistador fijamente a través de sus anteojos, solo separados por una gran mesa de madera oscura. Su semblante serio no me daba pistas de lo que estaba pensando. Finalmente habló:

—Llevas quince minutos diciendo por qué has llegado tarde y todavía no me has respondido a mi pregunta.

Yo le respondí perplejo:

—Perdón, señor, ¿qué pregunta me ha hecho?

Tras una breve pausa, él me respondió:

—Le he preguntado si tiene alguna experiencia en cocinar hamburguesas o de servicio al cliente.

Suspiré. Me aclaré la garganta y comencé:

—Algo parecido. Verá, era una mañana de sábado…

Juan Pablo Abollado Fernández
Estudiante de Bachillerato

 



jueves, 6 de marzo de 2025

Ilusión

Soy mago. Se podría decir que es algo peculiar, ahora que a todo el mundo le interesa lo instantáneo y rápido: ¿quién, en su sano juicio, dedicaría su “preciado tiempo” a algo que requiere horas y horas? Pero yo soy mago. Esto quiere decir que me dedico a sorprender, que juego con las mentes, que desafío a la realidad y que nadie quiere jugar a las cartas conmigo si no es en mi equipo.

Si se contempla detenidamente un buen juego de magia, se puede llegar a la conclusión de que, al igual que una buena película, libro o canción, la magia transmite sentimientos que además pueden llegar al espectador de una manera más íntima, ya que dentro de él se mezcla la confusión con la sorpresa dando lugar a la ilusión y emoción de que lo que ha visto ha pasado de verdad.

Pero ser mago requiere paciencia extra: no todos los espectadores están dispuestos a ver más allá. Es curioso que siempre, cuando termino un juego, se me acerca más de uno a preguntarme que cómo lo he hecho, aun sabiendo que no se lo voy a decir por el bien de la magia y por el suyo, pero yo siempre les miro, sonrío y les digo: “pues yo creo que lo he hecho muy bien”, y se van sin respuesta, pero con una sonrisa.

Muy poca gente ha profundizado en el arte de la magia. Los magos actúan y los espectadores se asombran, pero ¿qué es en realidad?

La magia es un arte complicado en el que para destacar tienes que saber magia de verdad. No es como la guitarra. S-i nunca has tocado una guitarra no vas a tener ninguna habilidad la primera vez que la toques, en cambio, la mayoría de las personas saben hacer algún truco de magia sin haber tocado una baraja, todos conocen algún juego automático. Todos saben hacer trucos, pocos saben hacer magia. Un buen mago es capaz de deleitar a su público no solo con su habilidad manual, sino también con sus palabras, sus gestos, sus expresiones… en general, con su forma de ser.

Como estoy cansado de las personas que no saben disfrutar ni contemplar las cosas maravillosas que suceden en un espectáculo, me gustaría hacer un favor a todo aquel que lea esto contando lo siguiente: cada vez que hago un show, me encuentro al típico espectador que va a “pillar”, y siento mucha pena por él, porque no está disfrutando. Le veo al pobre sufriendo y devanándose los sesos por descubrir cómo lo hago. En ese momento me siento mal por no haber conseguido su disfrute, pero entonces miro a otro lado y veo al otro tipo de espectador, el que está boquiabierto, con una sonrisa, que se ríe porque no es capaz de asimilar lo que está pasando y me doy cuenta de que lo que hace falta es que la gente entienda que tiene más sentido abrir los ojos ilusionado antes que abrirse la cabeza y no encontrar nada.

He escrito esto porque quiero darte la oportunidad de disfrutar la próxima vez que veas magia, porque quiero que los espectadores vean la belleza de la magia. Esto lo puedo resumir en unas palabras que me enseñó un amigo mago y que digo al acabar un show: “no pretendáis pillar al mago, no pretendáis descubrir dónde os engaña, porque un mago no engaña, un mago… ILUSIONA”.

David Agudo Ares
Estudiante de Bachillerato



jueves, 6 de febrero de 2025

Despertares (y II)

Un terremoto en mi muñeca me despierta. No, no es que el mundo se esté acabando, es mi reloj, que, como se lo ordené, me levanta a las 6:22 de la mañana. Si, es otro jueves, otro bendito jueves.

Antes de levantarme piso no una, sino dos o más veces el suelo con el pie derecho. Sé que rituales como estos, y demás cosas de gente que cree en el horóscopo, son más falsas que un judas de plástico, pero necesito un “impulso”, algo que me aliente a que el día de hoy no sea un tachón más en el calendario.

Me apresuro a terminar el desayuno y cojo mi mochila, que ya tiene más kilómetros recorridos que Marco Polo. Luego agarro mi abrigo y, con mi padre, salgo del portal.

Abro la descomunal puerta y, entonces, un débil aire fresco me golpea en la cara, como si me estuviera diciendo que todavía estoy a tiempo de volver a casa. El camino hacía el coche es ameno: llegar a él resultaría un mero trámite sino fuera por los grandes árboles que se ciernen sobre la calle. Estas “plantitas” están inclinadas ligeramente hacia el suelo, como si se estuviesen interesando por aquellos que quieren andar de soslayo por su territorio.

Entro en el coche. Mientras estoy en él, suelo mirar los monumentos que el “peculiar” -por decir algo- barrio de San Blas ofrece, como la rotonda a la derecha de la calle de los Gremios, que está colmada de pinos que vivirán más que el barrio entero.

Después de unos veinte minutos en la carretera, me encuentro, como todos los días, delante del instituto, que más que instituto, parece una fortaleza donde el único logro alcanzable es salir de allí cuerdo. Tarde o temprano entro, dispuesto a sobrevivir a los tormentos que se me pongan delante.

Daniel Vargas Celis
Estudiante de Bachillerato



jueves, 16 de enero de 2025

Despertares (I)

El sonido de mi alarma me despierta de manera repentina, las sábanas me pesan, el edredón está moldeado a la forma de mi cuerpo. Llevo unas siete horas durmiendo y mis ojos deben acostumbrarse a la luz, a los colores de siempre y al techo que cada día me da la bienvenida. Sin darme ni cuenta, mi cuerpo aún dormido se lleva a sí mismo al baño, para, por fin, volver a su conciencia. Regreso a mi habitación, el parqué del suelo me empuja las plantas de los pies, ese parqué parcialmente abombado desde que se cayó un poco de Sanytol hace unos años. Mi nariz no me responde, nunca he tenido buen olfato, nunca he esperado tenerlo y nunca creo que lo tenga.

Me pongo las gafas, ese dispositivo cristalino que activa para mi vida el “modo ventana”: por fin puedo diferenciar el marco de mi cama de la pared blanca, pintada recientemente. Cojo el móvil, mis ojos son deslumbrados por la violenta realización de la hora. Son las seis y treinta y cuatro. Como esperaba, he dormido siete horas. Deambulo hasta la cocina para hacerme el desayuno, poniendo una taza en la encimera, mi magnífica madre me avisa de que me ha dejado la leche en la misma, y me sirvo una taza de leche desnatada, que meto en el microondas, y, después de tres pitidos, empieza la eterna espera: un minuto a potencia 800 viendo la taza girar y girar y seguir girando. En el último medio minuto para terminar los 90 segundos, preparo los ingredientes, el café descafeinado sin pegatina, el botecito lleno de azúcar moreno y una cucharilla de metal, con la que preparo el brebaje que supuestamente me mantendrá despierto todo el día. Allí mismo me lo tomo, con una o dos galletas cogidas del mueble, y salgo disparado a mi habitación para cambiarme de ropa y ponerme el “uniforme” del colegio, una camisa azul con el emblema del colegio -irónico llevarla durante los cursos sin uniforme-, un pantalón azul oscuro, casi negro, y los mismos zapatos que me acompañan desde hace años. Son las siete y diez, reviso que no me falta nada en la mochila y salgo de mi casa. Bajo en el ascensor hasta el garaje y allí, con mi madre, comienzo el trayecto al colegio, seguramente corto, pero animado.

En el garaje no hay mucho que hacer: ver los coches pasar, sentir el traqueteo del coche en el que estoy, oler, con suerte, un poco de gasolina, y recordar con la boca el café que me he tomado. Nada más salir del garaje cojo el móvil de mi madre, y como una máquina entro en maps y pongo la dirección del colegio, guardada en mis dedos como una contraseña. Veintidós minutos, posiblemente más. Mi mente procesa la información mientras la silueta serpenteante aparece en pantalla, indicando la salida desde Rivas hasta la puerta grande del Tajamar, sus ojos en la rotonda y su cascabel en mi pueblo, con la franja roja a la altura de la Gavia, como de costumbre. En Rivas encontramos la primera decisión, el camino de la iglesia o el camino de los semáforos, el segundo de estos más largo normalmente, pero hoy no, hoy se ha atascado la avenida de los Almendros, y nos podemos ahorrar el tiempo, gracias a Dios y a Google. El recorrido, por suerte para mí, no es tan errático como esperaba, y resulta un trayecto más tranquilo, con una relajante iluminación tenue de la vía de servicio, hasta llegar al campo de batalla, figurada y literalmente, y, tras entrar por la puerta en la valla de metal, que hace aparentar una celda en lugar de una escuela, comienza mi jornada escolar, otro día más cerca de la PAU.

Adrián Miñarro Bernardo
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 13 de noviembre de 2024

Una cosa pendiente

Me desperté en un cuarto azul. Aunque la confusión del momento me instigaba a quedarme tumbado, abrí la puerta de la habitación, solo para encontrarme en una sala oscura donde una paloma que, apoyada en una mesa roja rodeada de sillas y con una servilleta atada a su cuello, comía un bol de cereales.

-Mira quién se levanta, justo a la hora del desayuno -dijo la paloma con una voz de viejo.

No abrí la boca para contestar, nadie lo haría si estuviera en ese momento en mis zapatos.

-No pongas esa mueca sobreactuada de humano. Toma asiento. Hay cosas que tengo que decirte.

Me senté con los ojos como platos. Esa paloma, además de hablar, me estaba dando órdenes, rompiendo con la supremacía del hombre.

-No trates de buscar algo de lógica aquí, estás soñando. Solo soy un enviado que ha venido a preguntarte unas cosas mientras como algo.

-¿Cómo se supone que hablas?

-Cierra el pico, aquí al que le pagan por hacer preguntas es a mí.

Tuve que callarme, nada tenía sentido.

-Primera cuestión: ¿sabes tu nombre?

-La pregunta ofende -contesté molesto.

-Segunda pregunta: ¿te acuerdas de tu cara?

-Sí.

-Genial, has superado el umbral del intelecto de una piedra. Ahora otra pregunta: ¿sabes quién eres?

-¡Cómo no voy a saberlo! Soy… músico.

-Esa es tu ocupación. Otra vez, ¿quién eres?

-Soy un humano.

-Esa es tu especie. ¿Quién eres?

Debía de ser todo una broma, un mal sueño. Me pasé minutos sin contestar, sometido a un animal.

-Un cedro me hubiera contestado antes, ¿no sabes quién eres?

-Mira –me levanté de la silla– estoy hartándome de este sueño, encima de que duermo poco y de que por una vez sueño, me toca aguantar las preguntas de una paloma mensajera. ¿Sabes tú siquiera quién eres?

-No, de hecho ni siquiera soy. Solo soy una herramienta de tu cabeza para decirte que espabiles. Pienso pero no existo y tú existes pero no piensas.

Después de decirlo, el ave metió su cabeza debajo de la mesa y de ahí sacó unos folios con toneladas de letras escritas.

-Es tu biografía -soltó la paloma-. En veinticinco folios correspondientes a tus años de vida…no pasa absolutamente nada.

-Todavía no he vivido lo suficiente.

-Díselo a un hombre medieval, que con tu edad se podía considerar como un anciano. No tienes excusas, no tienes ni pasado trágico, ni traumas. Tu vida es un bucle de sentarse en el sofá con unos auriculares y pasar de todo.

-No sabes lo que dices. ¿No te dije que era músico?

-¿Y has escrito alguna canción? Tus ronquidos en la página 22 de tu biografía me dicen lo contrario. No sabes quién eres porque no has hecho nada. Me equivocaba contigo, de verdad una piedra es más inteligente que tú.

Con una vena sobresaliendo en mi frente apreté con una mano el pescuezo de esa bendita ave, pero poco le importó.

-¿Qué parte de “no existo y soy un producto de tu imaginación” no has entendido?

Decidí soltar a la paloma.

-Me queda poco tiempo, le falta poco a tu despertador para sonar y arruinar este sermón. Así que haz algo diferente hoy, sal, respira algo de aire contaminado de la ciudad y trata de hablar con el resto de tu especie, que quiero leer algo interesante cuando coja tu biografía.

-¿En serio me pides que me busque a mí mismo?

-No, te lo ordeno… Anda…  las siete y media.

Me desperté perturbado de aquel sueño cuando la música del despertador sonó a todo volumen. Traté de levantarme y me asusté cuando en mi ventana se asomó un séquito de palomas. Todavía no era momento de salir, pero debía hacerlo, no quería volver a soñar otra vez con esa energúmena.

Daniel Vargas
Estudiante de Bachillerato



miércoles, 23 de octubre de 2024

El tesoro de Racsó

Sopla el viento Bóreas en un prado de la Costa de la Espada. Damakos Sangreardiente, un tiefling con la ropa casual de un caballero, camina por el bosque. Las ramas crujen bajo sus pies, aumentando la esencia del ambiente, y el sonido del aire se desliza entre las hojas y lleva el olor a roble hasta su nariz. Mientras atraviesa el bosque, se encuentra con el joven hechicero Aicarus Nightshade, que lucía una camiseta con estampas japonesas, éstos dos charlan sobre su pasado durante un rato. Momentos después, Numia Superpia, el alquimista con un ojo de demonio, un brazo de dracónido y una túnica con las runas એસી ડીસી (Ēsī ḍīsī), les sorprende y se une a ellos. Todos juntos caminan por el parcialmente visible camino del bosque hasta que llegan al poblado de los gnomos. Allí, un amigable grupo de pequeños seres con facciones humanoides les reciben con los brazos abiertos. Después de una rica cena al clásico estilo gnomo con cervezas enanas, estofados de verduras y pequeñísimas raciones de filetes de cerdo, todos los residentes del pueblo volvieron a sus casas y los aventureros quedaron a solas con el alcalde del pueblo, Ilipilim, el cual les dio las malas noticias. Todos ellos sabían que tanta amabilidad era rara, incluso viniendo de gnomos, que necesitaban ayuda con un dragón que les estaba robando todo su capital, y rogó a nuestro grupo de aventureros que les ayudaran a recuperarlo.

Damakos, Aicarus y Numia comienzan su viaje por el frondoso bosque con facilidad gracias a que, a pesar de que estaba lleno de piedras y raíces en la superficie, los gnomos les habían proporcionado un mapa para poder hallar la cueva en la que residía el dragón, de nombre Racsó. El camino era no era muy largo pero pronto se encontraron a tres kobolds, seres dracónidos que veneran a un dragón de su mismo color, y estos, al ver el brazo implantado de Numia, los atacaron.

-Espera, ¿cobre? -se escuchó comentar a Aicarus-. Pensé que serían rojos, por la información que nos han dado.

-¿Y qué más te da? Tenemos un trabajo, y no quiero estar toda la noche currando -respondió fríamente Numia-. Son flojos, así que con un hechizo de nivel bajo será suficiente para uno al menos.

Comenzó el combate y los kobolds tomaron la iniciativa. Los tres kobolds usaron sus dagas para atacar a Damakos, que, aunque no recibió daño alguno de dos de ellos, fue levemente herido por el tercero. Antes de que pudieran reaccionar, una piedra golpeó a Aicarus en la cabeza desde un cuarto kobold alado que no habían visto, causándole un gran daño. Él respondió lanzándole una descarga de fuego y lo bajó al suelo, muerto. Numia, por su parte, lanzó una poción ofensiva, envenenando a un kobold y derritiendo su piel. Damakos ejecutó a otro clavándole la daga. El único kobold que quedada salió huyendo.

Otra vez prosiguieron el viaje, algo más cansados pero en seguida encontraron un segundo grupo de kobolds, ahora más numeroso, de cinco, terrestres y alados, con los cuales lidiaron igual de rápido. Unos pocos trucos y algún otro espadazo fue más que suficiente para alzarse victoriosos. Después del combate, Damakos manifestó sus preocupaciones:

-No quiero molestar, pero, ¿no es un poco excesivo envenenar a aquel que sea impactado por tu poción y también derretir su piel?

-No veo a lo que te refieres con “excesivo”, llevo toda mi carrera alquímica usando pociones que muchos ineptos como tú llamarían “excesivas”, y sin embargo, no he tenido problemas -respondió cortante Numia.

-En serio, ¿ni siquiera problemas con las autoridades? Juraría haber visto tu cara en Neverwinter hace unos días: treinta piezas de oro por tu cabeza. Eso es bastante para no haber tenido problemas -puntualizó Aicarus.

-Calla, si no quieres tomarte una poción mientras duermes -finalizó Numia.

Ahora, con Aicarus más cansado y con Numia mostrando señales de molestia, llegaron a la boca de la cueva, alzada amenazantemente como si Racsó les engullera solo por entrar a su hogar. Cuando vieron a Racsó lo encontraron tranquilo, despierto y al acecho, pero no perturbado por la aparición de los tres extraños que ahora irrumpían en su morada. Entonces Numia sugirió atacar al dragón, y matarlo como les habían pedido, sin embargo, Aicarus se mostró contrariado por la apariencia de color cobre oxidado de su oponente. Pero Damakos, buscando honor y el bien, le propició una pequeña sacudida a Aicarus, que buscaba dinero para dárselo a su familia, dato que el primero conocía gracias a una confidencia previa. El ingenuo hechicero, ignorando sus estudios, atacó al dragón primero con una potente descarga de fuego, la cual despertó al dragón de cobre, ahora enfadado, que con una simple sacudida de sus alas les mandó a volar a una de las paredes de la cueva. Numia tomó uno de sus brebajes sanadores, dándole un pequeño bulto de carne en el brazo donde había impactado con la piedra. Damakos volvió rápidamente al combate arremetiendo sin duda alguna contra el dragón, dándole una estocada en su dura piel cobriza sin ningún tipo de efecto. En un último intento por derrotar al adversario que era claramente superior, realizaron un ataque combinado: Numia lanzó sus elixires, Aicarus lanzó todos sus hechizos en un intento desesperado de aportar a la lucha y Damakos lanzó la estocada más fuerte que jamás hubo hecho. Todos gritaron a la vez:

-¡Muere bestia! -vociferó Numia con la poca voz que le quedaba.

-No puedo morir aquí, ¡no sin redimirme! -juró Damakos.

-Esto es ¡por mi familia! -sentenció Aicarus.

Segundos después, el dragón tosió y nuestro grupo de héroes fue de nuevo mandado, ahora de manera más fuerte, a chocar con una de las paredes de la cueva, y aunque Numia fue a parar a unas estalagmitas y Aicarus fue encajado en una fisura que le acabó por ahogar, Damakos presenció al dragón caer al suelo dañado, recubierto por magia rosa, y a Ilipilim riéndose mientras otros gnomos se llevaban algo del tesoro.

-Bueno, dadme vuestras hojas de personaje -dijo alguien mientras retiraba unas figuras de una mesa-. Habéis sido traicionados por Ilipilim.

El descontento se notaba entre los otros del grupo, que le miraron con tristeza:

-¿Era necesario que nos muriéramos todos, verdad? ¿No nos dejas intentar matar al dragón?

-Adri, tío, eres un canalla.

Desde el confort de la pantalla de Dungeon Master les respondió:

-¿Acaso esperabais ganar a un dragón de cobre anciano siendo aventureros de nivel uno? Estáis todos locos. Bueno, ¿quién quiere ser el Master en la siguiente campaña?

Entre risas de aceptación, recogieron los útiles para jugar a “Dragones y mazmorras” y acordaron jugar la siguiente semana.

Adrián Miñarro Bernardo
Estudiante de Bachillerato




jueves, 9 de mayo de 2024

Un paseo por el bosque

En las tierras norteñas de las extremaduras castellanas vivía un campesino llamado Pedro Rojas. Se trataba de un hombre alto y recio, de unos cuarenta años, con una extensa barba, pelo castaño y unos penetrantes ojos de color miel. Vestía una descolorida y embarrada indumentaria, la cual la formaban la camisa, las calzas y las alpargatas. Una tarde calurosa de verano, regresaba cabizbajo a su hogar, a pesar de estar acompañado por un atardecer maravilloso. Su aflicción se debía a que había vendido en el burgo la única riqueza que le quedaba, su vaca.

Conforme se aproximaba, la figura de su vivienda se iba agrandando. La casa estaba hecha de piedra y tenía un tejado de paja. Se situaba encima de un pequeño promontorio rodeado de extensos pastos y exuberantes bosques. Era un edificio pequeño, formado por dos estancias: el dormitorio y el hogar. En él vivía Pedro junto a su hijo, un muchacho enérgico de diez años, que se había quedado huérfano de madre al poco de nacer. Pedro, al llegar a la casa, saludó a su hijo y guardó en un cofre el dinero que había conseguido en el burgo. Tras esto salió y se tumbó en el césped para descansar. Su hijo también salió y se tumbó. Ambos se quedaron mirando las hermosas nubes que pasaban por encima de ellos, en silencio, saboreando ese instante de paz. Al cabo de un rato, el hijo decidió conversar:

-Papá.

-Dime, hijo -respondió Pedro. 

-¿Qué haremos cuando nos quedemos sin dinero? 

Eso le impactó, ya que era la primera vez que su hijo se lo preguntaba, y se quedó pensativo hasta que contestó: 

-Pues no lo sé bien, hijo, pero nos tenemos el uno al otro, ¿no? 

-Sí, papá -respondió el hijo dando la respuesta por válida. 

Pasado un rato decidieron irse a dormir. A la mañana siguiente fueron a dar un paseo por el bosque. Consigo llevaban un bolso, con pan y zanahorias dentro; una pequeña cantimplora y unos palos con los que andar mejor. Empezaron a caminar a través de un sendero. Este estaba rodeado de un bosque verdoso y frondoso, lleno de robles, encinas y, sobre todo, hayas. Cuanto más avanzaban, mejor se distinguía el inconfundible sonido que hace el agua de un río al fluir. Finalmente, Pedro y su hijo llegaron a un pequeño claro, por el que pasaba el río. Decidieron quedarse allí y almorzar. Se sentaron debajo de una gran haya. Desde ahí almorzaban y contemplaban todo lo que les rodeaba. Cuando terminaron de comer prosiguieron su camino.

Cuanto más avanzaban, más estrecho y empinado se hacia el sendero; se empezaba a apreciar la presencia de los largos y tétricos pinos; el ambiente se iba enfriando y el intenso verdor se iba desvaneciendo. El sonido de sus pasos predominaba sobre aquel bosque, en el que no se escuchaba nada más que el silencio. Por fin llegaron hasta su destino, un pequeño lago, rodeado por unas inmensas y escarpadas montañas. Decidieron quedarse allí un rato, para descansar, ya que estaban exhaustos. Tan cansado estaba Pedro, que se tumbó en una roca y, al cerrar los ojos, no pudo evitar dormirse. 

Ya era de noche. Hacía mucho frío, la luna era menguante y la oscuridad predominaba en el ambiente. No sabía dónde estaba, ni con quién. Entonces, se acordó de su hijo y, desde la poca visión que tenía, empezó a buscarle en aquella espesa oscuridad. Estaba aterrado. No sabía dónde estaba su querido descendiente, aquel que saldría de su lamentable situación y formaría una familia que le trajese nietos. Decidió buscarle. 

Tirando de memoria, más que de vista, trató de volver sobre sus pasos para encontrar el sendero, pero en vez de eso, se adentró en un misterioso pinar. A medida que se metía en él, más tenebroso se volvía el ambiente. Se detuvo e intentó tranquilizarse y pensar lo que iba a hacer. Trató de encontrar el más mínimo rastro de luz, pero la luna no era lo suficientemente brillante. Fue entonces cuando, sin saber bien qué hacer, gritó desesperado el nombre de su hijo, en busca de alguna respuesta. Escuchó un ruido al fondo. Se acercó al sitio y afinó el oído. Esta vez no escuchó nada, hasta que, de pronto, empezó a oír los potentes toques de una campana, resonando en su cabeza, y una voz, grave e inhumana, repetir continuamente la misma frase: Tuus filius mortus est. Él no sabía qué significaba, ni por qué le estaba pasando esto, pero si sabía que algo malo estaba ocurriendo. A lo lejos distinguió una luz tenue y se dirigió hacia ella. Las campanas resonaban cada vez con más fuerza y la voz hablaba todavía más alto. Esa luz resultó ser una fogata. En torno a ella había tres bultos, cubiertos por una manta. Descubrió la manta de uno de los bultos, encontrando la figura de un hombre sin vida. Esto le impactó, pero no se detuvo a contemplarlo y fue a por el siguiente. Era otro cadáver. Ya solo le quedaba uno. Se hizo el silencio, las campanas y la voz desaparecieron, para abrir paso al sonido de unas poderosas pisadas. Pedro las ignoró y fue a por el último bulto. Quitó la manta y descubrió a un niño tan pálido como la nieve. Ese niño era su hijo. Pedro se quedó petrificado, sus ojos se emblanquecieron por completo y su corazón dejó de funcionar. Las pisadas se detuvieron al lado de, el completamente perplejo, Pedro. La Parca le estaba esperando. 


Alejandro Gil Pérez
Estudiante de Bachillerato